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Una tarde, alrededor de una semana después de lo que ella había comenzado a llamar «el gran beso», Eloise preguntó:

– ¿Dónde creéis que podría estar Benedict?

– ¡Ay!

Cuatro caras Bridgerton se giraron hacia Sophie.

– ¿Te sientes mal? -le preguntó lady Bridgerton, con la taza detenida a medio camino entre el platillo y su boca.

– Me pinché el dedo -contestó Sophie, haciendo una mueca.

Los labios de lady Bridgerton se curvaron en una misteriosa sonrisita.

– Madre te ha dicho -dijo Hyacinth, de catorce años- por lo menos mil veces…

– ¿Mil veces? -preguntó Francesca con las cejas arqueadas.

– Cien veces -corrigió Hyacinth, mirando furiosa a su hermana- que no tienes que traer tus remiendos al té.

Sophie tuvo que reprimir una sonrisa.

– Me sentiría una holgazana si no los trajera -dijo.

– Bueno, yo no voy a traer mi bordado -declaró Hyacinth, aunque nadie le había pedido que lo trajera.

– ¿Te sientes una holgazana? -le preguntó Francesca.

– Ni lo más mínimo -replicó Hyacinth.

– Has hecho sentirse holgazana a Hyacinth -dijo Francesca a Sophie.

– ¡No me siento holgazana! -protestó Hyacinth.

– Llevas bastante tiempo trabajando en el mismo bordado, Hyacinth -dijo lady Bridgerton, después de acabar de tragar un sorbo de té-. Desde febrero, si no me falla la memoria.

– Nunca le falla la memoria -explicó Francesca a Sophie.

Hyacinth dirigió una mirada furibunda a Francesca, que sonrió a su taza de té.

Sophie tosió para ocultar su sonrisa. Francesca, que a sus veinte años era sólo un año menor que Eloise, tenía un sentido del humor pícaro y provocador. Algún día Hyacinth estaría a su altura, pero aún no había llegado ese momento.

– Nadie ha contestado mi pregunta -terció Eloise, dejando la taza en el plato con un fuerte clac-. ¿Dónde está Benedict? No lo veo desde hace siglos.

– Hace una semana -enmendó lady Bridgerton.

– ¡Ay!

– ¿No te has puesto el dedal? -preguntó Hyacinth a Sophie.

– Normalmente no soy tan torpe -masculló Sophie.

Lady Bridgerton se llevó la taza a la boca y la mantuvo ahí un buen rato.

Sophie apretó los dientes y reanudó su trabajo con renovado brío. La sorprendía mucho que Benedict no se hubiera presentado en la casa en toda la semana, desde el «gran beso». Se había sorprendido asomándose a las ventanas, metiendo la nariz en los rincones, siempre con la esperanza de verle.

Pero él no estaba nunca.

No sabía discernir si se sentía decepcionada o aliviada. O las dos cosas. Las dos cosas, ciertamente, concluyó, exhalando un suspiro.

– ¿Has dicho algo, Sophie? -le preguntó Eloise.

– No -repuso ella, negando con la cabeza, pero sin apartar los ojos de su pobre índice maltratado.

Arrugando la nariz se apretó la yema y vio formarse lentamente una gotita de sangre.

– ¿Dónde está? -insistió Eloise.

– Benedict tiene treinta años -dijo lady Bridgerton apaciblemente-. No tiene por qué informarnos de todas sus actividades.

Eloise emitió un fuerte bufido.

– Eso es un cambio radical respecto a la semana pasada, madre -comentó.

– ¿Qué quieres decir?

– «¿Dónde está Benedict?» -remedó Eloise, en una buena imitación de su madre-. «¿Cómo se atreve a marcharse sin decir palabra? Es como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.»

– Eso era diferente -dijo lady Bridgerton.

– ¿En qué? -preguntó Francesca, que tenía puesta su habitual sonrisa guasona.

– Había dicho que iría a la fiesta de ese horrendo muchacho Cavender, y después no volvió, mientras que esta vez… -se interrumpió y frunció los labios-. ¿Y por qué habría de explicaros mis motivos?

– No logro imaginarlo -masculló Sophie.

Eloise, que estaba a su lado, se atragantó con el té.

