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Se sentó y gritó a viva voz en su lengua: —¡Que la maldición se vuelva contra ti, y que así sea! —y extendió el brazo derecho hacia adelante y hacia abajo, apuntando a la puerta cerrada. Luego saltó de la cama, fue hasta la puerta, la abrió de par en par y gritó hacia la noche nebulosa—: Llegaste demasiado tarde, Álamo. Ya había sido devorada hacía mucho tiempo. ¡Ve a ocuparte de lo tuyo!

No hubo respuesta, ningún sonido, sólo un olor a quemado, tenue, agrio; de tela o cabellos chamuscados.

Cerró la puerta, la apuntaló con la vara de Ogion y miró a Therru para ver si seguía durmiendo. Pero ella no durmió esa noche.

En la mañana fue con Therru a la aldea a preguntarle a Abanico si le interesaba la lana que habían estado hilando. Era una excusa para alejarse de la casa y estar rodeada de gente por un rato. El viejo dijo que le encantaría tejer algo con esa lana y se quedaron hablando unos pocos minutos, bajo el enorme abanico pintado, mientras la aprendiza golpeteaba en el telar con gesto severo y el entrecejo fruncido. Cuando Tenar y Therru iban saliendo de la casa de Abanico, alguien se ocultó detrás de la pequeña cabana donde había vivido. Algo, avispas o abejas, le clavaba aguijones en el cuello y la cabeza, y en torno a ellas había un golpeteo de lluvia, un chubasco, pero no había nubes… Piedras. Vio los guijarros que golpeaban la tierra. Therru se había detenido, sobresaltada y perpleja, mirando en torno. Un par de niños salieron desde atrás de la cabana, ocultándose un poco, dejándose ver apenas, gritándose entre ellos, riendo.

—Ven —dijo Tenar con firmeza, y echaron a andar rumbo a la casa de Ogion.

Tenar temblaba y el temblor se fue haciendo más intenso a medida que avanzaban. Trataba de ocultárselo a Therru, que parecía preocupada pero no asustada, por no haber comprendido lo que había sucedido.

Tan pronto como entraron en la casa, Tenar se dio cuenta de que alguien había estado allí mientras estaban en la aldea. Olía a carne y cabellos quemados. Habían desordenado la colcha de la cama.

Cuando trató de decidir qué iba a hacer, se dio cuenta de que era víctima de un maleficio. Había estado allí esperando a que llegara. No podía dejar de temblar y sus pensamientos eran confusos, lentos, era incapaz de tomar una decisión. No podía pensar. Había pronunciado la palabra, el nombre verdadero del guijarro, y se lo habían arrojado a la cara… Lo habían arrojado a la cara del mal, la cara monstruosa… Había tenido la osadía de hablar. No podía hablar.

Tenar pensó, en su lengua: «No puedo pensar en hárdico. No debo».

Podía pensar, en kargo. No podía hacerlo con rapidez. Era como si tuviera que pedirle a Arha, la niña, la que había sido hacía tanto tiempo, que saliera de la oscuridad y pensara por ella. Que la ayudara. Como ella la había ayudado la noche anterior, al hacer que la maldición se volviera contra el hechicero. Arha desconocía muchas de las cosas que sabían Tenar y Goha, pero sabía maldecir, y vivir en las sombras y estar en silencio.

Era difícil hacerlo, estar en silencio. Quería gritar a viva voz. Quería hablar; ir a la casa de Musgo y contarle lo que había sucedido, decirle por qué tenía que marcharse, al menos despedirse. Trató de decirle a Brezo: «Ahora las cabras te pertenecen, Brezo», y consiguió decirlo en la lengua hárdica, para que Brezo entendiera, pero Brezo no comprendió. La miró fijamente y se echó a reír: —¡Oh, las cabras son del señor Ogion! —dijo.

