Demonios, no quería ver a nadie. Y dada la forma como había estado machacando las cabezas de sus criados de palabra, eso sí, (aunque de tanto en tanto con los puños en sus sueños), el resto del mundo haría bien en no querer verlo tampoco.
Pero quiso su suerte que en el instante en que ponía el pie en el primer peldaño de la escalinata, oyó gritar su nombre, y al girarse, vio a sus dos hermanos adultos caminando hacia él por la acera.
Se le escapó un gemido. Nadie lo conocía mejor que Anthony y Colin, y no había la más mínima posibilidad de que éstos no advirtieran ni comentaran algo como un corazón roto.
– Hace siglos que no te veo -dijo Anthony-. ¿Dónde has estado?
– Por aquí y por allá. En casa, principalmente. ¿Y tú dónde has estado? -preguntó a Colin.
– En Gales.
– ¿En Gales? ¿Y eso?
– Me apetecía -repuso Colin, encogiéndose de hombros-. Nunca había estado allí.
– La mayoría de las personas necesitarían un motivo algo más irresistible para marcharse a mitad de la temporada -comentó Benedict.
– Yo no.
Benedict lo miró fijamente. Anthony lo miró fijamente.
– Bueno, muy bien -dijo Colin enfurruñado-. Necesitaba alejarme. Madre ha iniciado conmigo ese cochino asunto del matrimonio.
– ¿Cochino asunto del matrimonio? -repitió Anthony, sonriendo divertido-. Te aseguro que la desfloración de la propia esposa no tiene nada de cochino.
Benedict mantuvo la expresión escrupulosamente impasible. Había encontrado una mancha de sangre en su sofá después de que le hiciera el amor a Sophie. Le había puesto un cojín encima, esperando que cuando alguno de los criados la viera, hubiera olvidado que había estado con una mujer allí. Le hacía ilusión creer que nadie del personal había estado escuchando en la puerta ni cotilleando, pero la propia Sophie le contó una vez que por lo general los sirvientes sabían todo lo que ocurría en una casa, y él tendía a pensar que tenía razón en eso.
Pero si se ruborizó, y sí que sintió acaloradas las mejillas, ninguno de sus hermanos lo notó, porque no dijeron nada, y si había algo en la vida tan cierto como, digamos, que el sol sale por el este, era que un Bridgerton jamás desaprovechaba la oportunidad de embromar y atormentar a otro Bridgerton.
– No para de hablarme de Penelope Featherington -refunfuñó Colin-. Vamos, conozco a la muchacha desde que los dos llevábamos pantalones cortos, eh, desde que yo llevaba pantalones cortos al menos. Ella llevaba… -Frunció más el entrecejo porque sus dos hermanos se estaban riendo-. Llevaba lo que fuera que usan las crías.
– ¿Vestidos? -suplió Anthony, generosamente.
– ¿Faldas? -sugirió Benedict.
– De lo que se trata -interrumpió Colin enérgicamente-, es de que la conozco de toda la vida y os puedo asegurar que no es probable que me enamore de ella.
– Se casarán antes del año -dijo Anthony a Benedict.
– ¡Anthony! -bramó Colin, cruzándose de brazos.
– Tal vez dentro de dos -dijo Benedict-. Es joven aún.
– A diferencia de ti -replicó Colin-. ¿Por qué madre me asedia a mí, digo yo? Buen Dios, tú tienes treinta y uno.
– ¡Treinta!
– De todas maneras, lo lógico sería que tú te llevaras la mayor parte del asedio.
Benedict frunció el ceño. Desde hacía un tiempo su madre había estado atípicamente reservada en sus opiniones sobre él y el matrimonio y sobre por qué debía casarse y pronto. Claro que esas últimas semanas él había evitado la casa de su madre como a la peste, pero incluso antes de eso ella no le había dicho ni una palabra sobre el tema.
Era de lo más extraño.
– En todo caso -estaba gruñendo Colin-, no me voy a casar pronto, y ciertamente no me voy a casar con Penelope Featherington.
– ¡Ah!
