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—Vete —dijo Tenar—. Estoy acostumbrada a los forasteros.

Esa noche, cuando estaba acostada tratando de dormir, volvió a internarse en los vastos torbellinos de viento y de luz, pero era una luz ahumada, roja, anaranjada y ámbar, como si el aire fuese fuego. Estaba y no estaba en ese elemento; volando en el viento y siendo el viento, el empuje del viento, la fuerza que se liberaba; y ninguna voz la llamaba.

De mañana, se sentó en el peldaño de la entrada a cepillarse los cabellos. No tenía los cabellos rubios, como la mayoría de los kargos; tenía la tez pálida, pero los cabellos oscuros. Aún los tenía oscuros, con apenas una que otra hebra gris. Se los había lavado con parte del agua que estaba hirviendo para lavar ropa, porque había decidido que ese día se dedicaría al lavado, ahora que Ged se había marchado y que su respetabilidad estaba a salvo. Se secó los cabellos al sol, cepillándolos. En la mañana cálida y ventosa, el cepillo sacaba chispas que chisporroteaban en las puntas ondulantes de sus cabellos.

Therru se paró a su lado, observando. Tenar se volvió y la vio tan atenta que casi temblaba.

—¿Qué sucede, pajarito?

—Las llamas vuelan —dijo la niña, temerosa o alborozada—. ¡Por todo el cielo!

—Son sólo chispas de mis cabellos —dijo Tenar, desconcertada. Therru sonreía y Tenar no sabía si había visto sonreír alguna vez antes a la niña. Therru extendió las dos manos, la mano sana y la mano quemada, como si fuese a tocar y seguir el vuelo de algo en torno a los cabellos flotantes de Tenar—. Las llamas, vuelan —repitió, y luego rió.

En ese instante Tenar se preguntó por primera vez cómo la vería Therru —cómo vería el mundo— y se dio cuenta de que no lo sabía: que no podía saber qué vería alguien con un ojo consumido por el fuego. Y recordó las palabras de Ogion, Le temerán; pero ella no le temía en absoluto a la niña. No le temía y siguió cepillándose los cabellos, enérgicamente, para que salieran chispas, y volvió a oír la ronca risa de júbilo.

Lavó las sábanas, los estropajos, sus mudas y su otro vestido y los vestidos de Therru, y (después de asegurarse de que las cabras estaban en la dehesa cercada) los extendió en el prado para que se secaran sobre la hierba seca, colocando piedras sobre las prendas porque soplaba un viento borrascoso, con un ímpetu de fines de verano.

Therru había ido creciendo. Aún era muy pequeña y delgada para su edad, posiblemente unos ocho años, pero en los últimos dos meses, con las heridas cicatrizadas por fin y sin sufrir dolores, había empezado a correr más por todas partes y a comer más. La ropa, vestidos usados de la hij a menor de Alondra, una niña de cinco años, le iba quedando chica.

A Tenar se le ocurrió que podría ir a la aldea a visitar al Tejedor Abanico, y ver si le podía dar uno o dos trozos de tela a cambio de los restos que le había estado mandando para los cerdos. Quería hacerle alguna prenda a Therru. Y también quería visitar al viejo Abanico. La muerte de Ogion y la enfermedad de Ged la habían mantenido alejada de la aldea y de la gente que había conocido allí. Como siempre, la habían alejado de lo que conocía, de lo que sabía hacer, del mundo en el que había elegido vivir… un mundo que no era el mundo de los reyes y las reinas, de los grandes poderes y dominios, de las grandes artes y de viajes y aventuras (pensaba mientras se aseguraba de que Therru estaba con Brezo y se echaba a andar hacia el pueblo), sino de gente sencilla que hacía cosas sencillas, como casarse y criar hijos y dedicarse a la labranza y coser y hacer el lavado. Pensaba en eso con cierto espíritu vengativo, como si le estuviese hablando a Ged, que ahora indudablemente estaría a mitad de camino del Valle Central. Lo imaginó en el camino, cerca del claro donde había dormido con Therru. Se imaginó al hombre delgado, de cabellos cenicientos, caminando solo y en silencio, con media hogaza del pan de la bruja en el bolsillo y el corazón abrumado de dolor.

