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– Fue a acompañar a la señorita Featherington a su casa -contestó Benedict, haciendo un gesto hacia la esquina.

– Ah, bueno. Qué atento. Quería… ¿adónde vas Colin?

– Necesito beber algo -repuso Colin, deteniéndose brevemente pero sin volver la cabeza.

– Es un poco temprano para…

Benedict la interrumpió colocándole una mano en el brazo.

– Déjalo.

Ella abrió la boca, como para protestar, pero cambió de opinión y se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

– Quería reunir a toda la familia para hacer un anuncio -suspiró-, pero supongo que eso puede esperar. Mientras tanto, ¿por qué no me acompañas a un té?

Benedict miró hacia el reloj del vestíbulo.

– ¿No es un poco tarde para el té?

– Sáltate el té entonces -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Simplemente buscaba un pretexto para hablar contigo.

Benedict logró hacer una débil sonrisa. No estaba de humor para conversar con su madre. Para ser franco, no estaba de humor para hablar con nadie, hecho que podían atestiguar todas las personas con que se había cruzado ese último tiempo.

– No es nada serio -lo tranquilizó Violet-. Cielos, tienes una cara como si te estuvieras preparando para ir a la horca.

Habría sido grosero decir que así era exactamente como se sentía, de modo que simplemente se inclinó a darle un beso en la mejilla.

– Bueno, eso es una agradable sorpresa -dijo ella, sonriéndole de oreja a oreja-. Ahora, ven conmigo -añadió, indicando con un gesto la sala de estar de abajo-. Hay una persona de la que quiero hablarte.

– ¡Madre!

– Simplemente escúchame. Es una muchacha encantadora…

La horca, desde luego.

Capítulo 19

La señorita Posy Reiling (la hijastra menor del difunto conde de Penwood) no es tema frecuente en esta columna (como tampoco es, lamenta decir esta cronista, objeto frecuente de atención en las funciones sociales), pero una no pudo dejar de observar que su comportamiento fúe muy extraño en la velada musical que ofreció su madre la noche del martes. Insistió en sentarse junto a la ventana y durante toda la actuación no hizo otra cosa que mirar hacia la calle, como si buscara algo, ¿o a alguien tal vez?

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 11 de junio de 1817.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos, Benedict estaba repantigado en el sillón con los ojos vidriosos. De tanto en tanto tenía que hacerse una revisión para asegurarse de que no le colgaba la mandíbula.

Así de aburrida era la conversación de su madre.

La damita de la que quería hablarle había resultado ser siete damitas, cada una de las cuales, le aseguraba, era mejor que la anterior.

Pensó que se iba a volver loco. Ahí mismo en la sala de estar de su madre se iba a volver loco furioso. De repente saltaría del sillón y se arrojaría al suelo, frenético, agitando brazos y piernas, echando espuma por la boca, y…

– Benedict, ¿me estás escuchando siquiera?

Él alzó la vista y pestañeó. Maldición, tendría que centrar la atención en la lista de posibles novias que le tenía su madre. La perspectiva de perder la cordura era infinitamente más atractiva.

– Te estaba hablando de Mary Edgeware -dijo Violet, con expresión más divertida que frustrada.

Al instante lo asaltó la desconfianza. Cuando se trataba del tema de arrastrar a sus hijos al altar, su madre jamás tenía expresión divertida.

– ¿Mary cuánto?

– Edge… bah, dejémoslo. Ya veo que no puedo competir con lo que sea que te atormenta en este momento.

– Madre…

Ella ladeó ligeramente la cabeza, sus ojos curiosos y tal vez algo sorprendidos.

– ¿Sí?

– Cuando conociste a padre…

– Ocurrió en un instante -dijo ella dulcemente, como si hubiera sabido lo que él le iba a preguntar.

– ¿O sea que supiste al instante que era él?

Ella sonrió y sus ojos adquirieron una expresión lejana, nebulosa.

– Uy, yo no lo habría admitido, al menos no inmediatamente. Me creía una muchacha práctica. Siempre me había mofado de la idea del amor a primera vista.

