Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 14 de mayo de 1817.
A la mañana siguiente Sophie ya conocía a cinco de los hermanos de Benedict. Eloise, Francesca y Hyacinth vivían en la casa con su madre; Anthony había ido con su hijo menor a desayunar, y Daphne, que era la duquesa de Hasting, había acudido a la llamada de lady Bridgerton para ayudarla a planificar el baile de fin de temporada. Los únicos Bridgerton que le faltaba por conocer eran Gregory, que estaba en Eton, y Colin, el cual, según palabras de Anthony, estaba sólo Dios sabía dónde.
Aunque, si había de ser más exacta, a Colin ya lo conocía; lo conoció en el baile de máscaras. La aliviaba bastante que estuviera fuera de la ciudad. Dudaba de que la reconociera, después de todo Benedict no la había reconocido. Pero encontraba estresante e inquietante la idea de encontrarse nuevamente con él.
Como si eso importara, pensó, pesarosa. Todo le resultaba muy estresante e inquietante ese último tiempo.
No se llevó la menor sorpresa cuando Benedict se presentó en casa de su madre esa mañana a tomar el desayuno. Ella podría haberlo eludido totalmente si él no hubiera estado ganduleando en el corredor cuando ella iba de camino a la cocina, donde pensaba hacer su comida de la mañana con los demás criados.
– ¿Y cómo fue tu primera noche en Bruton Street número seis? -le preguntó, con esa sonrisa perezosa y masculina.
– Espléndida -respondió ella, dando un paso a un lado para hacer un amplio círculo al pasar por su lado.
Pero al dar ella el paso a la izquierda él dio un paso a la derecha y le bloqueó el camino.
– Me alegra que lo estés pasando bien.
Ella dio un paso a la derecha.
– Estaba -dijo intencionadamente.
Él era demasiado cortés para dar un paso a la izquierda, pero se las arregló para girarse y apoyarse en una mesa de tal forma que nuevamente le impidió pasar.
– ¿Te han enseñado la casa? -le preguntó.
– El ama de llaves.
– ¿Y el parque?
– No hay parque.
Él sonrió, sus ojos castaños cálidos y seductores.
– Hay un jardín.
– Más o menos del tamaño de un billete de libra -replicó ella.
– Sin embargo…
– Sin embargo debo tomar el desayuno -lo interrumpió ella.
Él se hizo a un lado gallardamente.
– Hasta la próxima vez -susurró.
Y Sophie tuvo la angustiosa sensación de que la próxima vez llegaría muy pronto.
Treinta minutos después, Sophie salió lentamente de la cocina, medio esperando que Benedict apareciera de repente por una esquina. Bueno, tal vez no medio esperando. A juzgar por la dificultad que sentía para respirar, lo más probable era que toda ella esperara.
Pero él no apareció.
Continuó avanzando. Seguro que bajaría corriendo la escalera en cualquier momento, avasallándola con su presencia.
Benedict continuó sin aparecer.
Abrió la boca y alcanzó a morderse la lengua, al darse cuenta de que estaba a punto de decir su nombre.
– Niña estúpida -masculló.
– ¿Quién es estúpida? -le preguntó Benedict-. Tú no, supongo.
Sophie pegó un salto de más de un palmo.
– ¿De dónde has salido? -le preguntó cuando ya casi había recuperado el aliento.
Él señaló una puerta abierta.
– De ahí -dijo él, su voz toda inocencia.
– ¿Así que ahora me metes sustos saliendo de los armarios?
– Noo -repuso él, ofendido-. Ésa es una escalera.
Sophie se asomó por un lado de él. Era la escalera lateral, la escalera de los criados. Ciertamente no era ése un lugar para que se pasearan los miembros de la familia.
– ¿Acostumbras a bajar a hurtadillas por la escalera de servicio? -le preguntó, cruzándose de brazos.
Él se le acercó, justo lo suficiente para hacerla sentir ligeramente incómoda y, aunque eso no lo reconocería jamás ante nadie, ni siquiera ante sí misma, ligeramente excitada.
– Sólo cuando quiero escabullirme de alguien.
