Выбрать главу

– No, yo lo siento -contestó él, sentándose a su lado y cogiéndole las manos.

– No, yo… -de pronto sonrió-. Esto es muy tonto.

– Te amo -dijo él.

Ella entreabrió los labios.

– Quiero casarme contigo.

Ella dejó de respirar.

– Y no me importan tus padres ni el pacto de mi madre con lady Penwood para hacerte respetable. -La miró con los ojos ardientes de amor-. Me habría casado contigo fuera como fuera.

Sophie pestañeó. Sentía calientes y grandes las lágrimas en los ojos, y tuvo la molesta sospecha de que estaba a punto de hacer el ridículo lloriqueando y mojándolo entero. Consiguió pronunciar su nombre, pero no supo qué más decir.

Benedict le apretó las manos.

– No podríamos haber vivido en Londres, lo sé, pero no tenemos ninguna necesidad de vivir en Londres. Siempre que pensaba en lo que verdaderamente necesitaba en mi vida, no lo que deseaba sino lo que necesitaba, lo único que aparecía en mi mente eras tú.

– Eh…

– No, déjame terminar -dijo él, con la voz sospechosamente ronca-. No debería haberte pedido que fueras mi querida. Eso no fue correcto de mi parte.

– Benedict, ¿qué otra cosa podrías haber hecho? -le dijo ella dulcemente-. Me creías una sirvienta. En un mundo perfecto podríamos habernos casado, pero éste no es un mundo perfecto. Los hombres como tú no se casan con…

– Bueno, no fue incorrecto pedírtelo, entonces -dijo él. Trató de sonreír, y la sonrisa le salió sesgada-. Habría sido un tonto si no te lo hubiera pedido. Te deseaba tanto, tanto, y creo que ya te amaba. Y…

– Benedict, no tienes por qué…

– ¿Explicártelo? Sí que tengo. No debería haber insistido después que rechazaste mi proposición. Fui injusto al pedírtelo, sobre todo cuando los dos sabíamos que yo tendría que casarme finalmente. Moriría antes que compartirte con otro. ¿Cómo podía pedirte que hicieras eso tú?

Ella alargó la mano y le quitó algo de la mejilla. Cielo santo, ¿estaba llorando? Ni recordaba la última vez que lloró. ¿Cuando murió su padre, tal vez? Pero incluso entonces, derramó sus lágrimas en privado.

– Hay muchos motivos para amarte -le dijo, marcando cada palabra con esmerada precisión.

Sabía que la había conquistado; ella no iba a huir, sería su esposa. Pero de todos modos quería que el momento fuera perfecto. Un hombre sólo tiene una oportunidad para declararse a su verdadero amor, y él no quería estropearla.

– Pero una de las cosas que más me gustan -continuó – es que te conoces. Sabes quién eres y lo que vales. Tienes principios, Sophie, y te atienes a ellos. -Se llevó una mano a los labios para besarla-. Eso es muy excepcional.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él deseó abrazarla inmediatamente, pero tenía que terminar. Eran muchas las palabras que bullían dentro de él y tenía que decirlas todas.

– Además -le dijo, en voz más baja-, te tomas el tiempo para verme, para conocerme. A mí, a Benedict, no al señor Bridgerton, no al Número Dos. A Benedict.

Ella le acarició la mejilla.

– Eres la persona más maravillosa que conozco. Adoro a tu familia, pero a ti te amo.

Él la estrechó en sus brazos, no pudo evitarlo. Tenía que sentirla en sus brazos, cerciorarse de que estaba ahí y que siempre estaría ahí, con él, a su lado, hasta que la muerte los separara. Era raro, pero sentía la extrañísima necesidad de abrazarla, simplemente abrazarla.

La deseaba, por supuesto. Siempre la deseaba. Pero más que eso, deseaba abrazarla, olerla, sentirla.

Su presencia lo consolaba, comprendió. No necesitaban hablar. Ni siquiera necesitaban acariciarse aunque no iba a soltarla. Dicho simplemente, era un hombre más feliz, y muy posiblemente un hombre mejor, cuando ella estaba cerca.

