Tenar no tenía ni la más remota idea de qué pretendía decir, excepto por su imagen de tratar de mover una carreta sin un buey. —No sé por qué tiene tanto miedo —dijo—. Bueno, en parte lo sé, pero no comprendo por qué siente tanta vergüenza. Pero sé que piensa que tendría que haber muerto. Y sé que lo único que entiendo de la vida es que uno tiene que tener una tarea que hacer, y ser capaz de hacerla. Ahí está la satisfacción y la gloria y todo. Y si no puedes hacer esa tarea, o si te la arrebatan, entonces ¿de qué sirve nada? Tienes que tener algo…
Musgo escuchaba y asentía como si estuviese escuchando palabras sabias, pero después de una corta pausa dijo: —¡Es raro para un hombre viejo ser un muchacho de quince años, no cabe duda!
Tenar estuvo a punto de decir: «¿De qué estás hablando, Musgo?», pero algo le impidió hacerlo. Se dio cuenta de que había estado prestando atención para oír entrar a Ged en la casa cuando regresara de sus vagabundeos por la ladera, que había estado atenta al sonido de su voz, que su cuerpo negaba su ausencia. Miró súbitamente a la bruja, un bulto negro e informe sentado en la silla de Ogion junto al hogar vacío.
—¡Ah! —dijo, y de pronto se le ocurrieron mil ideas a la vez.
—Por eso —dijo—. Por eso yo nunca… Después de un largo silencio, dijo: —¿Los hechiceros…, ellos…, es un hechizo?
—Sin duda, sin duda, queridita —dijo Musgo—. Se hechizan a sí mismos. Algunos te dirán que hacen un trato, como una boda al revés, con votos y todo, y que así adquieren su poder. Pero a mí eso me suena raro, como hacer un trato con los Poderes Antiguos más que lo que hace una verdadera bruja. Y el viejo mago, él me dijo que no hacían esas cosas. Pero he conocido a algunas brujas que lo hacen, y no se hacen mucho daño con eso.
—Las que me criaron hacían eso, prometiendo virginidad.
—¡Oh, sí!, no había hombres, tú me lo dijiste y los que había, nada. ¡Terrible!
—Pero ¿por qué…, por qué no pensé nunca…?
La bruja lanzó una sonora carcajada. —Porque ése es el poder que tienen, queridita. ¡No piensas! ¡No puedes pensar! Y ellos tampoco, después de que han urdido su sortilegio. ¿Cómo podrían pensar? ¿Con su poder? No serviría, ¿verdad?, no serviría. No se consigue nada sin dar otro tanto. Eso se aplica a todo, así es. Así que ellos lo saben, los brujos, los hombres de poder, lo saben mejor que nadie. Pero, tú sabes, es molesto para un hombre no ser un hombre, aunque pueda hacer que el sol baje del cielo. Y por eso se olvidan del asunto, con sus sortilegios de atadura. Y se olvidan de veras. Incluso en estos malos tiempos en que vivimos, con los sortilegios que no sirven de nada y todo eso, no he oído de ningún mago que rompa esos sortilegios, tratando de usar su poder para darle placer al cuerpo. Hasta el peor de todos tendría miedo de hacerlo. Por supuesto, hay algunos que crean ilusiones, pero sólo se engañan a sí mismos. Y hay brujos de poca monta, que hacen malas brujerías y cosas por el estilo, algunos de ellos prueban sus sortilegios de seducción con las campesinas, pero por lo que yo sé esos sortilegios no sirven de mucho. Lo que sucede es que un poder es tan grande como el otro y cada uno va por su lado. Así lo veo yo.
Tenar seguía sentada, pensando, absorta. Finalmente dijo: —Se apartan.
—Sí. Un hechicero tiene que hacer eso.
—Pero tú no.
—¿Yo? Yo sólo soy una bruja vieja, queridita.
—¿Qué edad tienes?
Después de un minuto, Musgo dijo con un dejo de risa desde la oscuridad: —Tan vieja como para no meterme en líos.
—Pero tú dijiste… No has sido célibe.
—¿Qué es eso, queridita?
—Como los hechiceros.
