Выбрать главу

– Sophie, sé que la situación no es ideal…

– No -interrumpió ella, en voz muy baja, apenas audible.

– Si quisieras escucharme…

– Por favor, no.

– Pero si no…

– ¡Basta! -exclamó ella, elevando peligrosamente el volumen de su voz.

Tenía los hombros tan tensos que casi le tocaban las orejas, pero Benedict continuó de todos modos. La amaba; la necesitaba. Tenía que hacerla entrar en razón.

– Sophie, sé que estarías de acuerdo si…

– ¡No quiero tener un hijo ilegítimo! -gritó ella, poniéndose de pie y tratando de envolverse en la manta-. ¡No quiero! Te amo, pero no tanto como para eso. A nadie amo tanto.

– Bien podría ser ya demasiado tarde para eso -musitó él mirándole el vientre.

– Lo sé -repuso ella en voz baja-, y eso ya me está royendo por dentro.

– Los remordimientos suelen hacer eso.

– No me arrepiento de lo que hicimos -dijo ella desviando la vista-. Ojalá pudiera. Sé que debería, pero no puedo.

Benedict se limitó a contemplarla. Deseaba entenderla, pero no lograba comprender cómo podía ser tan inflexible en su negativa a ser su querida y tener sus hijos y al mismo tiempo no lamentar haberse acostado con él.

¿Cómo podía decir que lo amaba? Eso le hacía aún más intenso el dolor.

– Si no hemos engendrado un hijo -continuó ella en voz baja-, me consideraré muy afortunada. Y no quiero volver a tentar a la suerte.

– No, sólo me tentarás a mí -dijo él, detestando la burla que detectó en su voz.

Ella hizo como si no lo hubiera oído y se arrebujó más la manta, mirando sin ver un cuadro de la pared.

– Tendré un recuerdo que mimaré siempre. Y por eso, supongo, no puedo arrepentirme de lo que hicimos.

– No te calentará por la noche.

– No -concedió ella tristemente-, pero llenará mis sueños.

– Eres una cobarde. Una cobarde por no tratar de hacer realidad esos sueños.

Ella se giró a mirarlo.

– No, cobarde no -dijo, con la voz extraordinariamente serena dada la ferocidad con que la miraba él-. Lo que soy es una hija ilegítima, una bastarda, Y antes de que digas que no te importa, permiteme que te diga que a mí sí. Y a todos los demás les importa. No ha pasado un sólo día sin que se me recuerde de alguna manera la ilegitimidad de mi nacimiento.

– Sophie…

– Si tuviera una hija -continuó ella, con la voz algo quebrada-, ¿sabes cuánto la amaría? Más que a mi vida, más que a mi respiración, más que a nada. ¿Cómo podría hacer a una hija mía el daño que me han hecho a mí? ¿Cómo podría someterla al mismo tipo de sufrimiento?

– ¿Rechazarías a tu hija?

– ¡Por supuesto que no!

– Entonces no sentiría el mismo tipo de sufrimiento -dijo él, encogiéndose de hombros-. Porque yo tampoco la rechazaría.

– No lo entiendes -dijo ella, acabando con un sollozo ahogado.

Él hizo como si no la hubiera oído.

– ¿Tengo razón en suponer que a ti te rechazaron tus padres?

Ella sonrió irónica.

– No exactamente. Desentenderse sería una mejor definición.

– Sophie -dijo él corriendo a cogerla en sus brazos-, no tienes por qué repetir los errores de tus padres.

– Lo sé -repuso ella, sin rechazar el abrazo pero sin corresponderlo tampoco-. Y por eso no puedo ser tu querida. No quiero revivir la vida de mi madre.

– No la rev…

– Dicen que una persona inteligente es aquella que aprende de sus errores -interrumpió ella con voz enérgica, silenciándolo-. Pero una persona verdaderamente inteligente es aquella que aprende de los errores de los demás. -Se apartó de él y levantó la cara para mirarlo-. Me agrada pensar que soy una persona verdaderamente inteligente. Por favor, no me quites eso.