Hundió la cara en su pelo, aspirando su aroma; olía a… Olía a…

Se apartó.

– ¿Te apetecería darte un baño?

A ella le subieron los colores al instante, se puso roja.

– Oh, no -gimió, apagando las palabras al cubrirse la boca con la mano-. Era terrible la suciedad en la celda, tuve que dormir en el suelo y…

– No me digas nada más -dijo él.

– Pero…

– Por favor.

Si oía una cosa más podría tener que matar a alguien. Mientras ella no hubiera sufrido un daño permanente, prefería no conocer los detalles.

– Creo -dijo, con un primer asomo de sonrisa en la comisura izquierda de la boca- que deberías darte un baño.

– Muy bien -asintió ella, poniéndose de pie-. Me iré derecho a la casa de tu mad…

– Aquí.

– ¿Aquí?

A él se le extendió la sonrisa hasta la comisura derecha.

– Aquí.

– Pero le dijimos a tu madre…

– Que estarías en casa a las nueve.

– Creo que dijo a las siete.

– ¿Sí? Qué raro, yo oí nueve.

– Benedict…

Él le cogió la mano y la tironeó hacia la puerta.

– Siete suena tremendamente parecido a nueve.

– Benedict…

– En realidad, suena más parecido a once.

– ¡Benedict!

Él la dejó junto a la puerta.

– Quédate aquí.

– ¿Que?

– No muevas ni un solo músculo -dijo él acariciándole la nariz con un dedo.

Sophie lo observó indecisa salir al corredor. Sólo tardó dos minutos en volver.

– ¿Adónde fuiste?

– A ordenar que prepararan un baño.

– Pero…

Él la miró con ojos muy, muy pícaros.

– Para dos.

Ella tragó saliva.

– Dio la casualidad de que ya estaban calentando agua.

– ¿Sí?

– No tardarán más de unos minutos en llenar la bañera.

Ella miró hacia la puerta principal.

– Ya son casi las siete.

– Pero tengo permiso para tenerte hasta las doce.

– ¡Benedict!

Él la acercó hacia él.

– Quieres quedarte.

– No he dicho eso.

– No tienes para qué. Si de verdad no estuvieras de acuerdo conmigo habrías hecho algo más que decir «¡Benedict!».

Ella no tuvo más remedio que sonreír; él le imitaba muy bien la voz.

Él curvó la boca en una sonrisa traviesa.

– ¿Me equivoco?

Ella desvió la vista, pero se le curvaron los labios.

– Creo que no -musitó él. Le hizo un gesto con la cabeza hacia la escalera-. Ven conmigo.

Ella fue.

Ante la gran sorpresa de Sophie, Benedict salió de la habitación para que ella se desvistiera. Retuvo el aliento cuando se sacó el vestido por la cabeza. Él tenía razón, olía fatal.

La doncella que preparó el baño había perfumado el agua con aceite aromático y un jabón espumoso que formaba burbujas en la superficie.

Cuando terminó de quitarse la ropa, metió un dedo del pie en el agua caliente. El resto del cuerpo no tardó en seguirlo.

Cielos. Era difícil creer que se había bañado sólo hacía dos días. Una noche en la cárcel la hacía sentirse como si fuera un año que no se bañaba.

Trató de despejarse la mente y disfrutar del placer del momento, pero le resultaba difícil disfrutar con la sensación de expectación que le iba aumentando en las venas. Cuando decidió quedarse sabía que Benedict planeaba unirse con ella. Podría haberse negado; con todos sus mimos y halagos, él la habría llevado de vuelta a la casa de su madre.

Pero ella había decidido quedarse. En algún momento, entre la puerta de la sala de estar y la escalera, comprendió que «deseaba» quedarse. Un larguísimo camino había llevado a ese momento, y no estaba nada dispuesta a renunciar a él, ni aunque sólo fuera hasta la mañana siguiente, cuando con toda seguridad él iría a desayunar en casa de su madre.