– Tengo trabajo que hacer -dijo ella, intentando pasar por su lado.
– ¿Ahora?
– Sí, ahora -contestó entre dientes.
– Pero si Hyacinth está tomando el desayuno. No puedes arreglarle el pelo mientras come.
– También atiendo a Francesca y Eloise.
Él se encogió de hombros, sonriendo inocentemente.
– También están desayunando. De verdad, no tienes nada que hacer.
– Lo cual indica lo poco que sabes de trabajar para vivir -replicó ella-. Tengo que planchar, remendar, abrillantar…
– ¿Te hacen pulir la plata?
– ¡Zapatos! -dijo ella, casi gritando-. Tengo que abrillantar zapatos.
– Ah. -Apoyó un hombro en la pared y se cruzó de brazos-. Eso parece aburrido.
– «Es» aburrido -repuso ella, tratando de desentenderse de las lágrimas que le escocían los ojos.
Sabía que su vida era aburrida, pero le dolía oírlo decir a otra persona.
Él curvó la comisura de la boca en una perezosa y seductora sonrisa.
– Tu vida no tiene por qué ser aburrida, lo sabes.
– La prefiero aburrida -espetó ella, intentando pasar.
Él movió el brazo hacia un lado en un amplio gesto, invitándola a pasar.
– Si así es como la deseas.
– Así la deseo -dijo ella, pero las palabras no le salieron con la firmeza que habría querido-. Así la deseo -repitió.
Ah, bueno, no le servía de nada mentirse a sí misma. No deseaba esa vida, no. Pero así tenía que ser.
– ¿Quieres convencerte tú, o convencerme a mí? -le preguntó él dulcemente.
– No te voy a honrar con una respuesta -replicó ella, pero no lo miró a los ojos al decirlo.
– Será mejor que subas, entonces -dijo él, y arqueó una ceja al ver que ella no se movía-. Seguro que tienes muchísimos zapatos por limpiar.
Sophie subió corriendo la escalera, la de los criados, sin mirar atrás.
La vez siguiente Benedict la encontró en el jardín, ese trozo verde del que ella se burlara acertadamente comparando su tamaño con un billete de libra. Las hermanas Bridgerton habían ido a visitar a las hermanas Featherington, y lady Bridgerton estaba durmiendo una siesta. Sophie ya había planchado todos los vestidos y los tenía listos para el evento social de esa noche, había elegido cintas para el pelo que hicieran juego con cada vestido, y limpiado zapatos suficientes para toda la semana.
Terminado su trabajo, decidió tomarse un corto descanso e ir a leer en el jardín. Lady Bridgerton le había dicho que podía coger los libros que quisiera de su pequeña biblioteca, de modo que eligió una novela de reciente publicación y se instaló a leerla en un sillón de hierro forjado en el pequeño patio. Sólo llevaba leído un capítulo cuando oyó pasos provenientes de la casa. Consiguió no levantar la vista hasta cuando la cubrió una sombra. Previsiblemente, era Benedict.
– ¿Vives aquí? -le preguntó, sarcástica.
– No -repuso él, sentándose en el sillón del lado-, aunque mi madre vive diciéndome aquí que me sienta en casa.
A ella no se le ocurrió ninguna réplica ingeniosa de modo que se limitó a emitir un «mmm» y volvió a meter la nariz en el libro.
Él apoyó los pies en la mesilla que había delante.
– ¿Y qué estás leyendo hoy?
– Esa pregunta -contestó ella cerrando el libro pero dejando el dedo para marcar la página- da a entender que «estoy» leyendo, lo cual te aseguro que no puedo hacer mientras estás sentado aquí.
– Así de irresistible es mi presencia, ¿eh?
– Así de perturbadora.
– Eso es mejor que aburrida -observó él.
– Me gusta mi vida aburrida.
– Si te gusta tu vida aburrida, significa que no entiendes la naturaleza de la emoción.
Su tono de superioridad la indignó. Aferró el libro con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.
– Ya he tenido suficiente emoción en mi vida -replicó entre dientes-. Te lo aseguro.