– Perseguiré a ese cabrón.
Al día siguiente, no pude evitar hablar de mis problemas económicos con Matthew Sims. Y él no pudo evitar preguntarme cómo me sentía.
– Estoy muerto de miedo -dije.
– De acuerdo -contestó-. Pongámonos en el peor de los casos posibles. Lo pierde todo. Se declara en bancarrota. Su cuenta bancària está a cero. ¿Entonces qué? ¿Cree que no volverá a trabajar?
– Claro que trabajaré, en un empleo en el que tenga que decir cosas como: «¿Quiere unas patatas con el batido?».
– Vamos, David, usted es un hombre muy inteligente…
– Pero también soy un hombre considerado persona non grata en Hollywood.
– Puede que por un tiempo.
– Puede que para siempre. Y eso es lo que me aterroriza. Que no pueda volver a escribir nunca más.
– Por supuesto que volverá a escribir.
– Sí, pero nadie lo comprará. Y, como el noventa por ciento de los autores, exceptuando a J. D. Salinger, vivo para un público: lectores, espectadores, lo que sea. Escribir es lo que sé hacer. Fui un marido desastroso, soy un padre mediocre, pero cuando se trata de palabras soy excelente. Me pasé catorce largos años intentando convencer al mundo de que era un buen escritor. ¿Y sabe qué? Al final los convencí. De hecho, llegué mucho más lejos de lo que jamás había soñado. Y ahora me lo han arrebatado todo.
– Del mismo modo que su ex esposa quiere arrebatarle a Caitlin, quiere decir.
– Está haciendo todo lo que puede.
– Pero ¿realmente cree que logrará que no vuelva a ver a su hija?
Y por quinta, o tal vez sexta vez seguida, nuestra sesión terminó conmigo diciendo:
– No lo sé.
Aquella noche dormí mal. Me desperté por la mañana con la sensación de mal augurio aguzada. Entonces me llamó Alison, y parecía un poco tensa.
– ¿Has leído el periódico esta mañana?
– Dejé de leer el periódico cuando vine aquí. ¿Qué pasa ahora?
– Muy bien, hay buenas y malas noticias. ¿Qué quieres oír primero?
– Las malas, por supuesto. Pero ¿cómo son de malas?
– Depende.
– ¿De qué?
– De lo apegado que estés al Emmy.
– ¿Esos hijos de puta quieren que lo devuelva?
– Ni más ni menos. Como aparece en Los Angeles Times de la mañana, la Academia Americana de las Artes y las Ciencias Televisivas ha aprobado una moción para retirarte el premio, debido…
– Ya me imagino el porqué.
– Lo siento mucho, David.
– No te preocupes. No es más que un pedazo de hojalata. ¿Te llevaste el Emmy de mi piso?
– Sí.
– Pues mándaselo. Que les aproveche. ¿Cuál es la buena noticia?
– Aparece en el mismo artículo de Los Angeles Times. Parece que ayer, durante la asamblea mensual, la Asociación de Autores aprobó una moción de censura contra ti…
– ¿Eso te parece una buena noticia?
– Espera. Te censuraron pero, por una mayoría de dos tercios, rechazaron la moción de recomendar que se te prohibiera trabajar durante un tiempo indeterminado.
– Qué bien. Los estudios y las productoras de la ciudad ya se encargarán de ello, con o sin moción de la asociación.
– Sé que te va a sonar a consuelo de loquero, pero la cuestión es que una censura no es más que un cachete. Podemos tomárnoslo como una buena señal de que en círculos profesionales la gente considera este asunto como lo que es realmente: una estupidez.
– Los del Emmy no.
– Eso es un juego de relaciones públicas. Cuando vuelvas…
– No creo en la reencarnación. Además, ¿no te acuerdas de lo que dijo Scott Fitzgerald, en uno de sus momentos de sobriedad, hacia el final?: «En las vidas americanas no hay segundos actos».
– Yo sigo una teoría diferente: la vida es corta, pero las carreras de los escritores son extrañamente largas. Intenta dormir un poco esta noche. Te noto por los suelos.
– Estoy por los suelos.
