– Siempre -interrumpió él, llevándose su mano a los labios y besándole la palma, con un fervor que a ella le cortó el aliento- Siempre.
– Y… y… -le costaba continuar, estando esos ojos fijos en los de ella con una emoción tan transparente.
– ¿Y qué? -la instó él en un susurro.
– Gran parte de lo que eres te viene de tu familia -dijo ella, casi a borbotones-. Eso es muy verdad. No se puede crecer con tanto amor y lealtad y no ser una persona mejor debido a eso. Pero en el fondo de ti, en tu corazón, en tu alma, está el hombre para ser el cual naciste. Tú, no el hijo de alguien, no el hermano de alguien. Tú.
Benedict la observó atentamente. Abrió la boca para hablar, pero descubrió que no tenía palabras. No había palabras para un momento como ese.
– En el fondo -continuó ella-, tienes el alma de un artista.
– Noo -dijo él, negando con la cabeza.
– Sí. He visto tus dibujos. Eres brillante. Yo no sabía cuánto hasta que conocí a tu familia. Los has captado a todos a la perfección, desde la expresión guasona de Francesca cuando sonríe hasta la travesura en la forma como Hyacinth pone los hombros.
– Nunca le he enseñado a nadie mis dibujos -reconoció él. Ella levantó bruscamente la cabeza.
– Noo. ¿En serio?
– A nadie.
– Pero es que son excelentes. Tú eres excelente. Estoy segura de que a tu madre le encantaría verlos.
– No sé por qué -dijo él, sintiéndose tímido-, pero nunca he deseado enseñárselos a nadie.
– Pero a mí me los enseñaste -dijo ella dulcemente.
– No sé, me pareció… bien.
Y entonces el corazón se saltó un latido, porque de pronto «todo» estaba bien.
La amaba. No sabía cómo ocurrió eso, sólo sabía que era cierto.
No era sólo que ella conviniera a sus necesidades corporales. Había habido montones de mujeres convenientes en ese sentido. Sophie era distinta. Lo hacía reír. Lo hacía desear hacerla reír. Y cuando estaba con ella…, bueno, cuando estaba con ella la deseaba desesperadamente, pero durante esos momentos en que su cuerpo lograba mantenerse controlado…
Se sentía contento, satisfecho.
Era extraño, eso de encontrar una mujer que pudiera hacerlo feliz con su sola presencia. Ni siquiera necesitaba verla, ni oír su voz, ni oler su aroma. Simplemente necesitaba saber que estaba ahí.
Si eso no era amor, no sabía qué era.
La contempló, tratando de prolongar el momento, de retener esos instantes de perfección total. Vio que algo se ablandaba en sus ojos, y el color pareció fundirse, convertirse de una brillante esmeralda en un musgo blando y armonioso. Se le entreabrieron y ablandaron los labios y comprendió que tenía que besarla, y no porque lo deseara, sino porque tenía que besarla.
La necesitaba junto a él, debajo de él, encima de él.
La necesitaba dentro de él, alrededor de él, como una parte de él.
La necesitaba como necesitaba el aire.
Y, pensó en ese último instante racional antes de que sus labios encontraran los de ella, la necesitaba en ese preciso momento.
Capítulo 17
Esta cronista ha sabido de muy buena tinta que hace dos días, cuando tomaba el té en Gunter's, a lady Penwood le golpeó un lado de la cabeza una galleta volante.
Esta cronista ha sido incapaz de determinar quién arrojó la galleta, pero todas las sospechas apuntan a las clientas más jóvenes del establecimiento: las señoritas Felicity Featherington y Hyacinth Bridgerton.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 21 de mayo de 1817.
Sophie la habían besado antes, Benedict la había besado antes, pero nada, ni un solo momento de un solo beso, la había preparado para ese beso.
No era un beso. Era el mismo cielo.
Él la besaba con una intensidad que casi no alcanzaba a comprender, acariciándola con los labios, rozando, mordisqueando, tentándola, atizando el fuego en su interior, incitándole el deseo de ser amada, el deseo de amar; y, Dios la amparara, cuando la besaba, lo único que deseaba hacer era besarlo también.
