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Él la cubrió con una manta antes de que ella tuviera la posibilidad de azorarse por su desnudez. Sonrió al mismo tiempo de ruborizarse, porque no era mucho lo que se podía hacer para aliviarle el azoramiento. Y no era que se arrepintiera de lo que acababa de hacer. Pero una mujer no pierde la virginidad en un sofá sin sentir un poco de vergüenza. Eso sencillamente no es posible.

De todos modos, colocarle la manta fue un gesto considerado, aunque no sorprendente. Benedict era un hombre considerado.

Pero estaba claro que él no compartía su recato, pensó, porque no hizo ni amago de cubrirse cuando atravesó la sala para ir a recoger la ropa que arrojara de cualquier manera. Lo miró descaradamente mientras él se ponía las calzas. Él estaba erguido y orgulloso, y la sonrisa con que la obsequió cuando la sorprendió mirándola fue cálida y franca.

Dios santo, cómo amaba a ese hombre.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó él.

– Muy bien. Estupendamente bien. -Sonrió tímida-. Espléndidamente.

Él recogió su camisa y metió un brazo.

– Enviaré a alguien a recoger tus cosas.

Ella pestañeó.

– ¿Qué quieres decir?

– No te preocupes, elegiré a uno que sea discreto. Sé que podría ser violento para ti ahora que conoces a mi familia.

Sophie se apretó la manta contra el cuerpo, deseando que su ropa no estuviera fuera de su alcance. Porque repentinamente se sintió avergonzada. Había hecho lo que siempre había jurado no hacer jamás, y ahora Benedict suponía que iba a ser su querida. ¿Y por que no habría de suponerlo? Era una suposición muy natural.

– Por favor, no envíes a nadie -dijo con una débil vocecita.

Él la miró sorprendido.

– ¿Prefieres ir tú?

– Prefiero que mis cosas sigan donde están -dijo dulcemente. Era más fácil decirle eso que decirle que no se convertiría en su querida.

Una vez, podía perdonársela. Una vez, podía incluso ser un recuerdo entrañable. Pero una vida con un hombre que no era su marido, eso sí sabía que no lo podría hacer.

Se miró el vientre, rogando que no hubiera allí un hijo que nacería ilegítimo.

– ¿Qué me has dicho? -le preguntó él, mirándole atentamente la cara.

– He dicho -ella, tragando saliva para pasar el nudo que se le había formado en la garganta- que no puedo ser tu querida.

– ¿Y cómo le llamas a esto? -preguntó él entre dientes, agitando los brazos hacia ella.

– Lo llamo un error de juicio -repuso ella, sin mirarlo a los ojos.

– Ah, ¿o sea que soy un error de juicio? -dijo él en un tono exageradamente agradable-. Qué bien. Creo que nunca antes lle sido un error de juicio de nadie.

– Sabes que no es eso lo que quise decir.

– ¿Sí? -Cogió una bota y se sentó en el brazo de un sillón a ponérsela-. Francamente, querida mía, ya no sé que quieres decir.

– No debería haber hecho esto.

Él giró bruscamente la cabeza para mirarla, la furia que despedían sus ojos reñida con la suavidad de su sonrisa.

– ¿Ahora soy un «no debería»? Excelente. Incluso mejor que un error de juicio. Suena mucho más malvado, ¿no crees? Un error es simplemente una equivocación.

– No hay ninguna necesidad de que trates esto de un modo tan repugnante.

Él ladeó la cabeza como si estuviera considerando esas palabras.

– ¿Eso he hecho? Yo creía actuar del modo más amistoso y comprensivo. Oye, ni gritos ni chillidos.

– Preferiría los gritos y chillidos a esto.

Él recogió el vestido y se lo lanzó, sin demasiada suavidad.

– Bueno, no siempre tenemos lo que preferimos, ¿verdad señorita Beckett? Yo puedo dar fe de eso.

Ella cogió el vestido y lo metió bajo la manta, con la esperanza de encontrar la manera de ponérselo sin retirar la manta.

– Será un estupendo truco si descubres la forma de hacerlo -le dijo él, mirándola con aire de superioridad.

