– Vete -dijo ella, haciéndole un gesto de despedida-. Que te diviertas.
Benedict decidió salir antes de que ella se las arreglara para confundirlo más. Se agachó a recoger el panecillo, y lo lanzó suavemente a Hyacinth, que lo cogió al vuelo, sonriendo. Después hizo una inclinación hacia su madre y sus hermanas y salió al corredor. Cuando llegaba a la escalera alcanzó a oír decir a su madre:
– Creí que no se marcharía nunca.
Muy extraño, francamente.
Bajó de prisa la escalera, atravesó el vestíbulo con largas y tranquilas zancadas, y salió. Dudaba de que Sophie estuviera cerca de la casa, pero si había ido a comprar, sólo podía haber tomado una dirección. Giró a la derecha, con la intención de dirigirse a la pequeña hilera de tiendas, pero sólo había dado tres pasos cuando la vio. Ella estaba pegada a la pared de ladrillos exterior, con el aspecto de recordar apenas la forma de respirar. Corrió hacia ella.
– ¿Sophie? ¿Qué ha ocurrido? ¿Te sientes mal?
Ella se sobresaltó al verlo, después negó con la cabeza.
Él no la creyó, naturalmente, pero no le vio ningún sentido a decirle eso.
– Estás temblando -le dijo, mirándole las manos-. Dime qué ocurrió. ¿Alguien te molestó?
– No -dijo ella con voz temblorosa nada característica-. Sólo… esto… eh… -Miró hacia el lado y vio la escalinata-. Me tropecé al bajar y me asusté. -Sonrió débilmente-. Seguro que sabes lo que quiero decir, esa sensación de que te han dado un vuelco las entrañas.
Benedict asintió porque sabía qué quería decir, pero no porque la creyera.
– Ven conmigo.
Ella lo miró y había algo en esas profundidades verdes que a él le oprimió el corazón.
– ¿Adónde? -preguntó ella en un susurro.
– A cualquier parte, para no estar aquí.
– Eh…
– Vivo cinco casas más allá.
– ¿Sí? -preguntó ella con los ojos agrandados-. Nadie me lo había dicho.
– Te prometo que tu virtud estará a salvo -y luego añadió, simplemente porque no lo pudo evitar- A no ser que «tú» desees otra cosa.
Tuvo la impresión de que ella se habría resistido o protestado si no hubiera estado tan aturdida, pero se dejó llevar por la calle.
– Simplemente estaremos sentados en mi sala de estar hasta que te sientas mejor.
Ella asintió y él la hizo subir la escalinata y entrar en su casa, una modesta casa de ciudad un poco al sur de la de su madre.
Cuando ya estaban cómodamente instalados y él había cerrado la puerta para que no los molestara ningún criado al pasar, la miró pensando decirle «Ahora podrías contarme la verdad de lo que ocurrió», pero en el último minuto, algo lo obligó a morderse la lengua. Él podía preguntárselo, pero seguro que ella no se lo diría. Se pondría a la defensiva y eso no favorecería en nada su causa.
Poniéndose una expresión neutra en la cara, le preguntó:
– ¿Cómo encuentras trabajar para mi familia?
– Son muy simpáticas.
– ¿Simpáticas? -repitió él, sin poder evitar que se le reflejara la incredulidad en la cara-. Enloquecedoras, quizás, incluso agotadoras, pero ¿simpáticas?
– Yo las encuentro simpáticas -dijo Sophie firmemente.
Benedict sonrió porque quería muchísimo a su madre y sus hermanas, y le encantaba que Sophie estuviera empezando a quererlas, pero entonces cayó en la cuenta de que eso iba en contra de sus propios intereses, porque cuanto más se encariñara Sophie con ellas menos posibilides habría de que se deshonrara a sus ojos accediendo a ser su amante.
Maldición. Había cometido un grave error de cálculo al llevarla allí. Como había estado tan empeñado en que se viniera con él a Londres que ofrecerle un puesto en la casa de su madre le pareció la única manera de convencerla.
Eso, combinado con su buen poco de coacción.
Maldición, maldición, maldición. ¿Por qué no la había coaccionado a hacer algo que le hiciera más fácil arrojarse en sus brazos?