Lo oía susurrar su nombre, pero el susurro apenas le llegaba a través del rugido que sentía en los oídos. Eso era deseo; eso era necesiciad. Qué tonta había sido al pensar que podría negarse eso; qué engreimiento el suyo al creer qur podría ser más fuerte que la pasión.
«Sophie, Sophie», decía él una y otra vez, deslizándole los labios por las mejillas, el cuello, las orejas. Repetía su nombre tantas veces que parecía penetrarle la piel.
Sintió sus manos en los botones de su vestido, sintió soltarse la tela a medida que cada botón salía de su ojal. Eso era todo lo que siempre había jurado no hacer jamás, y sin embargo, cuando el corpiño le bajó a la cintura, dejándola impúdicamente al descubierto, gimió su nombre y arqueó la espalda, ofreciéndose a él como una especie de fruto prohibido.
Benedict dejó de respirar cuando la vio. Se había imaginado ese momento muchas veces, todas las noches cuando yacía en la cama, y en todos los sueños cuando estaba durmiendo. Pero eso, la realidad, era mucho más dulce que un sueño, y mucho más erótico.
Lentamente dezlizó hacia delante la mano con que le había estado acariciando la espalda para acariciarle la caja torácica.
– Eres preciosa -le susurró, incapaz de encontrar palabras más adecuadas.
No había palabras para expresar lo que sentía. Y cuando su temblorosa mano acabó su viaje y se posó sobre su pecho, se le escapó un trémulo gemido. Ya era imposible encontrar palabras; su necesidad era tan intensa, tan primitiva, que lo despojó de su capacidad de hablar. Demonios, escasamente podía pensar.
No sabía cómo esa mujer había llegado a significar tanto para él; tenía la impresión de que un día era una desconocida, y al siguiente le era tan indispensable como el aire. Y sin embargo eso no había ocurrido en un relámpago cegador. Había sido un proceso imprevisto, lento, tortuoso, que le fue coloreando calladamente las emociones hasta que comprendió que sin ella su vida carecía de sentido.
Le tocó la barbilla y le levantó la cara hasta poder mirarle los ojos; éstos parecían irradiar luz desde dentro, brillaban con lágrimas no derramadas. A ella también le temblaban los labios, y él comprendió que estaba tan afectada como él por ese momento.
Fue acercando su cuerpo lenta, muy lentamente. Quería darle la oportunidad de decir no. Lo mataría si decía no, pero peor sería escucharla lamentarlo en la proverbial mañana siguiente.
Pero ella no dijo no, y cuando él estaba a unas pocas pulgadas, ella cerró los ojos y ladeó ligeramente la cabeza, invitándolo silenciosamente a besarla.
Era extraordinario, pero cada vez que la besaba sentía más dulces sus labios, más seductor su aroma. Y aumentaba su necesidad también. Sentía acelerada la sangre de deseo, y tenía que valerse de hasta su última hilacha de control para no tumbarla sobre el sofá y arrancarle la ropa.
Eso vendría después, pensó, sonriendo para sus adentros. Esta vez, seguramente la primera para ella, sería lento, tierno, todo lo que soñaba una jovencita.
Bueno, tal vez no. Sonrió de verdad. A ella no se le habría ocurrido ni soñar con la mitad de las cosas que iba a hacerle.
– ¿De qué sonríes? -le preguntó ella.
Él se apartó un poco y le cogió la cara entre las manos.
– ¿Cómo sabes que sonreí?
– Sentí tu sonrisa en mis labios.
Él deslizó un dedo por el contorno de esos labios y luego le rozó la parte carnosa con el borde de la uña.
– Tú me haces sonreír -susurró-, cuando no me haces desear chillarte, me haces sonreír.
A ella le temblaron los labios y él sintió su aliento, caliente y húmedo en el dedo. Le cogió la mano y se la llevó a la boca, y con un dedo de ella se rozó los labios del mismo modo que le había rozado los labios a ella. Al verla agrandar los ojos, se metió el dedo en la boca y se lo chupó suavemente, lamiéndole y mordisqueándole la yema. Ella ahogó una exclamación, en un sonido dulce y erótico al mismo tiempo.