– Me encantaría participar más en esta conversación -dijo él con voz arrastrada-, pero tú no has considerado conveniente contarme ningún detalle de tu vida.
– No ha sido por descuido.
Él chasqueó la lengua, desaprobador.
– Qué hostilidad.
Ella lo miró con los ojos agrandados.
– Me raptaste.
– Te coaccioné.
– ¿Quieres que te golpee?
– No me importaría -contestó él, mansamente-. Además, ahora que estás aquí, ¿de verdad fue tan terrible que te haya intimidado para que vinieras? Te gusta mi familia, ¿verdad?
– Sí, pero…
– Y te tratan bien, ¿verdad?
– Sí, pero…
– ¿Entonces cuál es el problema? -le preguntó él en tono más arrogante.
Sophie casi perdió los estribos. Estuvo a punto de levantarse de un salto, cogerlo por los hombros y sacudirlo, sacudirlo y sacudirlo, pero en el último instante comprendió que eso era exactamente lo que quería él. Por lo tanto, se limitó a sorber por la nariz y decir:
– Si no eres capaz de reconocer tú el problema, no tengo manera de explicártelo.
Él se echó a reír, el maldito.
– Buen Dios, ésa ha sido una hábil evasiva.
Ella abrió el libro.
– Estoy leyendo.
– Tratando al menos.
Ella pasó la página, aunque no había leído los dos últimos párrafos. La verdad era que sólo quería aparentar indiferencia a él, además, siempre podía retroceder y leerlos cuando él se hubiera marchado.
– Tienes el libro del revés -observó él.
Ella ahogó una exclamación y miró el libro.
– ¡Está bien!
– Pero tuviste que mirarlo para comprobarlo, ¿no? -dijo él sonriendo guasón.
– Voy a entrar -anunció ella, levantándose.
Él se levantó al instante.
– ¿Y vas a dejar este espléndido aire de primavera?
– Y a ti -replicó ella, aunque no le pasó inadvertido su gesto de respeto y cortesía. Los caballeros no solían levantarse por simples criadas.
– Ten piedad -susurró él-. Lo estaba pasando tan bien.
Ella pensó cuánto daño le haría si le arrojaba el libro. Tal vez no lo suficiente para compensar su pérdida de dignidad. La asombraba la facilidad con que él la enfurecía. Lo amaba desesperadamente, ya hacía tiempo que había dejado de mentirse respecto a eso, y sin embargo él era capaz de hacerle temblar de rabia todo el cuerpo con sólo una insignificante pulla.
– Adiós, señor Bridgerton.
– Hasta luego -respondió él haciéndole un gesto de despedida.
Sophie se detuvo, nada segura de que le gustara esa indiferente despedida.
– Creí que te marchabas -dijo él, con expresión levemente divertida.
– Y me voy -insistió ella.
Él ladeó la cabeza pero no dijo nada. No tenía para qué. La expresión vagamente burlona de sus ojos hablaba con bastante elocuencia.
Ella se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta que llevaba al interior, pero cuando estaba a mitad de camino, lo oyó decir:
– Tu vestido nuevo es muy bonito.
Se detuvo y suspiró. Bien podía haber pasado de falsa pupila de un conde a una simple doncella, pero los buenos modales eran buenos modales, y de ninguna manera podía hacer caso omiso de un cumplido. Girándose dijo:
– Gracias. Me lo regaló tu madre. Creo que era de Francesca.
Él se apoyó en la reja en una postura engañosamente perezosa.
– Es una costumbre, ¿verdad?, regalar vestidos a la doncella.
Ella asintió.
– Cuando ya están bien usados, lógicamente. Nadie regalaría un vestido nuevo.
– Comprendo.
Ella lo observó desconfiada, pensando por qué demonios le importaba el estado de su vestido.
– ¿No querías entrar?
– ¿Qué te traes entre manos?
– ¿Por qué crees que me traigo algo entre manos?
Ella frunció los labios y dijo:
– No serías tú si no estuvieras tramando algo.
– Creo que ése ha sido un cumplido -dijo él, sonriendo.
– No necesariamente; no era ésa la intención.
– De todos modos, lo tomo como cumplido -dijo él mansamente.