Se quedó callada y Benedict comprendió que ya no estaba en la sala con él sino en un baile de años atrás, conociendo a su padre. Pasado un rato, cuando él ya creía que ella había olvidado la pregunta, ella lo miró y dijo:

– Pero lo supe.

– ¿En el momento en que lo viste por primera vez?

– Bueno, la primera vez que hablamos, por lo menos.

Cogió el pañuelo que él le tendía y se lo pasó por los ojos, sonriendo tímidamente, como avergonzada de sus lágrimas.

Benedict sintió formarse un bulto en la garganta y desvió la cara, no fuera que ella viera que tenía los ojos empañados. ¿Lloraría alguien por él después de diez años de haber muerto? Inspiraba humildad estar en presencia del verdadero amor, pensó, y de pronto se sintió condenadamente envidioso de sus propios padres.

Ellos encontraron el amor y tuvieron la sensatez de reconocerlo y mimarlo. Pocas personas eran tan afortunadas.

– Había un algo en su voz tremendamente tranquilizador, muy cálido -continuó Violet-. Cuando hablaba, uno tenía la sensación de que era la única persona presente en la habitación.

– Lo recuerdo -dijo él, con una sonrisa cálida, nostálgica-. Toda una proeza ser capaz de hacer eso, con ocho hijos.

Violet tragó saliva como para ahogar un sollozo y dijo, con la voz nuevamente enérgica:

– Sí, bueno, no llegó a conocer a Hyacinth, así que digamos que sólo eran siete.

– De todas maneras…

– De todas maneras -asintió ella.

Benedict se inclinó a darle una palmadita en la mano. No supo por qué lo hizo; no había planeado hacerlo. Simplemente le pareció que era lo adecuado.

– Sí, bueno -dijo ella, dándole un suave apretón en la mano y volviendo a ponerla en su falda-. ¿Has preguntado por tu padre por algún motivo especial?

– No -mintió él-. Al menos no… Bueno…

Ella esperó pacientemente, con esa expresión apaciblemente expectante que hacía imposible ocultarle los sentimientos.

– ¿Qué pasa cuando uno se enamora de una persona inadecuada?

– Una persona inadecuada -repitió ella.

Benedict asintió, ya lamentando angustiosamente sus palabras. No debería haberle dicho nada a su madre, y sin embargo…

Suspiró. Su madre siempre había sido extraordinaria para escuchar. Y pese a todos sus fastidiosos métodos casamenteros, realmente estaba más cualificada que cualquiera de las personas que él conocía para dar consejos en asuntos del corazón.

Cuando Violet habló, daba la impresión de estar eligiendo cuidadosamente las palabras.

– ¿Qué quieres decir con una persona inadecuada?

– Alguien… -lo pensó un momento-. Una persona con la que probablemente no debería casarse alguien como yo.

– ¿Tal vez una persona que no es de nuestra clase social?

– Una persona así -contestó él, con los ojos clavados en un cuadro de la pared.

– Comprendo. Bueno… -arrugó un pelín la frente y continuó-: Supongo que dependería de a qué distancia está esta persona de nuestra clase social.

– Lejos.

– ¿Un poco lejos o muy lejos?

Benedict estaba convencido de que ningún hombre de su edad y reputación había tenido jamás una conversación así con su madre, pero contestó:

– Muchísimo.

– Comprendo. Bueno, yo diría… -Se mordió el labio inferior y estuvo así un momento-: Yo diría… -repitió en tono ligeramente más enérgico aunque nada enérgico si se midiera en términos absolutos -. Yo diría -repitió por tercera vez-, que te quiero muchísimo y te apoyaría en todo. -Se aclaró la garganta-. Si es que estamos hablando de ti.

No servía de nada negarlo, de modo que Benedict asintió.

– Pero -continuó Violet-, te recomendaría pensarlo bien. El amor es ciertamente el elemento más importante en cualquier unión, pero las influencias externas pueden crear tensiones en el matrimonio. Si te casas con una mujer de, digamos -se aclaró la garganta-, de la clase servil, serás objeto de mucho cotilleo y no poco ostracismo. Y eso será difícil de soportar para uno como tú.