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Como si él le hubiera leído los pensamientos, se apartó un poco y le ahuecó la enorme mano en la mejilla.

– Si quieres que pare tienes que decírmelo ahora -le dijo con una voz increíblemente ronca-. No dentro de diez minutos ni dentro de uno. Tiene que ser ahora.

Conmovida porque él se había tomado el tiempo para pedirle eso, le puso la mano en la mejilla igual como él a ella. Pero cuando abrió la boca, lo único que logró decir fue:

– Por favor.

En los ojos de él relampagueó el deseo y en el mismo instante cambió, como si algo hubiera estallado dentro de él. Desapareció el amante suave y lánguido, y fue reemplazado por un hombre poseído por el deseo. Sus manos estaban en todas partes, sobre sus piernas, alrededor de su cintura, acariciándole la cara. Y antes de que se diera cuenta, su vestido estaba en el suelo, al lado de una de sus medias. Estaba completamente desnuda; se sintió muy rara, pero al mismo tiempo muy bien, mientras él siguiera acariciándola.

El sofá era estrecho, pero eso no parecía importarle a Benedict mientras se quitaba las botas y las calzas. Estaba sentado junto a ella desvistiéndose, porque no podía dejar de tocarla, de acariciarla. Le llevó más tiempo desnudarse, pero por otro lado, tenía la extrañísima sensación de que perecería ahí mismo si se apartaba de ella.

Creía que había deseado a una mujer antes. Creía que había necesitado a una mujer. Pero eso, eso trascendía el deseo y la necesidad. Era algo espiritual; estaba en su alma.

Cuando terminó de quitarse la ropa, volvió a colocarse encima de ella, y se quedó así durante un estremecido momento para saborear la sensación de tenerla debajo, piel con piel, de la cabeza a los pies. Estaba duro como una piedra, más duro de lo que recordaba haber estado nunca, pero batalló con sus impulsos y procuró avanzar lentamente.

Ésa era la primera vez para ella. Tenía que ser perfecto.

Y si no perfecto, por lo menos condenadamente fabuloso.

Deslizó una mano por entre ellos y la tocó. Ella estaba preparada, más que lista para él. Le introdujo un dedo, y sonrió de satisfacción al sentir agitarse todo su cuerpo y tensarse alrededor de su dedo.

– Eso es muy… -dijo ella con la voz rasposa, resollante-. Muy…

– ¿Raro?

Ella asintió.

Él sonrió; una sonrisa lenta, como la de un gato.

– Te acostumbrarás -le aseguró-. Tengo la intención de acostumbrarte, mucho.

Sophie echó atrás la cabeza. Eso era locura, fiebre. Sentía acrecentarse algo dentro de ella, en el fondo de las entrañas, enrollándose, desenrollándose, vibrando, tensándola. Era algo que necesitaba salir, liberarse, algo que la oprimía, pero aún con toda esa opresión, era espectacularmente maravilloso, como si estuviera naciendo en ese momento.

– Ah, Benedict -suspiró-. Aaah, mi amor.

Él se quedó inmóvil, sólo una fracción de segundo pero eso hastó para que ella comprendiera que la había oído. Pero no dijo nada, simplemente le besó el cuello y le apretó la pierna mientras se situaba entre sus muslos y le tocaba la entrada con el miembro.

Ella entreabrió los labios, conmocionada.

– No te preocupes -le dijo él, alegremente, leyéndole la mente, como siempre-. Irá bien.

– Pero…

– Créeme -susurró él con los labios sobre los de ella.

Ella lo sintió entrar, lentamente. La sensación era de ensanchamiento, de invasión, pero no podía decir que fuera desagradable. Era… era…

– Estás muy seria -dijo él, acariciándole la mejilla.

– Es que estoy pensando cómo es la sensación.

– Si tienes la sangre fría para hacer eso quiere decir que no lo estoy haciendo nada bien.

Sobresaltada, ella lo miró. Él le estaba sonriendo, con esa sonrisa sesgada que nunca dejaba de reducirla a pulpa.

– Deja de pensar -musitó él.

– Pero es que es difícil no… ¡Oooh! -exclamó, poniendo los ojos en blanco y arqueándose.

