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– La pobrecilla. Qué suerte para ella que estuvieras tú ahí para salvarla.

Benedict descubrió que no quería revivir esa noche en el patio de entrada de los Cavender. Aunque la aventura acabó muy favorablemente, no conseguía dejar de pensar en toda la gama de «¿y si?». ¿Y si no hubiera llegado a tiempo? ¿Y si Cavender y sus amigos hubieran estado menos borrachos y hubieran sido más obstinados? Podrían haber violado a Sophie. Habrían violado a Sophie.

Y ahora que conocía a Sophie, y le había tomado afecto, la sola idea le producía escalofríos.

– Bueno -dijo Violet-, no es lo que dice ser. De eso estoy segura.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó él, enderezando la espalda.

– Es demasiado bien educada para ser una criada. Puede que los empleadores de su madre le hayan permitido asistir a algunas clases con sus hijas, pero ¿a todas? Benedict, ¡la muchacha habla francés!

– ¿Sí?

– Bueno, de que lo hable, no puedo estar segura -reconoció Violet-, pero la sorprendí mirando un libro escrito en francés que estaba en el escritorio de Francesca.

– Mirar no es lo mismo que leer, madre.

Ella lo miró impaciente.

– Te lo digo, vi cómo movía los ojos. Estaba leyendo.

– Si tú lo dices, debes tener razón.

– ¿Eso es un sarcasmo? -preguntó ella, con los ojos entrecerrados.

– Normalmente diría que sí -respondió él sonriendo-, pero en este caso lo he dicho en serio.

– Tal vez es la hija repudiada de una familia aristocrática -musitó Violet.

– ¿ Repudiada?

– Por quedar embarazada -explicó ella.

Benedict no estaba acostumbrado a que su madre hablara con tanta franqueza.

– Eh, no -dijo, pensando en la firmeza con que Sophie se negó a ser su querida-. No lo creo.

Pero entonces pensó ¿por qué no? Tal vez se negaba a traer al mundo un hijo ilegítimo porque ya había tenido un hijo ilegítimo y no quería repetir el error. De pronto sintió un sabor amargo en la boca. Si Sophie había tenido un hijo, quería decir que había tenido un amante.

– O tal vez es la hija ilegítima de un noble -continuó Violet, entusiasmada con la tarea de descubrir la identidad de Sophie.

Eso era considerablemente más creíble, pensó él. Y también más aceptable.

– Se podría pensar que él tendría que haber dispuesto para ella fondos suficientes para que no tuviera que trabajar como criada.

– Muchísimos hombres se desentienden totalmente de sus hijos bastardos -dijo Violet, arrugando la nariz, disgustada-. Es nada menos que escandaloso.

– ¿Más escandaloso que engendrar hijos bastardos?

La expresión de Violet se tornó muy malhumorada.

– Además -continuó Benedict, reclinándose y poniéndose pierna arriba-, si es la hija ilegítima de un noble y él se ocupó de ella tanto como para darle una buena educación cuando era niña, ¿por qué ahora está sin un céntimo?

– Mmm, ése es buen argumento. -Violet se golpeteó la mejilla con el índice, frunció los labios y continuó golpeteándose-. Pero no temas -dijo finalmente-, descubriré su identidad en menos de un mes.

– Te recomiendo que le pidas ayuda a Eloise -dijo Benedict, irónico.

– Buena idea -asintió Violet, pensativa-. Esa niña sería capaz de sonsacarle los secretos a Napoleón.

– Tengo que irme -dijo él, levantándose-. Estoy cansado del viaje y quiero llegar a casa.

– Siempre puedes disponer de esta casa.

Él le dirigió una media sonrisa. Nada le gustaba más a su madre que tener a sus hijos cerca.

– Necesito volver a mi morada -dijo, inclinándose a besarla en la mejilla-. Gracias por encontrarle un puesto a Sophie.

– ¿La señorita Beckett, quieres decir? -preguntó ella, curvando traviesamente los labios.

– Sophie, señorita Beckett -dijo él, fingiendo indiferencia-. Llámala como quieras.

Cuando se marchaba, no vio la ancha sonrisa que iluminaba la cara de su madre mirándole la espalda.