«Entonces… tú…», trató de decir Tenar, «sigue cuidándoselas», pero una debilidad mortal se apoderó de ella y oyó que su voz decía en un chillido: —¡Boba, imbécil, estúpida, mujer! —Brezo la miró con fijeza y dejó de reír. Tenar se cubrió la boca con la mano. Cogió a Brezo y la hizo darse vuelta a mirar los quesos que iban endureciéndose en el establo, apuntó una y otra vez a los quesos y a Brezo, hasta que Brezo hizo un vago gesto de asentimiento y se echó a reír nuevamente al verla actuar de esa manera tan extraña.

Tenar le hizo un gesto con la cabeza a Therru —«¡ven!»— y entró en la casa, donde el hedor más intenso hizo encogerse a Therru.

Tenar cogió los morrales y los zapatos de viaje. En su morral guardó su otro vestido y sus mudas, los dos vestidos viejos de Therru y el vestido nuevo a medio hacer y el resto de tela, los volantes de rueca que había hecho para ella y para Therru, y un poco de comida y una botella de arcilla con agua para el camino. En el morral de Therru guardó las mejores cestas que había hecho, la persona de hueso y el animal de hueso dentro de la bolsa de hierba, algunas plumas, una esterilla entretejida que le había dado Musgo, y una bolsa con nueces y pasas.

Quería decirle «Ve a regar el melocotonero», pero no se atrevió. Hizo salir a la niña y se lo mostró. Therru regó el retoño con mucho cuidado.

Barrieron y ordenaron la casa, trabajando de prisa, en silencio.

Tenar dejó una jarra en la repisa y en el otro extremo de la repisa vio los tres grandes libros, los libros de Ogion.

Arha los había visto y no les había dado ninguna importancia, eran grandes cajas de cuero llenas de papel.

Pero Tenar los miró detenidamente y se mordió los nudillos, frunciendo el entrecejo por el esfuerzo de tener que tomar una decisión, de resolver qué debía hacer y cómo podía llevárselos. No podía cargarlos. Pero tenía que hacerlo. No podían quedarse en esa casa profanada, en la casa en la que había entrado el odio. Eran sus libros. Los libros de Ogion. De Ged. Sus propios libros. El saber. ¡Enséñale todo! Sacó la lana y la hilaza del morral en el que había pensado llevarlas y guardó los libros, uno sobre el otro, y ató el extremo del morral con una tira de cuero en la que hizo un lazo para cogerlo. Luego dijo: —Ahora tenemos que marcharnos, Therru. —Habló en la lengua karga, pero el nombre de la niña era idéntico, era una palabra karga, llama, ardiente; y Therru se le acercó, sin hacer preguntas, con su pequeño tesoro en el morral que cargaba a la espalda.

Cogieron sus varas para caminar, la ramita de avellano y la rama de aliso. Pero dejaron la vara de Ogion junto a la puerta, en el rincón oscuro. Dejaron la puerta de la casa abierta de par en par al viento que soplaba desde el mar.

Un instinto animal guió a Tenar, alejándola de los campos de labranza y del camino de la colina por el que habían venido. Tomó en cambio un atajo para bajar por las praderas escarpadas, llevando a Therru de la mano, hacia el camino de las carretas que bajaba zigzagueando hasta el Puerto de Gont. Sabía que si se cruzaba con Álamo estaba perdida y pensó que tal vez estaría esperándola en el camino. Pero quizá no en ese camino.

Después de bajar poco más o menos de una milla, empezó a poder pensar. Lo primero que pensó fue que había tomado el camino correcto. Poco a poco comenzó a recordar las palabras de la lengua hárdica y, al cabo de un rato, las palabras verdaderas, de modo que se agachó y recogió un guijarro y lo sostuvo en la mano, pensando tolk; y se guardó el guijarro en el bolsillo. Contempló las vastas extensiones de aire y de nubes, y pensó, una vez, Kalessin. Y sus ideas se volvieron claras, como el aire.

Llegaron a una larga hondonada rodeada por altos montículos y promontorios rocosos cubiertos de hierbas, donde se sintió un poco inquieta. Al acercarse al recodo vieron la bahía azulada a sus pies y, entre los Riscos Fortificados, un hermoso barco que entraba en la bahía a toda vela. Tenar había sentido temor ante el último barco como ése que había visto, pero éste no la atemorizaba. Sentía deseos de correr a su encuentro por el camino.