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Pero, por fiel que fuera Posy en su corazón para cumplir promesas, desgraciadamente su boca la traicionaba. Y no era difícil imaginarse una situación, muchas situaciones en realidad, en que a Posy se le salía accidentalmente la revelación de que ella estaba en Londres. Lo cual significaba que su única ventaja era que Posy no sabia donde estaba viviendo. Podía suponer que esa tarde ella sólo iba pasando por ahí dando un paseo, o que tal vez había ido ahí a espiar a Araminta.

Y, sin duda alguna, eso último parecía horriblemente más creíble que la verdad: que lo que ocurrió fue que la chantajearon para que tomara el puesto de doncella justo en la casa de al lado.

Con todo esto, había pasado los días zarandeada por emociones que pasaban de melancolía a nerviosisimo y de sufrimiento por el amor frustrado a absoluto miedo.

Se las había arreglado para ocultar sus emociones, pero se daba cuenta de que estaba distraída y más callada, y sabía que lady Bridgerton y sus hijas también lo habían notado. La miraban con expresiones preocupadas y le hablaban con extraordinaria amabilidad. Y vivían preguntándole por qué no iba a tomar el té con ellas.

Iba a toda prisa con su cesto de costura por el corredor en dirección a su habitación, donde la esperaba un montón de ropa para arreglar, cuando la vio la señora Bridgerton.

– ¡Sophie! ¡Estás ahí!

Se detuvo y logró sonreír al hacerle la venia de saludo.

– Buenas tardes, lady Bridgerton.

– Buenas tardes, Sophie. Te he estado buscando por toda la casa.

Ella la miró sin expresión. Al parecer, últimamente lo hacía muchísimo. No era capaz de centrar la atención en nada.

– ¿Sí?

– Sí. Quería preguntarte por qué no has ido a tomar el té con nosotras en toda la semana. Sabes que siempre estás invitada cuando estamos en familia.

Sophie sintió subir el calor a las mejillas. Había evitado la hora del té porque le resultaba muy difícil estar en la misma habitación con todas las Bridgerton al mismo tiempo y no pensar en Benedict; todas se le parecían mucho. Además, siempre que estaban juntas se comportaban como una familia. Eso la hacía pensar en todo lo que no tenía ella, le recordaba lo que nunca había tenido: una familia propia. Alguien a quien amar, alguien que la amara, todo dentro de la respetabilidad del matrimonio.

Sabía que había mujeres capaces de trocar la respetabilidad por la pasión y el amor. Una gran parte de ella deseaba ser una de esas mujeres. Pero no lo era. El amor no era capaz de vencerlo todo, al menos en su caso.

– He estado muy ocupada -dijo finalmente.

Lady Bridgerton se limitó a sonreírle, con una leve sonrisa vagamente interrogante, imponiendo un silencio que la obligaba a decir algo más.

– Con los remiendos -añadió.

– Qué terrible para ti. No sabía que habíamos hecho tantos agujeros en las medias.

– ¡Noo, no es eso! -se apresuró a decir ella, arrepintiéndose al instante; había dejado escapar la excusa-. Tengo que remendar cosas mías también -improvisó

Tragó saliva al comprender tardíamente su error. Lady Bridgerton sabía muy bien que no tenía ropa fuera de la que ella misma le había regalado. Y que toda esa ropa estaba en perfectas condiciones. Además, era de muy mal gusto que ella arreglara su ropa durante el día, cuando su deber era atender a las niñas. Lady Bridgerton era una señora comprensiva; probablemente no le importaría, pero eso iba contra su propio código ético. Le habían dado un trabajo, uno bueno, y aunque entrañara desgarrarse el corazón día tras día, ella se enorgullecía de su trabajo.

– Comprendo -dijo lady Bridgerton, con esa enigmática sonrisa todavía en la cara-. Ciertamente podrías llevar ese trabajo al té.

– Ah, pero eso ni lo soñaría.

– Pero acabo de decirte que puedes.

Y a juzgar por el tono de su voz, Sophie comprendió que lo que quería decir era que «debía».

– Desde luego -musitó, y la siguió a la sala de estar de arriba.

