Musgo se apareció a contarle una historia. Tenar le había preguntado por Álamo, el hechicero, sin contarle toda la historia aunque diciéndole que la había amenazado…, lo que probablemente hubiese sido lo único que pretendía hacer. Generalmente Musgo se mantenía alejada de la finca del viejo señor, pero sentía curiosidad por saber qué sucedía allí y no le faltaban deseos de aprovechar una oportunidad para charlar con algunos conocidos que tenía allí: una mujer que le había enseñado el oficio de partera y otros a los que había ayudado a curarse o a encontrar objetos. Consiguió hacerlos hablar sobre lo que ocurría en la mansión. Todos odiaban a Álamo y, por tanto, estaban muy dispuestos a hablar de él, pero había que escuchar sus historias a sabiendas de que la mitad de ellas provenían del desprecio y el temor. De todos modos, las fantasías tenían algo de verdad. La misma Musgo afirmaba que antes de la llegada de Álamo, hacía tres años, el señor más joven, el nieto, era un hombre fuerte y sano, aunque tímido, hosco, «como temeroso», decía. Después, alrededor de la época en que la madre del joven señor había muerto, el viejo señor había pedido que le mandaran un hechicero de Roke. —¿Para qué, cuando el Señor Ogion vivía a menos de una milla? Y en la mansión todos son brujos.
Pero había llegado Álamo. Le había presentado sus respetos a Ogion y nada más, y Musgo decía que nunca salía de la mansión. Desde entonces, habían visto cada vez menos al joven señor y se decía que se quedaba acostado día y noche, «como un bebé enfermo, consumido», decía una de las mujeres que había llevado un mensaje a la mansión. Pero el viejo señor, «de cien años, o casi, o más», insistía Musgo —no le temía a los números y no les tenía ningún respeto—, el viejo señor estaba floreciente, «lleno de energías», decían. Y uno de los hombres, porque en la mansión sólo había criados, le había dicho a una de las mujeres que el viejo señor había contratado al hechicero para que lo hiciera vivir eternamente y que eso era lo que estaba haciendo el hechicero, alimentándolo, decía el hombre, con la vida del nieto. Y el hombre no veía nada malo en ello y decía: —¿Quién no querría vivir eternamente?
—Y bien —dijo Tenar, desconcertada—. Es una historia espantosa. ¿No comentan todo esto en la aldea?
Musgo se encogió de hombros. Una vez más, se trataba de «no entrometerse». Quienes no tenían poder no debían juzgar lo que hacían los poderosos. Y había una ciega lealtad, un sentido de arraigo en ese lugar: el viejo era su señor, el Señor de Re Albi, a nadie más debía importarle lo que hacía… Evidentemente Musgo compartía ese sentimiento. —Es algo arriesgado —dijo— ese asunto, tiene que terminar mal —pero no dijo que fuera algo perverso.
En la mansión no habían vuelto a ver ni el rastro del hombre llamado Diestro. Ansiosa por asegurarse de que se había marchado del Acantilado, Tenar le preguntó a un par de conocidos de la aldea si lo habían visto, pero sólo recibió respuestas displicentes y vagas. No querían tener nada que ver con sus asuntos. «No os entrometáis…» Sólo el viejo Abanico la trató como a una amiga y a una aldeana más. Y quizás eso fuera porque veía tan poco que no alcanzaba a ver claramente a Therru.
Ahora llevaba a la niña cuando iba a la aldea o a cualquier lugar un tanto alejado de la casa.
A Therru no le molestaba esa esclavitud. Se quedaba cerca de Tenar como habría hecho un niño mucho menor, trabajando con ella o jugando. Sus juegos consistían en hacer figuras con cuerdas, hacer cestas, jugar con un par de figuras de hueso que Tenar había encontrado en un pequeño bolso de hierba en uno de los anaqueles de Ogion. Había un animal que podía ser un perro o una oveja, una figura que podía ser una mujer o un hombre. Tenar no sentía que encerraran ningún poder ni peligro, y Musgo decía: «Son sólo juguetes». Therru sentía que eran prodigiosos. Las movía de un lado a otro por horas de horas, siguiendo los pasos de una historia sin palabras; no hablaba cuando jugaba. A veces construía casas para la persona y el animal, montículos de piedra, chozas de barro y paja. Los llevaba siempre en el bolsillo, en la bolsa de hierba. Estaba aprendiendo a hilar; podía sujetar la rueca con la mano quemada y hacer girar el huso con la otra. Desde que habían llegado allí, le quitaban la lana a las cabras regularmente y ya tenían un gran saco de sedosa lana de cabra para hilar.