Ella no encontró una buena respuesta, así que no dijo nada. Tampoco avanzó hacia la puerta; no sabía por qué, puesto que había expresado muy claramente su deseo de estar sola. Pero sus palabras y sus sentimientos no siempre coincidían. En su corazón, suspiraba por ese hombre, soñaba con una vida que no podía ser.
No debería estar tan enfadada con él, pensó. Él no debería haberla obligado a venir a Londres en contra de sus deseos, cierto, pero no podía culparlo por haberle ofrecido el puesto de querida. Había hecho lo que habría hecho cualquier hombre de su posición. Ella no se hacía ninguna ilusión respecto a su lugar en la sociedad londinense. Era una criada, una sirvienta. Y lo único que la distinguía de los demás sirvientes era que había conocido el lujo de niña. La habían educado como a aristócrata, aun cuando fuera sin amor, y esa experiencia había configurado sus ideales y valores. Ahora estaba clavada para siempre entre dos mundos sin ningún lugar claro en ninguno de los dos.
– Estás muy seria -dijo él dulcemente.
Sophie lo oyó, pero ya no pudo apartar la mente de sus pensamientos.
Benedict se le acercó. Alargó la mano para tocarle la barbilla, pero se contuvo y la retiró. En ese momento había en ella un algo que la hacía intocable, inalcanzable.
– No soporto verte tan triste -le dijo.
Sus palabras lo sorprendieron. No había sido su intención decirle nada; simplemente se le escaparon de los labios.
Entonces ella lo miró.
– No estoy triste.
Él hizo un movimiento de negación con la cabeza, casi imperceptible.
– Hay una pena profunda en tus ojos. Rara vez desaparece.
Ella se tocó la cara, como si pudiera tocar esa pena, como si fuera sólida, como si se la pudiera quitar con una fricción.
Benedict le cogió la mano y la llevó a sus labios.
– Ojalá quisieras hacerme partícipe de tus secretos.
– No tengo ningún…
– No me mientas -dijo él, en tono más duro que el que hubiera querido-. Tienes más secretos que todas las mujeres que… -se interrumpió bruscamente, porque por su mente pasó como un relámpago la imagen de la mujer del baile de máscaras-. Más que casi todas las mujeres que conozco -concluyó.
Ella lo miró a los ojos por un brevísimo instante y desvió la vista.
– No hay nada malo en tener secretos. Si yo decidiera…
– Tus secretos te están comiendo viva -la interrumpió él con brusquedad. No quería estar ahí escuchando sus justificaciones, y la frustración estaba acabando con su paciencia-. Tienes la oportunidad de cambiar tu vida, de alargar la mano para coger la felicidad, pero no quieres hacerlo.
– No puedo -repuso ella.
La aflicción que él detectó en su voz, casi lo acobardó.
– Tonterías -dijo-. Puedes hacer lo que quieras. Lo que pasa es que no quieres hacerlo.
– No me pongas esto más difícil de lo que ya es -musitó ella.
Al oírla decir eso, algo se quebró dentro de él. Fue una extraña sensación, palpable, como de explosión, que le desencadenó un torrente de sangre que alimentó la rabia de frustración que llevaba hirviendo a fuego lento dentro de él desde hacía días.
– ¿Crees que para mí no es difícil? ¿Crees que no es difícil?
– ¡No he dicho eso!
Le cogió la mano y la acercó a él, estrechándola contra su cuerpo para que comprobara por sí misma lo terriblemente excitado que estaba.
– Ardo por ti -susurró, rozándole la oreja con los labios-. Todas las noches me paso horas despierto en la cama, pensando en ti, pensando por qué demonios estás en la casa de mi madre y no conmigo.
– Yo no quería…
– No sabes lo que quieres -interrumpió él.
Ésa era una afirmación cruel, tremendamente desdeñosa, pero ya no le importaba. Ella lo había herido de una manera que no habría creído posible, con una potencia de la que no la habría imaginado poseedora. Ella había preferido una vida de pesado trabajo a una vida con él, y ahora él estaba condenado a verla casi cada día, a verla, saborearla y olerla justo lo suficiente para mantener vivo y fuerte su deseo.