– No puedo creer que lo hayas arriesgado todo por mí.
– Déjate de prosas románticas, por favor. Él te trató como a una basura. Principalmente, supongo, porque le hicieron un informe completo de nuestra noche en la isla. Da lo mismo que no hiciéramos nada: lo que importaba era que tú tienes talento y yo me enamoré de ti. Así que cuando me enteré de cómo había destrozado tu carrera, me sentí responsable. Como no quiso atender a argumentos morales, decidí jugar sucio. Es de eso de lo que se trata. Dejar las cosas claras. Poner las cosas en su sitio. Corregir lo que está mal. O cualquier tópico que se te ocurra.
– No puede pagarme, simplemente. También necesito alguna clase de rehabilitación profesional. Una declaración suya que me exonere de las calumnias. Y también…
– ¿Sí?
Se me había ocurrido una idea, una idea absurda y perversa, pero que valía la pena intentar, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía nada que perder.
– Quiero que insistas en una entrevista conjunta en televisión, a Philip y a mí. Algo de ámbito nacional. Seguro que los ayudantes de tu marido pueden organizado.
– ¿Y qué va a pasar durante la entrevista?
– Eso es asunto mío.
– Lo intentaré. Si es que puedo, claro.
– Has estado estupenda. Más que estupenda.
– David, para.
– Y cuando esto haya terminado, nosotros…
– ¿Nosotros? -preguntó ella.
Le cogí la mano otra vez.
– Sí. Nosotros. Tú y yo. Nosotros.
Ella apartó su mano de la mía, con suavidad.
– Ya veremos qué pasa los próximos seis días, ¿eh?
Se levantó.
– Tengo que irme.
Yo también me levanté y le di un beso. Esa vez me permitió que se lo diera en los labios. Habría querido dar rienda suelta a un torrente de idioteces románticas, pero me controlé.
– Te llamaré en cuanto sepa algo -dijo.
Se volvió y fue hacia el coche.
Al volver a Meredith, no paré de repasar la conversación mentalmente, concentrándome (como todos los imbéciles enamorados) en las pocas señales positivas que Martha me había mandado. Iba a dejar a Fleck. Aunque no había admitido que me quisiera, tampoco lo había negado. Y había confesado que se había enamorado un poco de mí. Y mantenía las opciones abiertas («Ya veremos qué pasa en los próximos seis días, ¿eh?»). En otras palabras, la puerta no estaba cerrada. Y ella también sabía lo que yo sentía antes de saber el dinero que cobraría en caso de divorcio. Sin duda, aquello tenía que contar para algo, ¿no?
«Oh, ya está bien, Armitage: pareces un chico de trece años.» Es inevitable: el amor hace salir al memo adolescente que llevamos dentro.
Como soy un fatalista, también me imaginé el peor de los escenarios: Fleck decidía arriesgarse. Se publicaban las cintas y a mí volvían a vilipendiarme públicamente, no solo por ser un plagiario psicótico, sino también por romper un matrimonio y acostarme con una mujer que ya estaba embarazada de tres meses. Martha dejaría a Fleck, pero decidiría seguir adelante sin mí. Y yo estaría más hundido en tierra de nadie que nunca.
Sin embargo, cuando llegué a Meredith, había dos mensajes urgentes para mí en el contestador. El primero era de mi jefe, preguntándome por qué no había abierto la librería aquella mañana, y diciendo que esperaba que el inconveniente no se repitiera. La segunda era de Alison, pidiéndome que la llamara en seguida. Así lo hice.
– En fin -dijo al contestar-, los caminos del Señor son inescrutables.
– ¿Lo que significa?
– Escucha esto: acabo de recibir una llamada de un tal Mitchell van Parks, de ese gran bufete de abogados que te jodan de Nueva York. Me ha explicado que hablaba en nombre de Fleck Films, y de entrada deseaba disculparse por la pequeña confusión que se había producido con el registro de tu…, sí, ha utilizado este pronombre, tu guión, Nosotros, los veteranos. «Una terrible confusión en la Asociación de Autores», ha dicho, «que, naturalmente, Fleck Films tiene intención de rectificar». Yo le he contestado: «¿De qué cifra estamos hablando?». Y él ha dicho: «Un millón de dólares… y compartir los títulos de crédito». Y yo he dicho: «Hace siete meses, su cliente, el señor Fleck, ofreció al mío, el señor Armitage, una tarifa de un millón cuatrocientos mil dólares. Sin duda, teniendo en cuenta que podrían plantearse ciertos interrogantes sobre el modo en que ha aparecido el nombre del señor Fleck como autor…». En este punto, él me ha interrumpido: «De acuerdo, un millón cuatrocientos mil», pero yo he contestado: «Ni hablar».