Benedict hundió la cabeza en su cuello, para que ella no viera su expresión divertida. Le pareció que continuar moviéndose sería la mejor manera de impedir que ella analizara un momento que debería ser pura sensación y emoción.

Y eso hizo. Entrando y saliendo fue adentrándose inexorablemente hasta llegar a la frágil barrera de su virginidad.

Era la primera vez que estaba con una virgen, pensó, algo ceñudo. Había oído decir que dolía, que el hombre no podía hacer nada para evitar el dolor, pero seguro que si lo hacía con la mayor suavidad, a ella le sería menos doloroso.

La miró. Ella tenía la cara sonrosada y su respiración era rápida. Tenía los ojos velados, claramente extáticos de pasión.

Eso estimuló su ardor. La deseaba tanto, que le dolían hasta los huesos.

– Esto podría dolerte -le mintió.

Le dolería. Pero estaba desgarrado entre el deseo de decirle la verdad para que estuviera preparada y el de decirle la versión moderada para que no se pusiera nerviosa.

– No me importa -resolló ella-. Sigue, por favor. Te necesito.

Bajó la cabeza para darle un último y abrasador beso al tiempo que embestía impulsándose con las caderas. La sintió tensarse cuando le rompió la telita, y tuvo que morderse la mano para no eyacular en ese mismo instante.

Parecía más un muchacho novato de dieciséis años que un hombre experimentado de treinta.

Ella le producía eso. Sólo ella. Ese pensamiento le inspiraba humildad.

Apretando los dientes para controlar sus impulsos más bajos, comenzó a moverse dentro de ella, con lentos embites, cuando lo que en realidad deseaba era desenfrenarse totalmente.

– Sophie, Sophie -musitó, y siguió repitiendo su nombre en silencio para recordar que esta vez era para ella.

Estaba ahí para satisfacer las necesidades de ella, no las de él.

Sería perfecto. Tenía que ser perfecto. Necesitaba que a ella le gustara eso. Necesitaba que ella lo amara.

Ella ya había empezado a moverse, cada vez más rápido, y cada movimiento acicateaba su propio frenesí. Quería hacerlo más pausado, más suave, por ella, pero ella le estaba poniendo condenadamente difícil aguantarse. Sentía sus manos por todas partes, en las caderas, en la espalda, apretándole los hombros.

– Sophie -gimió otra vez.

No podría contenerse mucho rato más. No tenía la fuerza, no tenía la nobleza, no era…

– ¡Oooooooohhhh!

Ella se estremeció, arqueando el cuerpo y soltando un gritito. Le enterró los dedos en la espalda, arañándole la piel, pero a él no le importó. Lo único que sabía era que ella había llegado a su liberación, y eso era fantástico y, por el amor de Dios, por fin podía…

– ¡Aaahhhh!

Explotó. Ninguna otra palabra podía describirlo.

Por unos momentos, no pudo dejar de seguir moviéndose, nu pudo dejar de estremecerse, y de pronto, en un instante, se desmoronó, vagamente consciente de que la estaba aplastando; pero era incapaz de mover ni un solo músculo.

Debería decirle algo, decirle algo sobre lo maravilloso que había sido. Pero tenía la lengua torpe, sentía pesados los labios y, además, apenas podía abrir los ojos. Las palabras bonitas tendrían que esperar.

Sólo era un hombre al fin y al cabo, y tenía que recuperar el aliento.

– ¿Benedict? -susurró ella.

Él dejó caer la mano, rozándola ligeramente. Fue lo único que logró hacer para indicarle que la había oído.

– ¿Siempre es así?

Él movió la cabeza de uno a otro lado, con la esperanza de que ella sintiera el movimiento y entendiera que quería decir no.

Ella suspiró y pareció hundirse más en los cojines.

– Ya me lo parecía.

Benedict le besó el lado de la cabeza, que fue lo más lejos que logró llegar. No, no siempre era así. Había soñado con ella muchas veces, pero eso… eso…

Eso era mucho más que los sueños.

Sophie no lo habría creído posible, pero tenía que haberse quedado dormida, aún con el sensacional peso de Benedict aplastándola en el sofá y haciéndole un poco difícil respirar. Él debió quedarse dormido también, y al despertar la despertó a ella, con la repentina ráfaga de aire fresco que le dio en el cuerpo al quitarse él de encima.