– Deberías agradecer a tus estrellas de la suerte por tenerlas -dijo ella, con la voz más enérgica de lo que le había salido en toda la tarde-. Yo daría cualquier cosa por… -no acabó la frase.
– ¿Darías cualquier cosa por qué? -le preguntó él, sorprendido de lo mucho que le interesaba oír la respuesta.
– Por tener una familia como la tuya -repuso ella, mirando tristemente por la ventana.
– No tienes a nadie -dijo él, no como pregunta, sino como afirmación.
– Nunca he tenido a nadie.
– ¿Ni siquiera a tu…? -Recordó que en un descuido ella le había dicho que su madre había muerto al nacer ella-. A veces no es fácil ser un Bridgerton -dijo, en tono intencionadamente alegre y afable.
Ella giró lentamente la cabeza y lo miró.
– No puedo imaginarme nada más agradable.
– Y no hay nada más agradable, pero eso no quiere decir que siempre sea fácil.
– ¿Qué quieres decir?
Y entonces Benedict se vio impulsado a expresar sentimientos que jamás había contado a ningún alma viviente, ni siquiera a su familia.
– Para la mayor parte del mundo -explicó-, sólo soy un Bridgerton. No soy Benedict, ni Ben y ni siquiera un caballero de posibles y algo de inteligencia. Soy simplemente -sonrió pesaroso- un Bridgerton. Concretamente, el Número Dos.
A ella le temblaron los labios y por fin sonrió.
– Eres mucho más que eso.
– Y así me gusta pensarlo, pero la mayor parte del mundo no lo ve así.
– La mayor parte del mundo es tonto y no te conoce.
Él se echó a reír. No había nada más atractivo que Sophie frunciendo el entrecejo.
– No encontrarás oposición en mí respecto a eso.
Pero entonces, justo cuando creía que había acabado ese tema, ella lo sorprendió diciendo:
– No te pareces en nada al resto de tu familia.
– ¿Cómo? -preguntó él, sin mirarla a los ojos. No quería que ella viera lo importante que era para él su respuesta.
– Bueno, tu hermano Anthony… -arrugó la cara, pensando-. El hecho de ser el mayor le ha alterado toda su vida. Evidentemente siente una responsabilidad hacia la familia que tú no.
– Vamos a ver, espera un mo…
– No me interrumpas -dijo ella, colocándole una mano tranquilizadora en el pecho-. No he dicho que no quieras a tu familia ni que no darías tu vida por cualquiera de ellos. Pero en el caso de tu hermano es diferente. Se siente responsable, y de verdad creo que se consideraría un fracaso si cualquiera de sus hermanos fuera desgraciado.
– ¿Cuántas veces has visto a Anthony?
– Una sola vez. -Tensó las comisuras de la boca como si quisiera reprimir una sonrisa-. Pero esa vez fue suficiente. En cuanto a tu hermano menor Colin… bueno, no lo he visto, pero he oído hablar mucho…
– ¿A quién?
– A todo el mundo. Por no decir que siempre lo mencionan en la hoja Whistledown, la que, he de confesar, he leído durante años.
– Entonces sabías de mí antes de conocerme.
Ella asintió.
– Pero no te conocía. Eres mucho más de lo que imagina lady Whistledown.
– Dime -dijo él, colocando la mano sobre la de ella-. ¿Qué ves?
Sophie lo miró a los ojos, examinó esas profundidades color chocolate y vio algo que jamás habría soñado que existía. Una diminuta chispa de vulnerabilidad, de necesidad.
Él necesitaba saber qué pensaba ella de él, que él era importante para ella. Ese hombre, tan seguro de sí mismo, necesitaba su aprobación.
Tal vez la necesitaba a ella.
Giró la mano hasta que se tocaron las palmas y con el índice de la otra mano trazó círculos y remolinos sobre la fina cabritilla de su guante.
– Eres… -comenzó, tomándose su tiempo, porque sabía que cada palabra pesaba más en ese intenso momento-. No eres del todo el hombre que presentas ante el resto del mundo. Te gusta que te consideren gallardo, elegante, irónico, perspicaz, y lo eres, pero bajo todo eso eres mucho más. Te importan las personas -continuó, consciente de que la voz le salía rasposa de emoción-. Te importa tu familia, e incluso te importo yo, aunque Dios sabe que no siempre me lo merezco.