Debía evitar llegar a sentirse demasiado a gusto en la casa de lady Bridgerton, pensaba Sophie; después de todo se marcharía tan pronto como pudiera disponerlo todo. Pero al pasear la vista por su habitación, sin duda la más hermosa que había visto en toda su vida asignada a una criada, pensó en la amistosa actitud de lady Bridgerton y en su sonrisa llana…

No pudo evitar desear poder quedarse allí para siempre.

Pero eso era imposible. Eso lo sabía tan bien como sabía que su nombre era Sophia Maria Beckett y no Sophia Maria Gunningworth.

En primer lugar siempre corría el peligro de encontrarse con Araminta, sobre todo dado que lady Bridgerton la había ascendido de criada a doncella. Como doncella podría tocarle, por ejemplo, hacer el papel de acompañante de las hijas solteras, o acompañar a las señoras en las salidas de la casa. Salidas a lugares tal vez frecuentados por Araminta y sus hijas.

Y no le cabía la menor duda de que Araminta encontraría la manera de hacerle la vida un infierno. Araminta la odiaba de una manera que desafiaba toda razón, toda emoción. Si la veía en Londres, no se contentaría con simplemente hacer caso omiso de ella, no. Mentiría, engañaría y robaría con el solo fin de hacerle la vida más difícil a ella.

Así era el odio de Araminta.

Pero si era sincera consigo misma, el verdadero motivo de que no pudiera continuar en Londres no era Araminta. Era Benedict.

¿Como lograría evitar encontrarse con él, viviendo en la casa de su madre? En esos momentos estaba furiosa con él, más que furiosa, la verdad, pero en el fondo sabía que esa furia sería de muy corta duración. ¿Cómo podría resistirse a él día tras día, cuando con sólo verlo le flaqueaban las piernas de anhelo? Algún día él le sonreiría, con esa sonrisa sesgada, y ella tendría que aferrarse a un mueble para no caer derretida al suelo en un patético charco.

Se había enamorado del hombre que no debía. Jamás podría tenerlo según sus condiciones, y de ninguna manera podía aceptar las condiciones de él.

Su situación era irremediable.

Un enérgico golpe en la puerta la salvó de sumirse en pensamientos más deprimentes.

– ¿Sí?

Se abrió la puerta y entró lady Bridgerton.

Sophie se levantó al instante y se inclinó en una venia.

– ¿Necesitaba algo, milady?

– No, no, nada. Simplemente quería ver si te estabas instalando. ¿Se te ofrece algo?

Sophie pestañeó. ¿Lady Bridgerton le preguntaba a ella si se le ofrecía algo? Una relación señora criada más bien al revés.

– Eh, no, gracias -dijo-. Pero a mí me gustaría servirla en algo.

Lady Bridgerton desechó el ofrecimiento agitando una mano.

– No hay ninguna necesidad. Hoy debes pensar que no tienes nada en qué servirnos. Prefiero que te instales bien primero para que no tengas distracciones cuando comiences.

Sophie hizo un gesto hacia su pequeña bolsa.

– No es mucho el equipaje que tengo que deshacer. De verdad, me encantaría comenzar a trabajar inmediatamente.

– Tonterías. Ya estamos casi al final del día, y no tenemos planeado salir esta noche. La semana pasada las niñas y yo hemos tenido que arreglárnoslas con una sola doncella; ciertamente sobreviviremos una noche más.

– Pero…

– Basta de discutir, por favor. Un día libre es lo menos que puedo darte por salvar a mi hijo.

– Hice muy poco. Él se habría puesto bien sin mí.

– De todos modos, cuidaste de él cuando lo necesitaba, y por eso estoy en deuda contigo.

– Para mí fue un placer -repuso Sophie-. Era lo menos que podía hacer en gratitud a lo que hizo él por mí.

Entonces, ante su gran sorpresa, lady Bridgerton fue a sentarse en la silla de su escritorio. ¡Tenía un escritorio! Todavía estaba tratando de asimilar eso. ¿Qué criada ha tenido alguna vez un escritorio en su habitación?

– Bueno, pues, Sophie, dime -le dijo lady Bridgerton con una encantadora sonrisa, la que a ella le recordó al instante la sonrisa de lienedict-. ¿De dónde eres?