– ¿Qué haces este fin de semana? -preguntó Nan. Lena volvió a encogerse de hombros.
– No lo sé. ¿Por qué?
– Pensaba decirle a Hank que viniera para Pascua. A lo mejor cocina un jamón.
Lena buscó alguna excusa, pero la invitación la había pillado desprevenida. Miraba el calendario sólo para ver cuándo le tocaba cobrar, no para calcular cuándo había alguna fiesta. La Pascua la cogía de improviso.
– Lo pensaré -dijo Lena y, para su alivio, Nan se lo tomó bien. Le llegó un grito procedente de la parte de arriba, y ambas se volvieron. Unos chavales jugaban en un balcón. Uno de ellos debió de intuir el enfado de Nan, porque le lanzó una sonrisa de disculpa antes de abrir el libro que tenía en la mano y fingir leerlo.
– Idiotas -dijo Lena.
– Bah, son buenos chicos -le dijo Nan, pero no les quitó ojo durante unos momentos para asegurarse de que dejaban de alborotar.
Nan era la última persona sobre la tierra con la que habría pensado trabar amistad, pero en los últimos meses algo había cambiado. No eran amigas en el sentido literal de la palabra -a Lena no le interesaba ir al cine con ella ni que Nan le comentara el lado homosexual de su vida-, pero hablaban de Sibyl, y, para Lena, hablar de Sibyl con alguien que realmente la conoció era como tenerla otra vez junto a ella.
– Te llamé ayer por la noche -dijo Nan-. No sé por qué no tienes contestador.
– Conseguiré uno -dijo Lena, aunque ya tenía uno en el fondo del armario.
Lena lo desconectó la primera semana que vivió en el campus. Las únicas personas que la llamaban eran Nan y Hank, y ambos dejaban los mismos mensajes de preocupación, interesándose por cómo le iba. Ahora Lena tenía conectado el identificador de llamadas, y eso era todo lo que necesitaba para filtrar las pocas que tenía.
– Richard ha estado aquí -dijo.
– Oh, Lena. -Nan frunció el ceño-. Espero que no fuera grosero.
– Intentaba sacar los trapos sucios.
Como siempre, Nan intentó defender a Richard.
– Brian trabaja en su departamento. Estoy segura de que Richard sólo quería saber qué había pasado.
– ¿Le conocías? Al chico, quiero decir.
Nan negó con la cabeza.
– Vi a Jill y a Brian en la fiesta de la facultad de las navidades pasadas, pero no nos tratábamos. Quizá deberías hablar con Richard -sugirió-. Trabajaban en el mismo laboratorio.
– Richard es un gilipollas.
– Se portó muy bien con Sibyl.
– Sibyl sabía cuidarse sola -insistió Lena, aunque las dos sabían que eso no era cierto.
Sibyl era ciega. Richard había sido sus ojos en el campus, haciendo su vida mucho más fácil.
Nan cambió de tema y dijo:
– Me gustaría que aceptaras parte del dinero del seguro…
– No -la cortó Lena.
Sibyl había suscrito un seguro de vida a través de la universidad, con doble indemnización en caso de muerte accidental. Nan había sido la beneficiaria, y desde que cobrara el cheque le había estado ofreciendo la mitad del dinero a Lena.
– Sibyl te lo dejó a ti -le repitió Lena por millonésima vez-. Quería que tú lo tuvieras.
– Ni siquiera hizo testamento -le replicó Nan-. No le gustaba pensar en la muerte, por no hablar de hacer planes para cuando ocurriera. Ya sabes cómo era.
Lena sintió cómo las lágrimas le humedecían los ojos.
– La única razón por la que suscribió ese seguro -explicó Nan- fue porque la universidad se lo ofreció gratis con la póliza sanitaria. Y me hizo beneficiaria sólo porque…
– … porque quería que tú te quedaras el dinero -acabó la frase Lena, utilizando el dorso de la mano para secarse los ojos. Había llorado tanto durante el último año que ya no la avergonzaba hacerlo en público-. Escucha, Nan, te lo agradezco, pero es tu dinero. Sibyl quería que te lo quedaras.
– No habría querido que trabajaras para Chuck. Le habría parecido horrible.
– A mí tampoco me entusiasma -admitió Lena, aunque a la única persona a quien se lo había dicho era a Jill Rosen-. Es sólo algo para ir tirando hasta que decida qué quiero hacer con mi vida.
– Podrías volver a la universidad.
Lena se rió.
– Soy un poco mayor para volver a estudiar.
– Sibyl siempre decía que preferirías sudar la gota gorda corriendo un maratón en pleno agosto que pasarte diez minutos dentro de un aula con aire acondicionado.
Lena sonrió, y sintió cómo se aliviaba su dolor cuando su mente evocó la voz de Sibyl diciendo exactamente lo mismo. A veces se producía un chasquido en el cerebro de Lena, y las cosas malas desaparecían y sólo quedaba lo bueno.
– Es difícil creer que ha pasado un año -dijo Nan.
Lena miró por la ventana, pensando en lo curioso que era estar hablando así con Nan. De no haber sido por Sibyl, Lena se habría mantenido lo más alejada posible de alguien como Nan Thomas.