Estaban todas las niñas ahí, en sus lugares habituales, riñendo, sonriendo y embromándose (aunque, afortunadamente, no arrojándose panecillos). También estaba la hija mayor, Daphne, la duquesa de Hasting, con su hija menor, Caroline, en brazos.

– ¡Sophie! -exclamó Hyacinth sonriendo de oreja a oreja-. Pensé que estarías enferma.

– Pero si me viste esta mañana cuando te peiné.

– Sí, pero estabas muy rara.

Sophie no encontró ninguna respuesta adecuada a eso, porque si que había estado rara; no podía contradecir la verdad. Por lo tanto, simplemente tomó asiento, y asintió cuando Francesca le ofreció una taza de té.

– Penelope Featherington dijo que vendría hoy -dijo Eloise a su madre cuando Sophie estaba tomando su primer sorbo.

Sophie no conocía personalmente a Penelope, pero lady Whistledown escribía con frecuencia acerca de ella. También sabía que era íntima amiga de Eloise.

– ¿Alguien se ha fijado que hace tiempo que Benedict no viene a vernos? -preguntó Hyacinth.

Sophie se pinchó el dedo, pero logró contener la exclamación de dolor.

– Tampoco ha ido a vernos a Simon y a mí -dijo Daphne.

– Bueno, me prometió que me ayudaría en aritmética -gruñó Hyacinth-, y ha faltado a su palabra.

– Seguro que no se ha acordado -terció lady Bridgerton diplomáticamente -. Tal vez si le enviaras una nota.

– O simplemente le golpearas la puerta -dijo Francesca, alzando ligeramente las cejas como extrañada de que no vieran lo evidente-. No vive tan lejos.

– Soy una mujer soltera -bufó Hyacinth-. No puedo visitar a un soltero en su casa.

Sophie tosió.

– Sólo tienes catorce años -dijo Francesca, desdeñosa.

– ¡De todas maneras!

– Deberías pedirle ayuda a Simón -sugirió Daphne-. Es mucho mejor para los números que Benedict.

– ¿Sabes?, tiene razón -dijo Hyacinth mirando a su madre, después de lanzar una mirada furiosa a Francesca-. Lo siento por Benedict, ya no me es de ninguna utilidad.

Todas se echaron a reír, porque sabían que era una broma. Todas a excepción de Sophie, que creía que ya no sabía reír.

– Ahora en serio -continuó Hyacinth-, ¿para qué es bueno? Simon es mejor para los números y Anthony sabe más historia. Colin es más divertido, claro, y…

– Arte -interrumpió Sophia en tono áspero, irritada porque la familia de Benedict no veía su individualidad ni sus puntos fuertes.

– ¿Qué has dicho? -le preguntó Hyacinth, mirándola sorprendida.

– Es bueno para el arte -repitió Sophie-. Bastante mejor que cualquiera de vosotras, me imagino.

Eso atrajo la atención de todas, porque si bien Sophie las había dejado ver su ingenio naturalmente agudo, normalmente hablaba con voz suave y jamás había dicho una palabra en tono duro a ninguna de ellas.

– No sabía que dibujaba -dijo Daphne, con tranquilo interés-. ¿O pinta?

Sophie la miró. De las mujeres Bridgerton era la que menos conocía, pero habría sido imposible no ver la expresión de aguda inteligencia en sus ojos. Daphne sentía curiosidad por el talento oculto de su hermano, le extrañaba su ignorancia al respecto y, principalmente, deseaba saber cómo era que ella sí lo sabía. En menos de un segundo, Sophie vio todo eso en los ojos de la joven duquesa. Y en menos de un segundo comprendió que había cometido un error. Si Benedict no había dicho nada a su familia sobre su arte, no le correspondía a ella decirlo.

– Dibuja -dijo finalmente, en un tono que esperaba fuera lo bastante seco para impedir más preguntas.

Y lo consiguió. Nadie dijo una palabra, aunque cinco pares de ojos continuaron mirándole atentamente la cara.

– Hace dibujos -musitó.

Miró las caras, una a una. Eloise estaba pestañeando rápidamente. Lady Bridgerton no pestañeaba en absoluto.

– Dibuja muy bien -continuó, dándose de patadas mentalmente mientras hablaba.