Francesca se apresuró a darle unas palmadas en la espalda y se inclinó a preguntar:

– ¿Dijiste algo, Sophie?

Negando con la cabeza, Sophie enterró la aguja para dar la siguiente puntada en el dobladillo que estaba repasando y erró totalmente el blanco.

Eloise la miró de reojo, bastante extrañada.

Lady Bridgerton se aclaró la garganta.

– Bueno, creo que… -se interrumpió y ladeó la cabeza-. Oye, ¿hay alguien en el corredor?

Ahogando un gemido, Sophie miró hacia la puerta, esperando ver entrar al mayordomo. Wickham siempre la miraba desaprobador antes de decir cualquier recado o noticia que llevara. No aprobaba que la doncella tomara el té con las señoras de la casa, y si bien nunca expresaba su opinión sobre el asunto delante de las Bridgerton, rara vez se tomaba la molestia de impedir que se le reflejara la opinión en la cara.

Pero no fue Wickham el que apareció en la puerta, sino Benedict.

– ¡Benedict! -exclamó Eloise levantándose al instante-. Justamente estábamos hablando de ti.

– ¿Ah, sí? -dijo él, mirando a Sophie.

– Yo no -masculló ella.

– ¿Dijiste algo, Sophie? -preguntó Hyacinth.

– ¡Ay!

– Tendré que quitarte esa costura -dijo lady Bridgerton sonriendo divertida-. Habrás perdido una pinta de sangre cuando haya acabado el día.

Sophie dejó a un lado la costura disponiéndose a levantarse.

– Iré a buscar un dedal.

– ¡¿No tienes dedal?! -exclamó Hyacinth-. Yo jamás soñaría ron remendar algo sin un dedal.

– ¿Y alguna vez has soñado con remendar? -le preguntó Francesca, sonriendo burlona.

Hyacinth le dio un puntapié, con lo que casi volcó el servicio de té.

– ¡Hyacinth! -la regañó lady Bridgerton.

Sophie miró hacia la puerta, tratando de fijar los ojos en cualquier cosa que no fuera Benedict. Se había pasado toda la semana deseando verlo, y ahora que estaba ahí, lo único que deseaba era escapar. Si le miraba a la cara, su mirada se desviaría inevitablemente hacia sus labios, y si le miraba los labios, sus pensamientos irían inmediatamente a ese beso, y si pensaba en ese beso…

– Necesito ese dedal -dijo, levantándose de un salto. Había ciertas cosas que no se debían pensar en público.

– Eso dijiste -comentó Benedict, alzando una ceja en un arco perfecto, y perfectamente arrogante.

– Está abajo -explicó ella-, en mi habitación.

– Pero si tu habitación está arriba -observó Hyacinth.

Sophie la habría matado.

– Eso fue lo que dije -dijo ella entre dientes.

– No dijiste eso -rebatió Hyacinth, muy segura.

– Sí, dijo eso -afirmó lady Bridgerton-. Yo la oí.

Sophie giró la cabeza para mirar a lady Bridgerton y al instante comprendió que ésta había mentido.

– Tengo que ir a buscar ese dedal -dijo, más o menos por enésima vez.

Corrió hacia la puerta, atragantándose con la saliva al acercarse a Benedict.

– No querría que te hicieras daño -dijo él, haciéndose a un lado para dejarla pasar por la puerta. Pero cuando ella pasó, se le acercó un poco y susurró-: Cobarde.

Ella sintió arder las mejillas, y cuando ya había bajado media escalera, cayó en la cuenta de que tenía que haber subido a su habitación. Maldición, no deseaba volverse y pasar nuevamente junto a Benedict. Lo más probable era que él continuara de pie en la puerta, y curvaría los labios cuando ella pasara, en una de esas sonrisas levemente burlonas, levemente seductoras que siempre conseguían quitarle el aliento.

Qué desastre. De ninguna manera podía continuar en esa casa. ¿Como podría continuar con lady Bridgerton cuando cada vez que veía a Benedict se le licuaban las rodillas? Sencillamente no tenía la fuerza. Él la conquistaría, la haría olvidar todos sus principios, todos sus juramentos. Tendría que marcharse. No tenía otra opción.