Era un «ah» femenino, y sin siquiera mirar, Benedict comprendió que estaba a punto de experimentar uno de los momentos más violentos de su vida. Atemorizado, levantó la cabeza y se giró hacia la puerta. Allí estaba Penelope Featherington, enmarcada a la perfección por dicha puerta abierta, sus labios entreabiertos por la sorpresa, sus ojos llenos de pena.
Y en ese momento él comprendió lo que tal vez había sido demasiado estúpido (y estúpidamente masculino) para ver: Penelope Featherington estaba enamorada de su hermano.
Colin se aclaró la garganta.
– Penelope -dijo, con una vocecita chillona, como si hubiera retrocedido diez años y estuviera en plena pubertad-, eh…, me alegra verte.
Miró a sus hermanos, esperando que lo salvaran diciendo algo, pero los dos habían decidido no intervenir. Benedict hizo un gesto de dolor para sus adentros. Ése era uno de esos momentos que sencillamente no se podían salvar.
– No sabía que estabas ahí -continuó Colin, titubeante.
– Eso es evidente -repuso Penelope, pero sin mucha energía.
Colin tragó saliva.
– ¿Viniste a ver a Eloise?
– Me invitaron -asintió ella.
– ¡Claro que te invitaron! -se apresuró a decir él-. ¡Claro que te invitaron! Eres una fabulosa amiga de la familia.
Silencio. Horrible, incómodo silencio.
– Como si fueras a venir sin invitación -masculló Colin.
Penelope no dijo nada. Trató de sonreír pero no lo consiguió. Finalmente, cuando Benedict pensó que la muchacha iba a pasar veloz junto a ellos y echar a correr calle abajo, ella miró a Colin y dijo:
– Nunca te he pedido que te cases conmigo.
Las mejillas de Colin se tiñeron de un rojo más subido que el que Benedict hubiera imaginado posible. Abrió la boca pero no le salió ningún sonido.
Ésa era la primera vez, y posiblemente sería la única, que Benedict veía a su hermano menor sin saber qué decir.
– Y nunca… -continuó Penelope, tragando saliva al cortársele la voz-. Nunca le he dicho a nadie que deseara que me lo pidieras.
– Penelope -logró decir Colin al fin-. Perdona, lo siento mucho.
– No hay nada que perdonar.
– Sí que lo hay -insistió él-. Herí tus sentimientos y…
– No sabías que yo estaba aquí.
– De todos modos…
– No te vas a casar conmigo -dijo ella, con voz hueca-. No hay nada malo en eso. Yo no me voy a casar con tu hermano Benedict.
Benedict había estado tratando de no mirar, pero al oír eso se irguió, atento.
– A él no le hiero los sentimientos cuando declaro que no me voy a casar con él. -Penelope giró la cabeza hacia Benedict y fijó sus ojos castaños en él-. ¿Verdad, señor Bridgerton?
– Claro que no -se apresuró a contestar él.
– Todo arreglado entonces -dijo ella entre dientes-. No se ha herido ningún sentimiento. Y ahora, si me disculpáis, caballeros, tendría que irme a casa.
Benedict, Anthony y Colin se apartaron cual aguas del Mar Rojo al bajar ella la escalinata.
– ¿No te acompaña una doncella? -le preguntó Colin.
– Vivo sólo a la vuelta de la esquina -contestó ella.
– Lo sé, pero…
– Yo te acompañaré -dijo Anthony tranquilamente.
– Eso no es necesario, milord, de verdad.
– Dame ese gusto -dijo él.
Ella asintió y los dos echaron a andar calle abajo.
Benedict y Colin se quedaron mirándolos alejarse, en silencio, durante treinta segundos enteros. Después Benedict se giró hacia su hermano y le dijo.
– Lo has hecho muy bien.
– ¡No sabía que estaba ahí!
– Es evidente -se burló Benedict.
– No te burles. Me siento fatal.
– Como debe ser.
– ¿Ah, y tú nunca has herido los sentimientos de una mujer sin darte cuenta?
El tono de Colin era defensivo, y tanto que Benedict comprendió que se sentía como un percebe.
Lo salvó de contestar la aparición de su madre en lo alto de la escalinata, enmarcada en la puerta más o menos igual que había estado Penelope hacía unos instantes.
– ¿Aún no ha llegado vuestro hermano? -preguntó Violet.