Evidentemente no dormí, sino que vi las tres partes de la Trilogía de Apu (seis horas de la vida doméstica hindú de los años cincuenta: espléndida, pero sólo un maníaco sería capaz de verla de un tirón). Finalmente me eché en la cama y me desperté cuando sonó el teléfono. ¿Qué día era? ¿Miércoles? ¿Jueves? El tiempo había perdido todo su valor para mí. Hacía poco, mi vida había sido un largo sprint de trabajo diario, en el que lograba meter muchas cosas: un par de horas escribiendo, reuniones de producción, sesiones de tormentas de ideas, llamadas interminables, almuerzo de trabajo, cena de trabajo, una película, una fiesta a la que debía asistir… Además estaban los fines de semana cada quince días con Caitlin. Los fines de semana que no estaba con ella, me pasaba nueve horas al día delante del ordenador, elaborando parte de un nuevo episodio, o un fragmento de mi guión, siempre más, más, más. Porque, como sabía perfectamente, estaba metido en una rueda. Y cuando estás en una rueda, no puedes permitirte parar. Porque si te paras…
El teléfono no dejaba de sonar y lo descolgué.
– David, soy Walter Dickerson. ¿Le he despertado?
– ¿Qué hora es?
– Casi mediodía. Le llamo más tarde.
– No, no, dígame, ¿tiene noticias?
– Sí.
– ¿Y?
– Bastante razonables.
– ¿Qué quiere decir?
– Su ex esposa ha aceptado que llame por teléfono a Caitlin.
– Eso es un paso adelante, supongo.
– Sin ninguna duda. Sin embargo, ha insistido en un par de condiciones. Sólo puede llamarla día sí día no, con un tiempo límite de quince minutos.
– ¿Ella ha puesto esas condiciones?
– Sí. Y según su abogado, le costó bastante convencerla para que aceptara ese tiempo limitado de contacto telefónico. Me ha dicho que sigue muy enfadada con usted.
– No me sorprende -dije-. ¿Cuándo puedo hacer la primera llamada?
– Esta tarde. Su ex esposa propuso las siete como hora fija para la llamada. ¿Le parece bien?
– Por supuesto -dije, pensando que no tenía el calendario precisamente lleno-. Pero señor Dickerson… Walter, ¿cuánto tiempo cree que tendré que esperar para que me deje ver a mi hija?
– La respuesta sincera a esa pregunta es que depende de su ex esposa. Si ella quiere seguir apretándole las pelotas, y disculpe la expresión, esto puede alargarse durante meses. En tal caso, y si tiene dinero para pagarlo, podemos llevarla a los tribunales. Pero esperemos que, cuando se enfríe un poco su rabia, esté dispuesta a negociar un contacto físico adecuado. Pero, ya se lo he dicho, será un proceso gradual. Ojalá tuviera mejores noticias, pero… como ya se habrá dado cuenta, los divorcios amistosos no existen. Y cuando hay un hijo de por medio, los desacuerdos son infinitos. Al menos hemos conseguido que hable con Caitlin otra vez. Es un principio.
Como estaba programado, hice la llamada a las siete en punto de la tarde. Lucy debía de tener a Caitlin junto al teléfono, porque descolgó inmediatamente.
– ¡Papá! -gritó, como si estuviera realmente encantada de oír mi voz-: ¿Por qué has desaparecido?
– Tuve que irme por cuestiones de trabajo -dije.
– ¿No quieres volver a verme? -preguntó.
Tragué saliva. No quería meter la pata. Ni mucho menos desmoronarme.
– Me muero de ganas de verte -dije-. Es que… ahora mismo no puedo.
– ¿Por qué no puedes?
– Porque… porque… estoy muy lejos, trabajando.
– Mami me dijo que te habías metido en un lío.
– Es verdad, he tenido problemas… pero ya estoy mejor.
– ¿Entonces vas a venir a verme?
– En cuanto pueda. -Respiré hondo, y me mordí el labio inferior-. Mientras tanto hablaremos a menudo por teléfono.
– Pero no es lo mismo que verte…
– Caitlin… -dije, incapaz de terminar la frase porque se me rompía la voz.
– Papá, ¿qué te pasa?
– Estoy bien, estoy bien, estoy bien… -dije, haciendo un esfuerzo para no caer por el precipicio-. Cuéntame lo que has estado haciendo en la escuela.