Ella lo miró indignada.

– No te pediré que te disculpes de ese insulto.

– Bueno, eso es un alivio. Dudo de mi capacidad para encontrar las palabras.

– Por favor, no seas tan sarcástico.

– No estás en posición para pedirme nada -repuso él, con una sonrisa muy burlona.

– Benedict…

Él se inclinó sobre ella con una sonrisa groseramente impúdica.

– A no ser, claro, que me pidas que vuelva a acostarme contigo, lo que haría con mucho gusto.

Ella guardó silencio.

– ¿Sabes cómo sienta el verse rechazado? -continuó él, dulcificando un tanto la expresión de sus ojos-. ¿Cuántas veces crees que puedes rechazarme hasta que yo deje de intentarlo?

– No es que yo quiera…

– Vamos, déjate de esa vieja excusa. Está gastada. Si quisieras vivir conmigo, vivirías conmigo. Si te niegas es que no quieres.

– No lo comprendes -dijo ella en voz baja-. Tú siempre has estado en una posición en que puedes hacer lo que quieres. Algunos no tenemos ese lujo.

– Tonto de mí. Pensé que lo que te ofrecía era justamente ese lujo.

– El lujo de ser tu querida -dijo ella amargamente.

Él se cruzó de brazos, frunciendo los labios.

– No harás nada que no hayas hecho ya.

Ella decidió pasar por alto el insulto. No era más de lo que se merecía. Se había acostado con él. ¿Por qué no iba a pensar él que sería su querida?

– Me dejé llevar -contesto al fin-. Cometí un error. Pero eso no significa que deba cometerlo otra vez.

– Puedo ofrecerte una vida mejor -dijo él en voz baja.

– No seré tu querida -repuso ella, negando con la cabeza-. No seré la querida de ningún hombre.

Él entreabrió los labios, anonadado al entender el sentido de sus palabras. La miró incrédulo.

– Sophie, sabes que no puedo casarme contigo.

– Claro que lo sé -espetó ella-. Soy una criada, no una idiota.

Benedict trató de ponerse en su piel por un momento. Sabía que ella deseaba respetabilidad, pero tenía que entender que él no podía dársela.

– Sería difícil para ti también si me casara contigo -dijo dulcemente-. No te aceptarían. La alta sociedad sabe ser cruel.

A Sophie se le escapó una risita hueca.

– Lo sé -dijo, sonriendo sin humor-. Puedes estar seguro de que lo sé.

– ¿Entonces por qué…?

– Hazme un favor -interrumpió ella, desviando la cara para no continuar mirándolo-. Busca a alguien para casarte. Encuentra a una persona aceptable, que te haga feliz, y entonces déjame en paz.

Esas palabras dieron en el clavo. Repentinamente Benedict recordó a la dama del baile de máscaras. Ella era de su mundo, de su clase. Habría sido aceptable. Y mientras miraba a Sophie, que estaba acurrucuada en el sofá tratando de no mirarlo, cayó en la cuenta de que ésa era la mujer que siempre había visto en su mente cuando pensaba en el futuro, cuando se imaginaba con una esposa e hijos.

Había pasado los dos años pasados con un ojo puesto en la puerta de cada salón en que se encontrara, siempre esperando que entrara su dama del vestido plateado. A veces se sentía tonto, incluso estúpido, pero nunca había logrado borrarla de sus pensamientos.

Tampoco había logrado librarse del sueño, de aquel en que se casaba con ella y vivían felices para siempre.

Era una fantasía tonta para un hombre de su reputación, dulzona y sensiblera, pero no había podido evitarla. Ése era el resultado de criarse en una familia numerosa y amorosa: quería tener una familia igual.

Pero la misteriosa mujer del baile había sido apenas algo más que un espejismo. Demonios, si ni siquiera sabía cómo se llamaba. En cambio Sophie estaba allí.

No podía casarse con ella, pero eso no significaba que no pudieran vivir juntos. Eso significaría transigencia, principalmente por parte de ella, reconoció. Pero era posible. Y ciertamente serían más felices que si estuvieran separados.