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No hubo respuesta.

—Los cuatro hombres…, los hombres que me hicieron enfadar, ¿te acuerdas? Él era uno de ellos.

Pero recordó que Therru había estado todo el tiempo con la cabeza gacha, ocultando el lado quemado, sin alzar los ojos, como hacía siempre cuando estaba ante desconocidos.

—¿Lo conoces, Therru?

—Sí.

—¿De…, de cuando vivías en el campamento al lado del río?

Asintió una vez.

Tenar la apretó entre los brazos.

—¿Vino aquí? —dijo y, mientras hablaba, todo el temor que había sentido se convirtió en cólera, una cólera que le quemaba todo el cuerpo desde dentro como una vara ardiente. Lanzó algo parecido a una carcajada—: ¡Jaj! —Y en ese instante recordó a Kalessin, la risa de Kalessin.

Pero no era tan fácil para un ser humano y una mujer. Había que contener el fuego. Y había que consolar a la niña.

—¿Te vio?

—Me escondí.

Entonces, acariciándole los cabellos a Therru, Tenar dijo: —Nunca te tocará, Therru. Comprende lo que te digo y créeme: nunca te volverá a tocar. Nunca te volverá a ver a menos que yo esté contigo, y entonces tendrá que enfrentarse conmigo. ¿Me entiendes, mi amor, mi preciosa, mi bonita? No tienes que temerle. No tienes que temerle. Él quiere que le temas. Se alimenta de tu temor. Haremos que se muera de hambre, Therru. Lo haremos morir de hambre hasta que tenga que devorarse a sí mismo. Hasta que se atragante con los huesos de su propia mano… ¡Ah, ah, ah, no me prestes atención ahora, estoy furiosa, furiosa, eso es todo…! ¿Estoy roja? ¿Estoy roja como una gontesca? ¿Estoy roja como un dragón? —Trató de bromear; y Therru, levantando la cabeza, alzó los ojos para mirarla a la cara desde su rostro contraído, trémulo, devorado por el fuego y dijo:— Sí. Eres un dragón rojo.

La idea de que el hombre hubiese ido a la casa, hubiera estado en la casa, hubiera observado la obra de sus manos, pensando tal vez en mejorarla, cada vez que Tenar volvía a pensar en eso la idea surgía más como una náusea repentina, un deseo de vomitar, que como un pensamiento. Pero la náusea desaparecía ante la cólera.

Se levantaron y se lavaron, y Tenar se dio cuenta de que en ese preciso instante lo que más sentía era hambre. —Estoy vacía —le dijo a Therru y sirvió para las dos una abundante comida de pan y queso, habichuelas frías con aceite y hierbas, una cebolla en rodajas y chorizo seco. Therru comió bastante y Tenar comió mucho.

Mientras quitaban la mesa, dijo: —Por ahora, Therru, no te dejaré sola nunca y tú no te alejarás de mí. ¿De acuerdo? Y ahora deberíamos ir juntas a la casa de Tía Musgo. Estaba urdiendo un sortilegio para encontrarte y ya no tiene que preocuparse de seguir haciéndolo, pero es posible que no lo sepa.

Therru dejó de moverse. Le echó una mirada a la puerta abierta y retrocedió.

—Tenemos que entrar la ropa lavada, también. Cuando regresemos. Y cuando volvamos a casa, te mostraré la tela que me dieron hoy. Para un vestido. Un nuevo vestido, para ti. Un vestido rojo.

La niña se quedó inmóvil, encerrándose en sí misma.

—Si nos ocultamos, Therru, le damos de comer. Nosotras vamos a comer. Y haremos que se muera de hambre. Ven conmigo.

El cruzar esa puerta que conducía al exterior era una barrera, un obstáculo insuperable para Therru. Retrocedió, ocultó la cara, comenzó a temblar, se tambaleó; era cruel obligarla a cruzarla, era cruel obligarla a salir de su escondite, pero Tenar se mostró implacable. —¡Ven! —dijo, y la niña salió.

Tomadas de la mano, atravesaron los campos hacia la casa de Musgo. Therru levantó la cabeza una o dos veces.

Musgo no se sorprendió al verlas, pero tenía una expresión extraña, cautelosa. Le dijo a Therru que entrara en la casa a mirar los polluelos de la gallina de cogote emplumado y que eligiera dos para llevarse; y Therru desapareció de inmediato en el interior de ese refugio.

—No había salido de la casa —dijo Tenar—. Estaba escondida.