Él vio en sus ojos un dolor desesperado, casi palpable, que le golpeó el pecho y lo hizo retroceder un paso.

– Querría vestirme -dijo ella volviéndose hasta darle la espalda-. Creo que deberías salir.

Él le miró la espalda unos segundos y luego dijo:

– Podría hacerte cambiar de opinión. Podría besarte y tú…

– No lo harías -repuso ella sin mover un músculo-. Eso no está en ti.

– Lo está.

– Me besarías y luego te odiarías. Y eso sólo llevaría un segundo.

Sin decir otra palabra él salió, y dejó que el ruido de la puerta al cerrarse le indicara su salida.

Entonces Sophie, con las manos temblorosas, dejó caer la manta y se arrojó en el sofá, manchando para siempre la delicada tela con sus lágrimas.

Capítulo 18

Estas dos últimas semanas han escaseado las posibilidades para las señoritas interesadas en el matrimonio y sus madres. Para empezar, no es abundante la cosecha de solteros esta temporada, puesto que dos de los mejores partidos de la temporada pasada, el duque de Ashbourne y el conde de Macclesfield, ya están engrilletados.

Para empeorar las cosas, han brillado por su ausencia los dos hermanos Bridgerton solteros (descontando a Gregory, pues a sus dieciséis años no está en posición de acudir en auxilio de ninguna de las pobres damitas del mercado del matrimonio). Colin, según se ha enterado esta cronista, está fuera de la ciudad, posiblemente en Gales o Escocia (aunque nadie parece saber a qué puede haber ido a Gales o Escocia a mitad de la temporada). La historia de Benedict es más desconcertante. Por lo visto está en Londres, pero evita todas las reuniones de la buena sociedad en favor de medios menos refinados.

Para ser fiel a la verdad, esta cronista no debería causar la impresión de que el señor Bridgerton ha pasado todas sus horas de vigilia en desenfrenado libertinaje. Si los informes son correctos, ha pasado estas dos semanas en sus aposentos de Brutton Street.

Puesto que no ha habido ningún rumor de que esté enfermo, esta cronista sólo puede suponer que finalmente ha llegado a la conclusión de que la temporada en Londres es absolutamente aburrida y no vale su tiempo. Hombre inteligente, sin duda.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de junio de 1817.

Sophie ya llevaba dos semanas enteras sin ver a Benedict. No sabía si sentirse complacida, sorprendida o decepcionada.

No sabía nada esos días. La mitad del tiempo se sentía como si ni siquiera se conociera a sí misma.

Estaba segura de que había tomado la decisión correcta al rechazar nuevamente la proposición de Benedict. Eso lo sabía en la cabeza, y aunque suspiraba por el hombre que amaba, lo sabía también en su corazón. Había sufrido demasiado a causa de su bastardía para arriesgarse a imponerle el mismo sufrimiento a un niño o niña, sobre todo si era hijo o hija de ella.

No, eso no era cierto. Se había arriesgado una vez. Y aunque lo intentara no podía lamentarlo; el recuerdo era preciosísimo. Pero eso no significaba que debiera volverlo a hacer.

Pero si estaba tan segura de que había hecho lo correcto, ¿por qué le dolía tanto? Se sentía como si el corazón se le estuviera rompiendo perpetuamente. Cada día se le desgarraba un poco más, y cada día se decía que el dolor no podía empeorar, que su corazón ya había acabado de romperse, que ya estaba total y absolutamente roto, y sin embargo cada noche lloraba hasta quedarse dormida, añorando a Benedict.

Y cada día se sentía peor.

A esto se sumaba su terror a dar un paso fuera de la casa, lo que intensificaba su angustia y nerviosismo. Estaba segura de que Posy la andaba buscando, y ciertamente era mejor que no la encontrara.

Y no era que creyera que Posy iba a revelar su presencia en Londres a Araminta; la conocía bastante bien, y estaba segura de que nunca faltaría a una promesa intencionadamente. Y el gesto de asen timiento que le hizo esa tarde cuando ella negaba con la cabeza podía considerarse una promesa.