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Y eso era terrible también, porque le gustaba trabajar para las hermanas Bridgerton. La trataban como a un ser humano, no como a un caballo de tiro. Le hacían preguntas y parecían interesarse en sus respuestas.

Ella no era una de ellas, cierto, jamás lo sería, pero ellas le hacían fácil imaginar, simular, que lo era.

Y por encima de todo, lo único que de verdad había deseado en su vida era una familia.

Con las Bridgerton, casi podía simular que tenía una familia.

– ¿Te has extraviado?

Levantó la vista y vio a Benedict en lo alto de la escalera, apoyado despreocupadamente en la pared. Miró el suelo y cayó en la cuenta de que seguía a mitad de la escalera.

– Voy a salir.

– ¿A comprar un dedal?

– Sí -respondió ella, retadora.

– ¿No necesitas dinero?

Podía mentirle y decirle que llevaba dinero en el bolsillo o decirle la verdad y dejar al descubierto la patética tonta que era. O igual podía bajar corriendo la escalera y salir de la casa. Ésa era la salida cobarde, pero…

– Tengo que irme -masculló, y bajó tan rápido que se olvidó de que debía salir por la puerta de servicio.

Atravesó corriendo el vestíbulo, abrió la pesada puerta y bajó a tropezones la escalinata de entrada. Al tocar sus pies la acera, giró en dirección norte, no por ningún motivo en particular, sino simplemente porque tenía que ir a alguna parte. Y entonces oyó una vor. Una voz chillona, horrible, espantosa.

Dios santo, era la voz de Araminta.

Se le paró el corazón. Corrió hacia la pared y se apretó contra ella. Araminta estaba mirando hacia la calle, y a menos que se girara, no la vería.

Por lo menos era fácil permanecer en silencio cuando no se tenían fuerzas ni para respirar.

¿Y qué hacía ahí Araminta? La casa Penwood estaba por lo menos a unas ocho manzanas, más cerca de…

Entonces le vino el recuerdo. Lo había leído en Whistledown el año anterior, en uno de los pocos ejemplares que habían caído en sus manos cuando trabajaba para los Cavender. El nuevo conde de Penwood había decidido tomar residencia en su casa de Londres, por lo que Araininta, Rosamund y Posy se vieron obligadas a buscarse otra casa.

Pero ¿la casa vecina a la de los Bridgerton? Ni aunque lo hubiera intentado habría podido imaginarse una pesadilla peor.

– ¿Dónde está esa muchacha insufrible? -estaba diciendo Araminta.

Al instante Sophie sintió lástima de esa determinada muchacha. Habiendo sido la anterior «muchacha insufrible» de Araminta, sabía que ese puesto iba acompañado de muy pocos beneficios.

– ¡Posy! -chilló Araminta y fue a subir a un coche que estaba esperando.

Sophie se mordió el labio, con el corazón oprimido. En ese momento comprendió exactamente lo que debió ocurrir cuando ella se marchó. Araminta habría contratado una doncella, y seguro que la trataría horrorosamente, pero no podía degradarla y humillarla del mismo modo que a ella. Había que conocer a la persona y odiarla realmente para ser tan cruel. Cualquier criada no le serviría. Y puesto que Araminta necesitaba humillar a alguien, pues no podía sentirse bien consigo misma si no hacía sentirse mal a alguien, evidentemente eligió a Posy como cabeza de turco, o de turca, tal vez.

En ese momento Posy salió corriendo de la casa, con la cara pálida y ojerosa. Sophie la observó; se veía desgraciada, y tal vez un poco más gorda que hacía dos años. A Araminta no le gustaría nada eso, pensó tristemente. Araminta nunca había logrado aceptar que Posy no fuera menuda, rubia y hermosa, como ella y como Rosamund.

Si ella hahía sido el castigo de Araminta, Posy siempre había sido su desilusión, pensó.

Posy estaba agachada en lo alto de la escalinata, atándose las correas de los botines. Rosamund sacó la cabeza por la ventanilla del coche y gritó:

– ¡Posy!