«Tal vez ya sea hora de que lo descubras», pensó dirigiéndose a él. «¡Es hora de que descubras que no aprendiste todo en Roke!» Mientras lo sermoneaba mentalmente, vio otra imagen: cerca de Ged estaba uno de los hombres que se había quedado esperándolas a ella y a Therru en el camino. Sin proponérselo, dijo: «Ged, ¡ten cuidado!»; temía por él, porque no llevaba ni una vara siquiera. A quien veía no era al hombre alto con bigotes que le cubrían los labios, sino a otro de los hombres, un hombre más o menos joven con una gorra de cuero, el que había mirado detenidamente a Therru.

Alzó los ojos para mirar la pequeña cabana que había junto a la casa de Abanico, donde había vivido cuando vivía allí. Vio pasar a un hombre entre ella y la cabana. Era el hombre al que había estado recordando, imaginando, el hombre con una gorra de cuero. El hombre pasó delante de la cabana, delante de la casa del tejedor; no la había visto. Lo vio subir por la calle de la aldea, sin detenerse. Se dirigía al recodo del camino de la colina o a la mansión.

Sin detenerse a pensar por qué, Tenar lo siguió a cierta distancia hasta ver por dónde seguía. No bajó por el camino que había tomado Ged, sino que siguió subiendo por la colina hacia la propiedad del Señor de Re Albi.

Entonces dio media vuelta y fue a visitar al viejo Abanico.

Aunque era casi un recluso, como muchos tejedores, Abanico se había mostrado gentil con la muchacha karga dentro de su habitual timidez, y vigilante. ¡Cuántas personas habían protegido su respetabilidad!, pensó. Ahora que estaba casi ciego, Abanico tenía una aprendiza que hacía la mayor parte del trabajo. Se alegró de recibir una visita. Se sentó ceremoniosamente en una vieja silla tallada bajo el objeto que le había dado su nombre común: un enorme abanico pintado, el tesoro de su familia; se decía que era un obsequio que le había dado un generoso pirata de los mares a su abuelo a cambio de una vela que le había tejido de prisa en un momento de necesidad. Estaba desplegado en la pared. Tan pronto como vio nuevamente el abanico, Tenar reconoció las figuras delicadamente pintadas de hombres y mujeres con espléndidas túnicas de color rosa y jade y azur, las torres y los puentes y los pendones del Gran Puerto de Havnor. Solían llevar a verlo a quienes visitaban Re Albi. Era el objeto más refinado que había en la aldea, todos estaban de acuerdo.

Lo admiró, sabiendo que eso le agradaría al viejo y porque de verdad era muy hermoso, y él dijo: —No has visto muchas cosas que se le igualen, en todos tus viajes, ¿verdad?

—No, no. En el Valle Central no hay nada que se le parezca —dijo ella.

—Cuando viviste en mi cabana, ¿te mostré alguna vez el otro lado del abanico?

—¿El otro lado? No —dijo ella y, entonces, no se iba a quedar tranquilo hasta bajar el abanico; sólo que ella tuvo que treparse y hacerlo, y desprenderlo con cuidado, porque él no veía bien y no podía subirse a la silla. Él le iba dando instrucciones con aprensión. Ella se lo puso en las manos y él lo escudriñó con sus ojos empañados, lo cerró a medias para estar seguro de que las varillas no se trababan, luego lo cerró del todo, lo dio vuelta y se lo pasó a Tenar.

—Ábrelo lentamente —le dijo.

Ella hizo lo que le decía. Vio dragones que se movían al moverse los pliegues del abanico. Dragones de tonos pálidos, rojo, azul, verde, pintados con pinceladas finas y difusas sobre la seda amarillenta, que se movían y se agrupaban, así como estaban agrupadas las figuras del reverso, entre nubes y picos de montañas.

—Ponió contra la luz —dijo el viejo Abanico.

Ella hizo lo que le decía y vio los dos lados, los dos dibujos convertidos en uno solo por la luz que atravesaba la seda, de modo que las nubes y los picos eran las torres de la ciudad, y los hombres y las mujeres tenían alas, y los dragones tenían ojos humanos.