«Pero debería estarle enseñando», pensaba Tenar, angustiada. «Enséñale todo, dijo Ogion, y ¿qué le estoy enseñando? ¿A cocinar y a hilar?» Entonces, desde otra parte de su mente, la voz de Goha decía: «¿No son ésas acaso verdaderas artes, necesarias y nobles? ¿Acaso toda la sabiduría está en las palabras?».
Sin embargo, el asunto seguía inquietándola y una tarde, mientras Therru iba sacando la lana de cabra para limpiarla y separarla y mientras la cardaba, a la sombra de un peral, le dijo: —Therru, tal vez haya llegado la hora de que aprendas el nombre verdadero de las cosas. Hay una lengua en la que todas las cosas tienen un nombre verdadero, y las acciones y las palabras son una sola cosa. Hablando esa lengua, Segoy sacó las islas de las profundidades. Es la lengua que hablan los dragones.
La niña la escuchaba, silenciosa.
Tenar dejó de lado las cardas y cogió un guijarro. —En esa lengua —dijo—, esto es tolk.
Therru la observó hacerlo y repitió la palabra, tolk, pero sin voz, sólo dándole forma con los labios un tanto estirados hacia atrás en el lado derecho a causa de la cicatriz.
Tenar sostenía el guijarro en la palma de la mano, un guijarro.
Se quedaron en silencio.
—No todavía —dijo Tenar—. No es eso lo que tengo que enseñarte ahora. —Dejó caer el guijarro, y cogió las cardas y un manojo de turbia lana gris que Therru había dejado lista para cardar.— Tal vez cuando tengas tu nombre verdadero, tal vez entonces. Ahora no. Ahora escúchame. Éste es el momento de contar historias, para que empieces a aprenderlas. Te puedo contar historias del Archipiélago y de las Tierras Kargas. Ya te conté una historia que le oí contar a mi amigo Aihal el Silencioso. Ahora te contaré una historia que le oí contar a mi amiga Alondra cuando se la contó a sus hijos ya los míos. Es la historia de Andaur y Avad. En tiempos tan remotos como la eternidad, y en tierras tan lejanas como Selidor, vivía un hombre llamado Andur, un leñador, que subía solo a las colinas. Un día, en el fondo del bosque, cortó un enorme roble. Al caer, el roble le gritó con voz humana…
Fue una agradable tarde para las dos.
Pero esa noche, acostada junto a la niña dormida, Tenar no lograba conciliar el sueño. Se sentía intranquila, preocupada por una inquietud trivial tras otra: ¿cerré el portón de la dehesa?, ¿me duele la mano porque estuve cardando o es el comienzo de la artritis?, y así, una detrás de otra. Entonces empezó a sentirse muy inquieta, creyendo oír ruidos fuera de la casa. «¿Por qué no me habré conseguido un perro? —pensó—. Es estúpido no tener un perro. Una mujer y una niña que viven solas tienen que tener un perro hoy en día. ¡Pero ésta es la casa de Ogion! Nadie vendría aquí a hacer daño. Pero Ogion está muerto, muerto, enterrado junto a las raíces del árbol en el linde del bosque. Y no vendría nadie. Gavilán se marchó, huyó. Ni siquiera Gavilán está aquí ahora, es un fantasma que no le sirve a nadie, un muerto obligado a seguir viviendo. Y yo no tengo fuerzas, no hay nada bueno dentro de mí. Pronuncio la palabra de la Creación y muere en mis labios, no tiene sentido. Un guijarro. Soy una mujer, una mujer vieja, débil, estúpida. Todo lo que hago está errado. Todo lo que toco se convierte en cenizas, sombra, piedra. Soy la criatura de las sombras, estoy llena de sombras. Sólo el fuego me puede purificar. Sólo el fuego puede devorarme, devorarme como a…»