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—¿Os ocuparéis —dijo— de que se cave aquí la tumba, donde él deseaba que se cavara?

Los dos asintieron, primero el hombre mayor, luego el más joven.

Tenar se puso de pie, alisándose la falda, y echó a andar por el prado bajo la luz matinal.

4. Kalessin

«Espera», le había dicho Ogion, que ahora se llamaba Aihal, poco antes de que el hálito de la muerte lo hiciera estremecerse y lo liberara de la vida. «Se acabó… ¡Todo ha cambiado!», había musitado, y luego: «Espera, Tenar…». Pero no había dicho qué debía esperar. El cambio que había visto o que había sentido, quizá; pero ¿qué cambio? ¿Se refería acaso a su propia muerte, a su propia vida que se acababa? Había hablado con alegría, jubilosamente. Le había ordenado que esperara.

—¿Qué más tengo que hacer? —se dijo, barriendo el piso de la casa de Ogion—. ¿Qué más he hecho en mi vida? —Y, hablando con su recuerdo de Ogion:— ¿Debo esperar aquí, en tu casa?

—Sí—dijo Aihal el Silencioso, silenciosamente, sonriendo.

Barrió entonces la casa y limpió el hogar y aireó los colchones. Tiró algunas ollas de barro rotas y una cacerola agujereada, pero las tomó con cuidado. Incluso apoyó la mejilla en un plato gastado cuando lo sacó de la casa para llevarlo al basurero, porque era un testimonio de la enfermedad del viejo mago durante el último año. Había sido un hombre austero, había vivido con tanta sencillez como un pobre campesino, pero cuando tenía la mirada clara y era un hombre fuerte jamás habría usado un plato roto ni habría dejado de reparar una cacerola. Estas señales de su debilidad la entristecieron, haciéndole desear haber estado con él para cuidarlo. «Me habría gustado hacerlo», le dijo al recuerdo de Ogion, pero él no dijo nada. Nunca había dejado que nadie lo cuidara. ¿Le habría dicho a Tenar «Tienes mejores cosas de que ocuparte»? Tenar no lo sabía. El estaba en silencio. Pero estaba segura de que hacía bien quedándose en su casa, ahora.

Shandy y su anciano esposo, Arroyo Claro, que habían vivido en la granja del Valle Central más que ella, se ocuparían de los rebaños y del huerto; la otra pareja que vivía en la granja, Tiff y Sis, guardarían lo que se cosechara. Lo demás tendría que seguir su propio curso por un tiempo. Los niños de los vecinos sacarían las frambuesas de las matas. Era una lástima; le encantaban las frambuesas. Allá arriba en el Acantilado, donde el viento soplaba sin cesar, hacía mucho frío para cultivar frambuesas. Pero en el viejo melocotonero de Ogion que estaba en el rincón cubierto del muro de la casa que daba al sur había dieciocho melocotones, y Therru no dejaba de mirarlos como un gato pendiente de un ratón hasta que un día entró en la casa y dijo en su voz ronca y poco clara: —Dos melocotones están todos rojos y amarillos.

—¡Ah! —dijo Tenar. Fueron juntas hasta el árbol y sacaron los dos primeros melocotones maduros y se los comieron allí mismo, sin pelarlos. El jugo les corría por el mentón. Se lamieron los dedos.

—¿Puedo plantarla? —dijo Therru, observando la rugosa semilla del melocotón.

—Sí. Éste es un buen lugar, cerca del viejo árbol. Pero no muy cerca. Así los dos tendrán espacio para sus raíces y sus ramas.

La niña escogió un lugar y cavó la minúscula tumba. Colocó la semilla dentro y la cubrió. Tenar la observaba. Sentía que en los pocos días que llevaban viviendo allí, Therru había cambiado. Seguía teniendo una actitud indiferente, ni enfadada ni alegre; pero desde que estaban allí, su impresionante actitud vigilante y su inmovilidad se habían suavizado casi imperceptiblemente. Se había interesado por los melocotones. Se le había ocurrido plantar la semilla, aumentar el número de melocotones en el mundo. En la Granja de los Robles había sólo dos personas que no le daban miedo, Tenar y Alondra; pero aquí se había acostumbrado fácilmente a Brezo, la pastora de cabras de Re Albi, una amable muchacha gritona y tontuela de veinte años que trataba a la niña casi como si fuese otra cabra, una niña lisiada. Eso estaba bien. Y Tía Musgo estaba bien también, a pesar de cómo olía.

