Había algo en el silencio de las Bridgerton que la impulsaba a llenar el vacío.
Finalmente, cuando el momento de silencio más largo entre ellas llenó el espacio de un segundo, lady Bridgerton se aclaró la garganta y dijo:
– Me encantaría ver uno de sus dibujos. -Se llevó la servilleta a los labios, aunque no había tomado ni un sólo sorbo de té. Siempre que él quiera enseñármelo, lógicamente.
Sophie se levantó.
– Creo que debo irme.
Los ojos de lady Bridgerton la clavaron donde estaba.
– Quédate, por favor -le dijo con una voz que era terciopelo sobre acero.
Sophie volvió a sentarse.
– ¡Creo que oigo a Penelope! -exclamó Eloise levantándose de un salto.
– No la has oído -dijo Hyacinth.
– ¿Por qué iba a mentir?
– No lo sé, pero…
Apareció el mayordomo en la puerta.
– La señorita Penelope Featherington -entonó.
Eloise miró a Hyacinth con los ojos agrandados como diciendo «¿Lo ves?».
– ¿Es mal momento? -preguntó Penelope.
– No -contestó Daphne, con una leve sonrisa vagamente divertida-, sólo uno extraño.
– Ah. Bueno, supongo que podría volver después.
– De eso ni hablar -dijo lady Bridgerton-. Haz el favor de sentarte a tomar té.
Sophie observó a la joven mientras tomaba asiento en el sofá, al lado de Francesca. Penelope no era una ninguna refinada beldad, pero sí muy atractiva a su nada complicada manera. Tenía el pelo castaño rojizo y las mejillas ligeramente espolvoreadas con pecas.
Su tez era un pelín cetrina, aunque tal vez eso tenía más que ver con su nada atractivo vestido amarillo que con cualquier otra cosa. Pensándolo bien, creyó recordar haber leído algo en la hoja de lady Whistledown acerca de los feos vestidos de Penelope. Qué lástima que la pobre muchacha no pudiera convencer a su madre para que la dejara usar el color azul.
Pero mientras observaba disimuladamente a Penelope se dio cuenta de que ésta la estaba examinando sin mucho disimulo.
– ¿Nos hemos visto? -le preguntó Penelope de pronto.
A Sophie la asaltó una horrorosa sensación, que le pareció premonitoria, o tal vez de algo… conocido, ya visto.
– Creo que no -se apresuró a contestar.
Penelope continuó mirándola sin pestañear.
– ¿Está segura?
– Bueno, eh… no veo cómo podríamos habernos conocido.
Penelope hizo una corta espiración y agitó la cabeza, como para limpiarla de telarañas.
– Sin duda tiene razón. Pero hay algo en usted que me resulta conocido.
– Sophie es nuestra nueva doncella -terció Hyacinth como si eso lo explicara todo-. Normalmente viene a tomar el té con nosotras cuando estamos en familia.
Sophie observó a Penelope mientras respondía algo, y repentinamente recordó. ¡Sí que había visto a Penelope antes! Fue en el baile de máscaras, tal vez no más de diez segundos antes de conocer a Benedict.
Acababa de entrar en el salón, y los jóvenes que se apresuraron a rodearla todavía iban caminando hacia ella. Penelope estaba allí, vestida con un atuendo verde bastante raro y un curioso sombrero; y no llevaba antifaz. Ella estaba mirándola, tratando de determinar de qué iba disfrazada, cuando un joven chocó con Penelope y ésta casi cayó al suelo. Ella alargó la mano y la ayudó a recuperar el equilibrio. Y sólo había alcanzado a decirle algo así como «Ya está» cuando la rodearon más jóvenes y las separaron.
Entonces apareció Benedict y ella sólo tuvo ojos para él. Hasta ese momento había olvidado a Penelope, y la abominable manera como la trataron los jóvenes caballeros.
Y era evidente que la ocasión había quedado enterrada en la memoria de Penelope también.
– Sin duda debo de estar equivocada -dijo Penelope cogiendo la taza que le ofrecía Francesca-. No es su cara, exactamente, sino más bien su manera de estar, si es que eso tiene algún sentido.