– No me digas que…
– Por supuesto que sí. He seguido diciendo que, dadas las «intrigantes» circunstancias que rodean la autoría del guión, estaba segura de que Fleck Films querría hacer un gesto para arreglar el asunto de una vez por todas… y para garantizar que ese desgraciado equívoco siguiera siendo un asunto privado entre mi cliente y el señor Fleck.
– ¿Y él qué ha contestado?
– Un millón y medio.
– ¿Y tú qué has dicho?
– Hecho.
Dejé el teléfono un momento y escondí la cara entre las manos. No me sentía triunfante. Ni vengado, ni exonerado. No sabía qué sentir… excepto una aguda y rara sensación de pérdida. Y un deseo abrumador de abrazar a Martha. Su extraño truco había resultado. Y ahora, si ella estaba dispuesta a tentar nuevamente la suerte conmigo, nuestra vida juntos podría…
– ¿David? -Alison gritó por teléfono-. ¿Sigues ahí?
Recogí el teléfono.
– Perdona. Es que estoy un poco…
– No tienes que explicarme nada. Han sido seis meses muy duros.
– Que Dios te bendiga, Alison. Que Dios te bendiga.
– Ahora no te me pongas místico, Armitage. Porque precisamente tendremos que hacer cosas muy poco cristianas y más bien sucias en cuanto al tema créditos compartidos o no. He pedido a Van Parks que me mandara el guión inmediatamente. Mañana te lo haré llegar. A partir de ahí hablaremos. Ahora mismo pienso comprarme una botella de champán francés, y te recomiendo que hagas lo mismo. Oye, esta tarde he ganado trescientos mil dólares.
– Te felicito.
– Y yo a ti, y yo a ti. Algún día ya me contarás cómo has forzado este cambio tan completo de la suerte.
– No pienso decir nada. Excepto que me alegro de volver a trabajar contigo.
– Nunca dejamos de trabajar juntos, David.
En cuanto acabé de hablar con Alison, llamé inmediatamente a Martha al móvil. Me salió el buzón de voz y le dejé el siguiente mensaje: «Martha, querida, soy yo. Ha funcionado, tu asombroso juego ha funcionado. Por favor, llámame. A cualquier hora. De día o de noche. Pero llámame. Te quiero».
Pero no me llamó aquella noche. Ni al día siguiente. Ni al otro. En cambio, Alison sí llamó con una noticia intrigante.
– ¿Puedes conseguir un New York Times de hoy? -me preguntó.
– Lo vendemos en la librería.
– Mira la sección de «Arte y ocio». Hay una entrevista en exclusiva con nuestro autor favorito, Philip Fleck. Tienes que leer lo que dice de ti. Según él, eres el escritor más perseguido desde Rushdie, y tus supuestos delitos no son más que acusaciones amañadas por un periodista macartista. Pero lo más bonito, lo que realmente confirma mi baja opinión de la condición humana es que, según Fleck, has sido tan sistemáticamente vilipendiado por MacAnna y tan despiadadamente abandonado por el sector, que tú y Fleck creísteis que era mejor para la película que no aparecieras en los créditos…
Para entonces yo ya había cogido un periódico del estante, frente a la caja, y lo estaba leyendo.
– Escucha lo que dice el periodista a continuación -dijo Alison-: «Pero según Fleck, la idea de que el nombre de un autor no pudiera aparecer en los créditos le recordaba demasiado a los días horribles de la lista negra de los años cincuenta y se sintió obligado a romper su silencio sobre el tema -no olvidemos su antipatía de siempre por las entrevistas en prensa- y salir en defensa del escritor. “Indiscutiblemente -dijo Fleck-, David Armitage es una de las voces más originales del cine y la televisión estadounidenses. Y es vergonzoso que su carrera haya sido prácticamente arruinada por un personaje que, debido a su falta personal de éxito, decidió orquestar una venganza contra él. Al menos, el excelente guión de David para Nosotros, los veteranos le reivindicará completamente, y recordará a Hollywood lo que se ha perdido.”»