Una voz chillona bastante poco atractiva, pensó Sophie.

– ¡Voy! -gritó Posy.

– ¡Date prisa!

Posy acabó de atarse las correas y bajó, pero en su prisa se le resbaló el pie en el último peldaño y al instante siguiente estaba tumbada en la acera.

Instintivamente Sophie dio un paso para correr a ayudarla, pero volvió a pegarse a la pared. Posy no se había hecho ningún daño, y no había nada en la vida que deseara menos que la posibilidad de que Araminta se enterara de que estaba en Londres, y justamente en la casa vecina.

Posy se levantó del suelo y dedicó un momento a mover el cuello, primero a la izquierda, luego a la derecha y…

Y entonces la vio. De eso no cabía la menor duda, porque agrandó los ojos, abrió ligeramente la boca y luego formó un pequeño morro con los labios, como para decir «¿Sophie?».

Sophie negó enérgicamente con la cabeza.

– ¡Posy! -gritó Araminta con voz airada.

Sophie volvió a negar con la cabeza, suplicándole con los ojos que no delatara su presencia.

– ¡Voy, madre! -gritó Posy y, después de hacerle un leve gesto de asentimiento a ella, subió al coche.

El coche emprendió la marcha y, por suerte, iba en la dirección opuesta a donde se encontraba ella.

A punto de desplomarse, estuvo un minuto entero apoyada en la pared sin moverse.

Y luego continuó inmóvil otros cinco.

No había sido la intención de Benedict ir a tomar el té con su madre y sus hermanas, aunque al llegar lo había pensado mejor. Pero en el momento en que Sophie salió corriendo de la sala de estar de arriba, perdió todo el interés en el té y los panecillos.

– Justo estaba preguntando dónde estarías -estaba diciendo Eloise.

– ¿Mmm? -Giró levemente la cabeza hacia la derecha y estiró el cuello, para ver cuánto de la calle lograba ver por la ventana desde ese ángulo.

– He dicho que estaba preguntando… -alcanzó a decir Eloise, casi a gritos.

– Eloise, baja la voz -la interrumpió lady Bridgerton.

– Pero es que no está escuchando.

– Si no está escuchando, gritando no vas a atraer su atención-dijo lady Bridgerton.

– Arrojarle un panecillo podría resultar -sugirió Hyacinth.

– Hyacinth, no te at…

Pero Hyacinth ya había arrojado el panecillo. Benedict se hizo a un lado un segundo antes de que el panecillo le rebotara en un lado de la cabeza. Lo primero que hizo fue mirar la pared, donde el panecillo había dejado una ligera mancha, y luego miró al suelo, donde había aterrizado, notablemente, en una sola pieza.

– Creo que ésa es la señal para que me marche -dijo afablemente, dirigiendo una fresca sonrisa a su hermana menor.

El panecillo volante le daba el pretexto perfecto para salir de la sala a ver si lograba seguirle el rastro a Sophie hasta donde fuera que creía que iba.

– Pero si acabas de llegar -dijo su madre.

Al instante él la observó con desconfianza. Ése no había sido ni remotamente el tono quejumbroso que empleaba habitualmente para decir «Pero si acabas de llegar». La verdad, no parecía molesta en lo más mínimo porque él pensaba marcharse.

Lo cual significaba que se traía algo entre manos.

– Podría quedarme -dijo, sólo para probarla.

– Oh, no -repuso ella, llevándose la taza a los labios, aunque él estaba seguro de que estaba vacía-. No permitas que te retengamos si estás ocupado.

Benedict trató de acomodar los rasgos en una expresión impasible, o por lo menos una que ocultara su sorpresa. La última vez que informó a su madre de que estaba «ocupado», ella reaccionó con un «¿Demasiado ocupado para tu madre?».

Su primer impulso fue afirmar «Me quedo» e instalarse en una silla, pero tuvo la sangre fría necesaria para comprender que quedarse ahí sólo para frustrar a su madre era bastante ridículo, cuando lo que de veras deseaba hacer era marcharse.

– Me voy, entonces -dijo finalmente, retrocediendo hacia la puerta.