—Hizo bien —dijo Musgo.

—¿Por qué? —le preguntó Tenar con dureza. No estaba de humor para escondites.

—Hay…, hay seres rondando por aquí—dijo la bruja, no ominosamente sino con inquietud.

—¡Hay bribones rondando por aquí! —dijo Tenar, y Musgo la miró y se apartó un poco de ella.

—¡Ea!, vamos —dijo—. ¡Ea!, queridita. Estás rodeada de fuego, tienes un brillo de fuego alrededor de la cabeza. Urdí el sortilegio para encontrar a la niña, pero no salió bien. Por alguna razón se desvió y no sé si ya se acabó. No sé qué pensar. Vi seres extraordinarios. Buscaba a la pequeña pero los vi a ellos, volando por las montañas, volando en las nubes. Y ahora tienes eso alrededor, como si te ardieran los cabellos. ¿Qué anda mal, qué pasa?

—Un hombre con una gorra de cuero —dijo Tenar—. Un jovenzuelo. Bien parecido. Tiene el hombro de la chaqueta descosido. ¿Lo has visto?

Musgo asintió. —Lo contrataron en la mansión para regar.

—¿Te dije que ella… —Tenar echó una mirada hacia la mansión— andaba con una mujer y dos hombres? Es uno de ellos.

—¿Uno de los que…?

—Sí.

Musgo se quedó inmóvil como una talla en madera de una vieja, rígida, como un bloque. —No sé —dijo finalmente—. Yo creía que sabía bastantes cosas. Pero no sé. ¿A…, a qué…, a qué podría haber venido?, ¿a verla?

—Si es su padre, quizás haya venido a exigir que se la entreguen.

—¿A exigir…?

—Ella le pertenece.

Tenar hablaba en tono inexpresivo. Miraba las cumbres de la Montaña de Gont mientras hablaba.

—Pero no creo que sea el padre. Pienso que éste es el otro. El que fue a la aldea a decirle a mi amiga que la niña se había hecho «daño».

Musgo seguía perpleja, aterrorizada aún por sus conjuros y visiones, por la furia de Tenar, por la presencia de un mal abominable. Sacudió la cabeza, desolada. —No sé —dijo—. Yo creía que sabía bastantes cosas. ¿Cómo pudo volver aquí?

—A comer —dijo Tenar—. A comer. No volveré a dejarla sola. Pero mañana, Musgo, tal vez te pida que te quedes con ella por una hora, algo así, de mañana. ¿Harías eso, mientras yo voy a la mansión?

—Sí, queridita. Por supuesto. Podría echarle un sortilegio de ocultamiento, si quieres… Pero allá están ellos, los hombres importantes de la Ciudad del Rey…

—Perfecto, entonces, podrán ver cómo vive la gente del pueblo —dijo Tenar, y Musgo se apartó de ella nuevamente como si se alejara de un torrente de chispas de un incendio que el viento llevara hacia ella.

9. Nuevas palabras

Estaban segando el heno en la alargada pradera del señor, que se extendía de lado a lado de la ladera bajo las claras sombras de la mañana. Tres de los segadores eran mujeres y uno de los dos hombres era un niño, por lo que Tenar alcanzaba a ver desde lejos, y el otro era un hombre encorvado y de pelo cano. Subió por las hileras segadas y le preguntó a una de las mujeres por el hombre que llevaba gorra de cuero.

—¡Ah!, ese que vino de Valmouth —dijo la segadora—. No sé dónde se habrá metido. —Los demás se acercaron por la hilera, contentos de poder descansar un poco. Nadie sabía dónde estaba el hombre del Valle Central ni por qué no estaba segando con ellos.— Es de los que no se quedan —dijo el hombre canoso—. Un vago. ¿La dama lo conoce?

—No porque haya querido conocerlo —dijo Tenar—. Vino a fisgonear a mi casa…, asustó a la niña. Ni siquiera sé cómo se llama.

—Dice que se llama Diestro —dijo el niño sin que le preguntara. Los demás la miraron o desviaron la mirada y no dijeron nada. Habían empezado a deducir quién debía de ser, la mujer karga que estaba en la casa del viejo mago. Eran inquilinos del Señor de Re Albi, desconfiados de los aldeanos, recelosos de cuanto se relacionara con Ogion. Afilaron las guadañas, se dieron media vuelta, se dispersaron nuevamente, se pusieron a trabajar. Tenar se alejó del sembrado en la ladera, pasó junto a una hilera de nogales y llegó al camino.