Sophie decidió que era necesaria una intervención persuasiva, de modo que se puso su mejor sonrisa social y dijo:
– Tomaré eso como un cumplido, puesto que estoy segura de que las damas con que se relaciona son verdaderamente elegantes y amables.
Pero en el instante en que cerró la boca comprendió que se había excedido. Francesca la estaba mirando como si le hubieran brotado cuernos, y se curvaron las comisuras de la boca de lady Bridgerton cuando dijo:
– Vaya, Sophie, juro que ésa es la frase más larga que has dicho en dos semanas.
Sophie se llevó la taza a los labios para ocultar un poco la cara.
– No me he sentido muy bien.
– ¡Oh! -exclamó alarmada Hyacinth-. Espero que no te sientas demasiado mal porque quería pedirte que me ayudaras esta tarde.
– Cómo no -dijo Sophie, impaciente por desviar la cara de Penelope, que seguía observándola como si fuera un rompecabezas humano-. ¿Qué necesitas?
– Prometí entretener a mis primos esta tarde.
– Ah, pues sí -dijo lady Bridgerton, dejando la taza en la mesa-. Casi lo había olvidado.
Hyacinth asintió.
– ¿Podrías ayudarme? Son cuatro. Demasiados para mí.
– Claro que sí. ¿Qué edades tienen?
Hyacinth se encogió de hombros.
– Entre seis y diez años -contestó lady Bridgerton, mirando desaprobadora a Hyacinth-. Son los hijos de mi hermana menor -añadió, dirigiéndose a Sophie.
– Ve a avisarme cuando lleguen -dijo Sophie a Hyacinth-. Me encantan los niños y te ayudaré con mucho gusto.
– Excelente -exclamó Hyacinth, jutando las manos-. Son unos críos tan activos que a mí sola me agotarían.
– Hyacinth, no eres una vieja decrépita -terció Francesca.
– ¿Cuándo fue la última vez que pasaste dos horas con cuatro niños menores de diez años?
– Basta -dijo Sophie, riendo por primera vez desde hacía dos semanas-. Yo te ayudaré. Nadie se agotará. Y tú deberías venir también Francesca. Lo pasaremos muy bien, estoy segura.
– ¿Es usted…? -comenzó Penélope, pero dejó sin terminar la pregunta-. Nada, no importa.
Pero cuando Sophie la miró, Penelope seguía mirándola con una expresión de lo más perpleja. De pronto abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla para decir:
– Sé que la conozco.
– Y seguro que tiene razón -dijo Eloise, sonriendo satisfecha-. Penelope jamás olvida una cara.
Sophie palideció.
– ¿Te sientes mal? -preguntó lady Bridgerton, inclinándose-. Estás muy pálida.
– Creo que algo me sentó mal -se apresuró a mentir Sophie, poniéndose la mano en el estómago, para dar más veracidad a sus palabras-. Tal vez la leche estaba cortada.
– Ay, Dios -exclamó Daphne, ceñuda, mirando a su bebé-. Le di un poco a Caroline.
– A mí me pareció buena -terció Hyacinth.
– Podría ser algo que comí esta mañana -dijo Sophie, para que Daphne no se preocupara-. De todos modos, creo que me iré a echar un rato. -Se levantó y dio un paso hacia la puerta-. Si le parece bien, lady Bridgerton.
– Por supuesto. Espero que te mejores pronto.
– Seguro que sí -repuso Sophie, sinceramente. Ya se sentía mejor, tan pronto como salió de la línea de visión de Penelope Featherington.
– Te iré a buscar cuando lleguen mis primos -le dijo Hyacinth.
– Si te sientes mejor -añadió lady Bridgerton.
Sophie asintió y se apresuró a salir, pero en el instante en que salía alcanzó a ver a Penelope observándola con una expresión tan atenta que la sobrecogió una horrorosa sensación de miedo.
Benedict estaba de mal humor desde hacía dos semanas. Y ese malhumor estaba a punto de empeorarle, pensó, caminando lentamente hacia la casa de su madre. Había evitado ir a la casa porque no quería ver a Sophie; no quería ver a su madre, la que advertiría su mal humor y le haría preguntas; no quería ver a Eloise, la que advertiría el interés de su madre y también intentaría interrogarlo; no quería ver a…