Eran miles las cosas que deseaba preguntarle, por ejemplo, cómo se sentía, qué sentía, pero lo aterraba que ella se echara atrás si él le daba la oportunidad de poner en palabras alguno de sus pensamientos. Por lo tanto, en lugar de hacerle preguntas, le dio besos, posando otra vez sus labios sobre los de ella, en una atormentadora y escasamente controlada danza de deseo.
Susurrando su nombre como una bendición, la fue haciendo descender sobre el sofá rozándole la espalda desnuda contra la tela del respaldo.
– Te deseo -gimió-. No puedes imaginarte cuánto. No tienes idea.
La única reacción de ella fue un suave y ronco gemido que pareció salirle del fondo de la garganta. Eso fue como echarle aceite al fuego que ardía dentro de él, y la aferró más fuerte con los dedos, enterrándoselos en la piel, mientras deslizaba los labios por la esbelta columna de su cuello.
Fue bajando, bajando los labios, dejándole una estela caliente en la piel, deteniéndose muy brevemente cuando llegó al comienzo de la elevación de su pecho. Ella ya estaba completamente debajo de él, sus ojos velados de deseo. Y eso era muchísimo mejor que cualquiera de sus sueños.
Y vaya si había soñado con ella.
Emitiendo un posesivo gruñido, se introdujo el pezón en la boca. A ella se le escapó un gritito, y él no pudo reprimir un ronco rugido de satisfacción.
– Shhh -la arrulló-, déjame…
– Pero…
Él le puso un dedo sobre los labios, tal vez con demasiada fuerza, pero es que se le estaba haciendo cada vez más difícil controlar sus movimientos.
– No pienses. Limítate a reposar la cabeza en el sofá y deja que yo te dé placer.
Ella pareció dudosa, pero cuando él pasó la boca al otro pecho y reanudó su asalto sensual, a ella se le velaron más los ojos, entreabrió los labios y apoyó la cabeza en los cojines.
– ¿Te gusta esto? -susurró él, siguiendo el contorno del pezón con la lengua.
Sophie no logró abrir los ojos, pero asintió.
– ¿Te gusta esto? -preguntó él, bajando la lengua por el costado del pecho y mordisqueando la sensible piel de más abajo.
Ella asintió, con la respiración superficial y rápida.
– ¿Y esto? -Le bajó más el vestido, y deslizó la boca hacia abajo, mordisquéandole suavemente la piel hasta llegar al ombligo.
Esta vez Sophie ni siquiera logró hacer un gesto de asentimiento. Dios santo, estaba prácticamente desnuda ante él y lo único que era capaz de hacer era gemir, suspirar y suplicar que continuara.
– Te necesito -susurró, jadeante.
– Lo sé -dijo él con la boca sobre la suave piel del abdomen. Sophie se agitó debajo de él, nerviosa, amilanada por esa primitiva necesidad de moverse. Sentía expandirse algo raro dentro de ella, una especie de calor, de hormigueo. Era como si ella misma se estuviera expandiendo, como preparándose para estallar, para salirse a través de la piel. Era como si, después de veintidós años de vida, estuviera por fin cobrando vida.
Deseosa de sentir la piel de él, le cogió la camisa de fino lino y la tironeó hasta sacarla de las calzas. Lo acarició, deslizando las manos por la parte inferior de su espalda, sorprendida y encantada al sentir estremecerse sus músculos al contacto con sus manos.
– Uy, Sophie -gimió él, estremeciéndose, cuando ella metió las manos bajo la camisa para acariciarle la piel.
Su reacción la envalentonó y lo acarició más, subiendo las manos hasta llegar a los hombros, anchos y musculosos.
Él volvió a gemir y se incorporó soltando una maldición en voz baja.
– Esta maldita camisa estorba -masculló, sacándosela y arrojándola al otro extremo de la sala.
Sophie tuvo un breve instante para mirarle el pecho desnudo antes de que él volviera a ponerse encima de ella; y esta vez sí estaban piel con piel.