Cuando Tenar había vivido en Re Albi por primera vez, hacía veinticinco años, Musgo no era una bruja vieja sino una bruja joven. Siempre ocultaba la cabeza y se inclinaba y sonreía forzadamente ante la «joven dama», la «Dama Blanca», la pupila y discípula de Ogion, hablándole siempre con el mayor respeto. Tenar había sentido entonces que ese respeto era falso, una máscara que ocultaba una envidia y una antipatía y una desconfianza que le eran muy familiares, por parte de las mujeres ante las cuales la habían colocado en una posición de superioridad, mujeres que se consideraban vulgares y que la consideraban alguien especial, privilegiada. Como sacerdotisa de las Tumbas de Atuan o como pupila forastera del Mago de Gont, había ocupado una posición distante, superior. Los hombres le habían dado poder, los hombres habían compartido su poder con ella. Las mujeres la observaban desde fuera, a veces con rivalidad, a menudo con un asomo de mofa.

Ella había sentido que era la que quedaba fuera, excluida. Había huido de los Poderes de las tumbas del desierto, y después había renunciado a los poderes de conocimiento y maestría que le ofrecía su tutor, Ogion. Le había dado la espalda a todo aquello, había atravesado al otro lado, se había ido al otro cuarto, donde vivían las mujeres, para ser también una de ellas. Una esposa, la esposa de un granjero, una madre, una ama de casa que ostentaba el poder para el que nace una mujer, la autoridad que le asignaba el orden impuesto por la humanidad.

Y allí en el Valle Central, Goha, la esposa de Pedernal, había sido bien recibida, dentro de todo, por las mujeres; indudablemente forastera, de tez blanca y con un acento un tanto extraño, pero una extraordinaria ama de casa, una excelente hiladora, con hijos de buenos modales y bien criados y una granja próspera: respetable. Y para los hombres era la mujer de Pedernal, que hacía lo que debía hacer una mujer: compartir su lecho, criar, hornear, cocinar, limpiar, hilar, coser, servir. Una buena mujer. Le daban su aprobación. Pedernal había escogido bien después de todo, decían. «¿Cómo será una mujer blanca?, ¿tendrá todo el cuerpo blanco?», preguntaban con la mirada, observándola, hasta que se hizo mayor y dejaron de verla.

Aquí, ahora, todo había cambiado, no había nada de eso. Desde que ella y Musgo habían velado juntas a Ogion, la bruja había dejado bien en claro que iba a ser su amiga, su acompañante, su sirvienta, lo que Tenar quisiera que fuese. Tenar no estaba en absoluto segura de qué quería que fuese Tía Musgo, porque le parecía impredecible, indigna de confianza, incomprensible, apasionada, ignorante, solapada y sucia. Pero Musgo se llevaba bien con la niña quemada. Tal vez era Musgo la que estaba produciendo ese cambio, esa leve serenidad en Therru. Con ella, Therru se comportaba como con cualquier otra persona: inexpresiva, retraída, dócil como puede ser dócil un objeto inanimado, una piedra. Pero la vieja se había mostrado persistente con ella, ofreciéndole pequeños dulces y tesoros, sobornándola, engatusándola, halagándola. —¡Ven con Tía Musgo ahora, queridita! Ven conmigo y Tía Musgo te va a mostrar el lugar más hermoso que existe…

La nariz de Musgo se curvaba sobre sus mandíbulas desdentadas y sus labios finos; en la mejilla tenía una verruga del tamaño de una semilla de cereza; sus cabellos eran un amasijo gris y negro de nudos mágicos y mechones; y tenía un olor tan fuerte y desagradable y profundo e intrincado como el olor de una guarida de zorros. —¡Ven al bosque conmigo, queridita! —decían las brujas viejas en los cuentos que les contaban a los niños de Gont—. ¡Ven conmigo y te mostraré un lugar muy hermoso! —Y entonces la bruja encerraba a la niña en el horno y la asaba bien asada y se la comía, o la arrojaba a un pozo, donde se quedaba brincando y croando melancólicamente por siempre jamás, o la encerraba en una enorme piedra para que durmiera allí durante cien años, hasta que llegara el Hijo del Rey, el Príncipe Mago, que hacía añicos la piedra con una sola palabra, despertaba a la doncella y mataba a la bruja malvada…