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—Siempre pensé que era… Era tan paciente… —dijo Lebannen y luego rió ante lo inadecuado de su descripción.

—Ahora no tiene paciencia —dijo ella— y se trata con mucha dureza, en forma desmedida. Siento que no podemos hacer nada por él, salvo dejar que siga su camino y que se encuentre a sí mismo cuando ya no pueda más, como dicen en Gont… —De súbito, sintió que ya no podía más, estaba tan agotada que se sentía mal.— Creo que debo descansar—dijo.

Él se puso de pie de inmediato. —Señora Tenar, decís que habéis huido de un enemigo para encontraros con otro; pero yo vine aquí en busca de un amigo, y he encontrado a una amiga. —Ella sonrió ante su ingenio y su bondad. ¡Qué joven tan amable!, pensó.

Cuando despertó, todo era agitación en el barco: crujidos y chirridos de maderos, ruidos sordos de carreras por sobre su cabeza, matraqueo de velas, gritos de marineros. Therru tardó en despertar y lo hizo alicaída, quizá con calentura, aunque su cuerpo era siempre tan cálido que a Tenar le costaba saber si tenía fiebre. Llena de remordimientos por haber obligado a caminar quince millas a la frágil criatura y por todo lo que había sucedido el día anterior, Tenar trató de animarla contándole que estaban en un barco y que a bordo había un verdadero rey, y que el diminuto camarote en el que estaban era el camarote del rey; que el barco las llevaba a casa, a la granja, y que Tía Alondra las estaría esperando en casa, y que tal vez Gavilán también estaría allí. Ni siquiera eso le despertó interés. Estaba desconcertada, inerte, muda.

Tenar vio una marca en su brazo pequeño y delgado: cuatro dedos, una marca roja como de un hierro candente, como la huella de una mano empuñada. Pero Diestro no la había apretado, sólo la había tocado. Tenar le había dicho, le había prometido que él no volvería a tocarla. Había quebrantado su promesa. Su palabra no tenía ningún valor. ¿Qué palabra tiene algún valor contra la violencia sorda?

Se inclinó y besó las marcas en el brazo de Therru.

—Ojalá hubiese tenido tiempo para terminarte el vestido rojo —dijo—. Probablemente al rey le hubiese gustado verlo. Pero bueno, supongo que nadie usa sus mejores ropas en un barco, ni siquiera los reyes.

Therru se sentó en la litera, con la cabeza inclinada, y no respondió. Tenar le cepilló el pelo. Por fin empezaba a crecer más espeso, como una capa negra que cubría las quemaduras en el cuero cabelludo. —¿Tienes hambre, pajarito? No cenaste anoche. Tal vez el rey nos ofrezca ahora un desayuno. Anoche me dio bizcochos y uvas.

No hubo respuesta.

Cuando Tenar le dijo que era hora de salir del cuarto, Therru le obedeció. En la cubierta se quedó con la cabeza inclinada hacia el hombro. No alzó los ojos para mirar las velas blancas henchidas por el viento de la mañana ni el brillo de las aguas, ni se volvió a mirar la Montaña de Gont, que elevaba hacia los cielos la mole y la majestuosidad del bosque, el precipicio y la cumbre. No alzó los ojos cuando Lebannen le habló.

—Therru —dijo Tenar dulcemente, arrodillándose a su lado—, cuando un rey te habla, debes responderle.

Ella se quedó en silencio.

Lebannen la observaba con una expresión indescifrable. Quizás era una máscara, una máscara cortés que ocultaba su repulsión y su sobresalto. Pero no apartaba de ella los ojos oscuros. Rozó apenas el brazo de la niña, diciendo: —Ha de ser extraño para ti despertarte en medio del mar.

Therru sólo aceptó un poco de fruta. Cuando Tenar le preguntó si quería regresar al camarote, asintió. A regañadientes, Tenar la dejó encogida en la litera y regresó a la cubierta.

El barco iba pasando entre los Riscos Fortificados, las altísimas y tenebrosas murallas que parecían inclinarse sobre el velamen. Los arqueros que estaban de guardia en pequeños fuertes que parecían nidos de barro de golondrinas en lo alto de los riscos miraron a los que estaban en la cubierta y los marineros gritaron alegremente hacia lo alto. —¡Abridle paso al rey! —dijeron a voces, y la respuesta no resonó mucho más fuerte que la llamada de las golondrinas desde las alturas—. ¡El rey!