—Oh, no. ¡No, no! Nunca había nada que mirar, pero yo podía mirarlos de una cierta manera… sin hacer brujerías, tú sabes, queridita, tú sabes lo ue quiero decir… Hay una manera de mirar y él no ejaba de venir, así como un cuervo no deja de graznar, en un día o dos o tres llegaba a mi casa… «Necesito algo para curarle la sarna a mi perro», «Necesito un té para mi abuela enferma»… Pero yo sabía lo que quería y si me gustaba bastante quizá lo conseguía. Y por amor, por amor…, no soy de ésas, tú sabes, aunque quizás algunas brujas lo son, pero son una deshonra para nuestro arte, digo yo. Yo practico mi arte si me pagan, pero para mi placer actúo por amor, eso digo yo. No es que todo sea placer, todo eso. Estuve enloquecida por un hombre durante mucho tiempo, años; era un hombre apuesto, pero de corazón duro, frío. Hace mucho que murió. El padre de ese Townsend que volvió aquí para quedarse a vivir, tú lo conoces. ¡Ay!, no podía dejar de pensar en ese hombre, así que usé mi arte, le eché muchos sortilegios, pero no sirvió de nada. Todo para nada. No se Te puede pedir peras al olmo… Y me vine a Re Albi cuando era una muchacha porque estaba metida en un lío con un hombre del Puerto de Gont. Pero no puedo hablar de eso, porque eran gente rica, importante. ¡Ellos eran los que tenían poder, no yo! No querían que su hijo se enredara con una muchacha del pueblo como yo, perra inmunda me decían, y me habrían quitado de en medio, como quien mata a un gato, si no me hubiera venido aquí. Pero, ¡ay!, cómo me gustaba ese muchacho, con sus piernas y sus brazos redondos y suaves y sus ojos grandes, oscuros; es como si lo estuviera viendo después de todos estos años…
Se quedaron sentadas por largo rato en la oscuridad, sin hablar.
—Cuando tuviste un hombre, Musgo, ¿tuviste que renunciar a tu poder?
—Ni a una pizca —dijo la bruja, satisfecha.
—Pero tú dijiste que uno no consigue nada a menos que dé. ¿Es distinto, entonces, para los hombres y para las mujeres?
—¿Qué cosa, queridita?
—No sé —dijo Tenar—. Me parece que nosotros hacemos casi todas esas diferencias y después nos quejamos. No sé por qué el Arte de la Magia, por qué el poder, tiene que ser diferente para un brujo y una bruja. A menos que el poder mismo sea diferente. O el arte.
—El hombre da, queridita. La mujer recibe.
Tenar se quedó en silencio pero insatisfecha.
—Nuestro poder parece insignificante en comparación con el poder de ellos —dijo Musgo—. Pero es muy profundo. Está lleno de raíces. Es como una vieja zarzamora. Y el poder de un hechicero es como un abeto, tal vez, grande y alto y majestuoso, pero no resiste una tormenta. Nada destruye a una zarzamora. —Se rió como siempre, cloqueando como una gallina, contenta con su comparación.— ¡Y bien! —dijo animadamente—. Por eso, como te dije, quizá sea bueno que se haya marchado y que ya no esté aquí, para que la gente del pueblo no empiece a hablar.
—¿A hablar?
—Tú eres una mujer respetable, queridita, y la reputación de una mujer es su riqueza.
—Su riqueza —repitió Tenar, con el mismo tono inexpresivo; luego volvió a decir—: Su riqueza. Su tesoro. Su caudal. Su valor… —Se puso de pie, incapaz de quedarse quieta en la silla, estirando la espalda y los brazos.— Como los dragones que se metían en cuevas, que construían fortalezas para ocultar su tesoro, su caudal, para estar protegidos, para dormir sobre su tesoro, para ser su tesoro. ¡Recibir, recibir, y no dar nunca!
—Ya reconocerás el valor de una buena reputación —dijo Musgo secamente—, si la pierdes. No es todo. Pero es difícil sustituirla.
—¿Dejarías de ser una bruja para ser respetable, Musgo?
—No sé —dijo Musgo al cabo de un rato, con aire pensativo—. No sé si sabría hacerlo. Tal vez tenga un don, pero no el otro.
Tenar se le acercó y la cogió de las manos. Sorprendida ante ese gesto, Musgo se levantó, apartándose un poco; pero Tenar dio un paso adelante y la besó en la mejilla.
La vieja alzó una mano y tímidamente rozó los cabellos de Tenar, una sola caricia, como solía hacer Ogion. Luego se alejó y dijo entre dientes que tenía que regresar a casa, y se acercó a la puerta y desde allí le preguntó: —¿O preferirías que me quedara, por los forasteros que andan por aquí?