– Esta semana he pensado mucho en ella -dijo Lena. Había visto algo en la cara de Sara Linton mientras subían a su hermana en el helicóptero que le había afectado más que ninguna otra cosa en mucho tiempo-. A Sibyl le encantaba esta época del año.
– Le encantaba pasear por el bosque -dijo Nan-. Los viernes siempre procuraba salir del trabajo un poco antes para que pudiéramos dar un paseo antes de que anocheciera.
Lena tragó saliva, temiendo que, si abría la boca, se le escapara un sollozo.
– De todos modos -dijo Nan, apoyando las palmas planas sobre la mesa al ponerse en pie-, será mejor que empiece a catalogar algunos libros antes de que vuelva Chuck y me invite a cenar.
Lena también se puso en pie.
– ¿Por qué no le dices simplemente que eres lesbiana?
– ¿Para que le dé más morbo? -contestó Nan-. No, gracias.
Lena estuvo de acuerdo. A ella tampoco le había hecho ninguna gracia imaginarse a Chuck leyendo en el periódico los escabrosos detalles de su agresión.
– Además -dijo Nan-, alguien como él diría que la única razón por la que no quiero salir con él es que soy lesbiana, y que ya se sabe que las lesbianas odian a los hombres. -Nan se inclinó hacia delante y le dijo en tono cómplice-. Cuando la verdad es que no odio a todos los hombres. Sólo a él.
Lena negó con la cabeza, y se dijo que, si ése era el criterio, todas las mujeres del campus eran lesbianas.
4
El Hospital Grady era uno de los centros de traumatología de nivel más respetados del país, pero su reputación entre los habitantes de Atlanta era notoriamente mala. Dirigido por la Autoridad Hospitalaria de Fulton-DeKalb, el Grady era uno de los pocos hospitales públicos de la zona y, a pesar de que albergaba una de las unidades de quemados más grandes del país, tenía uno de los programas VIH/sida más completos de la nación, y servía como centro regional de tratamiento para bebés y madres de alto riesgo. Si entrabas con el estómago descompuesto o con dolor de oído, era más que probable que tuvieras que esperar dos horas para ver al médico… eso si tenías suerte.
El Grady era un hospital universitario, y la Universidad Emory, el alma máter de Sara, así como la Facultad Morehouse, proporcionaban una incesante provisión de internos. Las plazas de urgencias eran las más buscadas por los estudiantes, pues se decía que el Grady era el mejor lugar del país donde aprender medicina de urgencias. Quince años atrás, Sara había luchado con uñas y dientes para obtener un puesto en el equipo de pediatría, y había aprendido más en un año que muchos médicos durante toda una vida. Cuando se fue de Atlanta para regresar a Grant County, a Sara jamás se le pasó por la cabeza que volvería al Grady, sobre todo en esas circunstancias.
– Alguien viene -dijo el hombre que estaba junto a Sara. Todos los que estaban en la sala de espera (al menos treinta personas) levantaron los ojos hacia la enfermera, expectantes.
– ¿Señora Linton?
A Sara el corazón le dio un vuelco, y por una fracción de segundo pensó que su madre había llegado por fin. Se puso en pie, colocó una revista sobre la silla para que no se la quitaran, aunque, en las dos últimas horas, ella y el anciano que había a su lado se habían estado guardando el sitio mutuamente.
– ¿Ya ha salido del quirófano? -preguntó Sara, incapaz de contener el temblor de la voz.
El cirujano había calculado una intervención de al menos cuatro horas, estimación que a Sara le había parecido optimista.
– No -le dijo la enfermera, conduciendo a Sara al mostrador de enfermeras-. Tiene una llamada telefónica.
– ¿Son mis padres? -preguntó Sara, levantando la voz para hacerse oír.
El pasillo estaba abarrotado de gente; médicos y enfermeras pasaban zumbando con paso decidido mientras procuraban no verse superados por la progresiva cantidad de pacientes que inundaba el centro hospitalario.
– Dice que es agente de policía. -La enfermera le entregó el teléfono a Sara y le dijo-: Sea breve. No podemos permitir llamadas privadas en esta línea.
– Gracias.
Sara cogió el teléfono, reclinándose contra el mostrador, procurando no molestar.
– ¿Jeffrey? -preguntó.
– Hola -dijo él, con una voz en la que había la misma tensión que ella experimentaba. ¿Ya ha salido del quirófano?
– No -dijo Sara, recorriendo el pasillo con la mirada en dirección a la sala de cirugía.
Varias veces se le había ocurrido traspasar la puerta, intentar averiguar qué estaba pasando, pero un vigilante apostado en la puerta del quirófano parecía tomarse su trabajo muy en serio.
– ¿Sara?
– Estoy aquí.
– ¿Qué pasa con el bebé? -preguntó Jeffrey.
Sara sintió un nudo en la garganta. Se sentía incapaz de hablar de Tessa con él. No así.
– ¿Has averiguado algo? -inquirió.
– He hablado con Jill Rosen, la madre del suicida. No me ha dicho gran cosa. En el bosque encontramos una cadena, una especie de collar con una estrella de David, que pertenecía al chaval. -Como Sara no respondiera, añadió-: Andy, el suicida, o bien estaba en el bosque o alguien le quitó la cadena y se internó en el bosque.