Era la sensación más maravillosa que podría haberse imaginado. Sintió su piel cálida, y aunque sus músculos eran duros y potentes, su piel era seductoramente suave. Y olía bien, a una agradable y masculina combinación de sándalo y jabón.
Cuando él bajó la cabeza para besarle y mordisquearle el cuello, ella aprovechó para pasar los dedos por entre sus cabellos. Su pelo era abundante y fuerte, y le hacía cosquillas en el mentón.
– Ay, Benedict -suspiró-. Esto es absolutamente perfecto. No logro imaginarme nada mejor.
Él levantó la cabeza para mirarla, sus ojos oscuros tan pícaros como su sonrisa.
– Yo sí -dijo.
A ella se le abrió la boca como por voluntad propia, y pensó en qué aspecto debía tener, tumbada allí mirándolo como una idiota.
– Espera, ya verás -dijo él-. Tú espera.
– Pero… ¡Oh! -exclamó ella con un gritito cuando el le sacó los zapatos.
Entonces él cerró la mano en su tobillo y la deslizó hacia arriba, por toda la pierna.
– ¿Te imaginabas esto? -le preguntó, rozándole la corva de la rodilla.
Ella negó enérgicamente con la cabeza, tratando de no agitar el cuerpo por la sensación.
– ¿No? Entonces, seguro que no te has imaginado esto -dijo él soltándole las ligas.
– Uy, Benedict, no debes…
– Ah, no, «debo». -Le bajó las medias por las piernas con una torturante lentitud-. De verdad, debo.
Boquiabierta de placer, ella lo observó arrojar las medias al aire por encima de su cabeza. Sus medias no eran de la mejor calidad, pero de todos modos eran bastante ligeras, y flotaron un momento en el aire como vilanos de diente de león hasta aterrizar, una sobre una lámpara y la otra en el suelo.
Y cuando todavía se estaba riendo y mirando la media que colgaba como borracha de la pantalla de la lámpara, él la sobresaltó subiendo las manos por sus piernas hasta llegar a los muslos.
– Parece que nunca nadie te ha tocado aquí -dijo él, travieso.
Ella negó con la cabeza.
– Y parece que nunca te lo imaginaste.
Ella volvió a negar con la cabeza.
– Si no te has imaginado esto -le apretó los muslos, haciéndola lanzar un gritito y arquear el cuerpo-, entonces tampoco te has imaginado esto -añadió, deslizando los dedos hacia arriba, rozándole ligeramente la piel con las redondeadas uñas, hasta llegar a la mata de suave vello de la entrepierna.
– Eso no -dijo ella, más por reflejo que por otra cosa-. No puedes…
– Pues claro que puedo. Te lo aseguro.
– Pero… ¡Oooooh!
De repente se sintió como si el cerebro le hubiera salido volando por la ventana, porque le era imposible pensar en nada mientras los dedos de él la acariciaban ahí. Bueno, casi nada, porque sí era capaz de pensar en lo absolutamente inmoral que era eso y en que no deseaba por nada del mundo que él parara.
– ¿Qué me vas a hacer? -resolló, notando que se le tensaban todos los músculos mientras el movía los dedos de una manera particularmente perversa.
– Todo -repuso él, capturando sus labios con los de él-. Todo lo que deseas.
– Deseo… ¡Oooh!
– Te gusta, ¿verdad? -susurró él, con la boca pegada a su mejilla.
– No sé qué deseo -suspiró ella.
– Yo sí. -Deslizó la boca hacia la oreja y le mordisqueó suavemente el lóbulo-. Sé exactamente qué deseas. Fíate de mí.
Y así fue de fácil. Ella se entregó totalmente a él, y no era que no hubiera llegado ya a ese punto. Pero cuando él le dijo «Fíate de mí», y comprendió que se fiaba, algo cambió ligeramente en su interior. Estaba preparada para eso. Seguía estando mal, pero estaba dispuesta y lo deseaba, y por una vez en su vida haría algo insensato y descabellado, absolutamente atípico en ella.