Lebannen estaba de pie en la alta proa junto al capitán y a un anciano, enjuto, de ojos entrecerrados, cubierto con la capa gris de los magos de la Isla de Roke. Ged había lucido una capa como ésa, una capa elegante y hermosa, el día en que habían llevado el Anillo de Erreth-Akbé a la Torre de la Espada; una capa vieja, manchada y sucia y gastada por el viaje había sido su único abrigo en la fría piedra de las Tumbas de Atuan y en el polvo de las montañas del desierto cuando las habían cruzado juntos. Tenar pensaba en eso mientras la espuma ondeaba a ambos costados del barco y los altos riscos se alejaban a sus espaldas.

Cuando el barco hubo dejado atrás los últimos arrecifes y comenzó a enfilar hacia el este, los tres hombres se le acercaron. Lebannen dijo: —Señora, éste es el Maestro de Vientos de la Isla de Roke.

El mago le hizo una reverencia, mirándola con un gesto de admiración en sus ojos penetrantes, y también con curiosidad; era un hombre al que le gustaba saber en qué dirección soplaba el viento, pensó Tenar.

—Ahora no tengo que esperar que el buen tiempo siga acompañándonos; puedo estar segura de que así será —le dijo.

—En un día como hoy no soy más que carga —dijo el mago—. Además, con un marinero como el Maestro Serrathen a cargo del barco, ¿quién necesita a alguien que sepa hacer cambiar el tiempo?

Somos tan corteses, pensó Tenar, nada más que «señoras» y «señores» y «maestros», nada más que reverencias y cumplidos. Le echó una mirada al joven rey. El la miraba, sonriente pero reservado.

Tenar se sintió como se había sentido en Havnor cuando era muchacha: como una bárbara, vulgar en medio de la delicadeza de los demás. Pero como ya no era una muchacha, no sintió temor sino sólo asombro ante el modo en que los hombres organizaban su mundo hasta convertirlo en esa danza de máscaras, y ante la facilidad con que una mujer podía aprender a danzaría.

Le habían dicho que ese mismo día llegarían a Valmouth. Con ese suave viento en las velas, arribarían al puerto al caer la tarde.

Aún muy fatigada por toda la angustia y la tensión del día anterior, se contentó con sentarse en el asiento que el marinero calvo le había hecho con un jergón de paja y un trozo de vela, y con contemplar las olas y las gaviotas, y observar el contorno de la Montaña de Gont, azul y nebulosa bajo la luz del mediodía, cambiando a medida que bordeaban sus costas escarpadas sólo a una milla o dos de la orilla. Hizo subir a Therru para que estuviera al sol y la niña se quedó a su lado, observando y dormitando.

Un marinero, un hombre muy misterioso, desdentado, se acercó con los pies descalzos, pies con plantas como pezuñas y dedos terriblemente retorcidos, y dejó algo sobre la lona, cerca de Therru. —Para la pequeña —dijo con voz ronca y se apartó de inmediato, pero sin alejarse. De tanto en tanto miraba en torno sin dejar de trabajar, para ver si le había gustado el obsequio y luego pretendía no haber mirado. Therru se negaba a tocar el pequeño envoltorio. Tenar tuvo que abrirlo. Era una delicada talla que representaba a un delfín, de hueso o de marfil, del largo de su pulgar.

—Puede vivir en tu bolso de hierba —dijo Tenar—, con los demás, con los muñecos de hueso.

Al oír eso Therru se animó lo suficiente como para ir a buscar su bolso de hierba y guardar el delfín. Pero Tenar tuvo que agradecerle al humilde autor del obsequio. Therru no quería mirarlo ni hablarle. Al cabo de un rato, pidió regresar al camarote y Tenar la dejó allí acompañada por la persona de hueso, el animal de hueso y el delfín.

«Es tan fácil —pensó furiosa—, tan fácil para Diestro arrebatarle la luz del sol, arrebatarle el barco y el rey y su niñez, ¡y es tan difícil devolverle todo eso! He pasado un año tratando de devolvérselo y con solo tocarla él se lo arrebata y lo arroja lejos. ¿Y de qué le sirve…, cuál es su recompensa, su poder? ¿Acaso es eso el poder, un vacío?»