– Te apoyaré en lo que decidas.
– Tengo mucho miedo -susurró, como si estuviera avergonzada-. Ni te lo imaginas.
Tuve que cerrar los ojos y las lágrimas se me atascaron en la garganta.
– Sí que lo sé.
Ella me miró y luego miró hacia el pasillo.
– ¿No…?
– No. Michael Bailey.
– Pero si estabas en el instituto -dijo ella.
– Y fui una estúpida.
Claire se sorbió la nariz.
– ¿Se lo dijiste a papá y a mamá?
– No.
– ¿Te practicaron un aborto?
Negué con la cabeza.
– ¿Tuviste…? ¡No tuviste al bebé!
– No. Sufrí un aborto natural. Tal vez se debiera a la endometriosis. Tal vez no. No lo sé.
– Vaya -Claire parecía estupefacta-. No lo sabía.
– Nadie lo sabe. No se lo dije a nadie. Al final no tuve que hacerlo.
– ¿Qué hizo él?
Suspiré antes de contestar.
– No hizo nada. Rompimos.
– Me acuerdo de cuando rompisteis -dijo-. Te oía llorar por la noche.
– Ah, qué buenos tiempo -dije yo con falso cariño.
Claire se rió. Me abrazó y yo la abracé a ella. Después se bebió el resto del refresco.
– ¿Lo sabe James?
Volví a negar con la cabeza.
– Nunca se lo he contado.
Ella asintió como si le pareciera que tenía todo el sentido.
– Más te vale que estés tomando la píldora y uses diafragma -dijo totalmente en serio echando otro vistazo al pasillo-. Imagina el lío en que te podrías meter.
– Ya te lo he dicho. No me lo estoy follando. Está… acordado.
Claire puso una de sus caras típicas.
– Ya, ya.
– Si necesitas un médico, puedo recomendarte una doctora muy buena -dije yo, sin tratar de ser sutil con el cambio de tema.
– Joder. Un médico del coño. Por Dios -dijo Claire, enterrando la cara en las manos otra vez-. Necesito uno que no cobre mucho. Estoy en la ruina más absoluta.
– Ella no cobra mucho. Y es muy buena. Y si necesitas dinero…
Claire echó un vistazo alrededor de mi desvencijada cocina en una casa tasada en quinientos mil dólares.
– No eres una fuente inagotable de dinero que digamos, hermanita.
– Eres mi hermana. Si necesitas ayuda…
Claire sacudió la cabeza y me dirigió otra sonrisa líquida.
– Lo tendré en mente. Primero tengo que decidir qué voy a hacer.
Un silbido nos alertó del regreso de Alex, que entró en la cocina oliendo a la misma loción de romero y lavanda que se ponía James, y vestido con un traje oscuro, camisa roja y corbata negra. Tenía un aspecto muy profesional, aunque su sonrisa de satisfacción distaba mucho de ser tal cosa.
– Señoras, intenten no babear -dijo.
Claire puso los ojos en blanco y le sacó el dedo. Él se llevó la mano al corazón y retrocedió trastabillándose.
– ¡Ay! Eso me ha dolido.
– Si te comportas como un capullo presuntuoso, corres el riesgo de que te traten como tal -dijo Claire con sorna.
Me llamó la atención que hubiera dejado de flirtear, independientemente de que antes lo hiciera por costumbre. Claire flirteaba incluso con James, aunque no pretendiera nada. Pero retrocedió ante Alex. No es que estuviera siendo grosera. Simplemente no flirteaba.
Él se percató. Me gustaba eso de él, que era un hombre sagaz. De mente rápida. Podía resultar intimidatorio, pero también muy, pero que muy sexy.
– Anne, llegaré tarde esta noche. No me guardes cena ni nada de eso, ¿vale?
– No te preocupes. Hasta luego.
Asintió con la cabeza y le dedicó un saludo marcial a Claire, agarró las llaves del coche del portallaves que había junto a la puerta y se fue.
Una vez fuera, Claire dijo:
– Dios mío, una imagen muy doméstica.
– Pretendía ser amable, eso es todo. Sigue siendo un invitado.
– Ya, ya -dijo-. Es extraño, pero no me da la impresión de que sea el tipo de hombre que hace lo imposible por mostrarse amable.
Por alguna razón, su comentario me molestó.
– Ni siquiera lo conoces.
Ella se encogió de hombros.
– Es un Kennedy. Y no me refiero a uno de los que tiraban a Marilyn Monroe. Ya sabes a que me refiero.
– Pues la verdad es que no -dije yo frunciendo tanto el ceño que me dio dolor de cabeza.
– ¿Cuántas hermanas tiene, tres?
– Sí.
– Unas fulanas de alto nivel -afirmó Claire-. Están metidas en asuntos de drogas. Su madre trabaja en Kroger.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
Yo había asistido al mismo instituto que James y Alex, pero cinco años más tarde. No coincidimos en ningún momento. En caso de que las hermanas de Alex hubieran asistido también, tenía que haber sido antes o después de mí, porque no recordaba a ninguna.
– Kathy, la más pequeña, y yo, fuimos juntas al colegio. Estábamos en el equipo de las animadoras. Hablaba de él todo el tiempo. Alex. Él solía enviarle caramelos muy raros y cosas como pezuñas de cerdo enlatadas de donde fuera que estuviera en China.
– Singapur -corregí yo-. Y eso no significa que no sea amable.
Mi hermana volvió a encogerse de hombros.
– Lo único que digo es que sus hermanas eran unas fulanas y su padre uno de esos tíos que frecuentan la asociación de veteranos de guerra con minusvalías.
La miré fijamente durante un buen rato y en su favor tuve que admitir que pareció avergonzarse ligeramente.
– No creo que seas la más adecuada para juzgar a otros con tanta dureza, Claire.
– Sí -contestó ella con voz queda al cabo de un momento-. Pero al menos nadie finge que no sea verdad.
Claire tenía dos años el verano que ocurrió. No creo que pudiera recordar a nuestra familia de otra forma de cómo era en el presente. En cierta manera la envidiaba por no poder hacer comparaciones.
– Esta jodida fiesta… -dijo con un suspiro, cambiando de tema-. Estoy deseando que se termine.
– Sí, yo también.
– Vale, y ahora voy a saquear tu frigorífico -se levantó para pasar junto a mí, pero se detuvo-. Anne, ten cuidado, ¿vale? Con el asunto ése.
– Lo tendré -le aseguré yo, aunque no estaba segura de poder hacerlo. Aunque quisiera.
Descubrí el poder de un orgasmo a los dieciséis. A mí también me dio fuerte la manía de las adolescentes de pasarse horas mirándose en el espejo deseando parecerse más a las mujeres que salían en las revistas y menos a ellas mismas. Me metía en la ducha hasta que se acababa el agua caliente y luego plantaba cara a mis hermanas, furiosas porque habían tenido que esperar a que yo terminara. Me lavaba el pelo, me afeitaba las piernas y aquellos lugares en los que me parecía extraño que tuviera vello. Nunca se me había ocurrido pensar en la alcachofa de la ducha como otra cosa que no fuera su enorme utilidad para aclarar la espuma después de afeitarse las piernas.
Me gustó mucho la sensación que me causó el chorro del agua aquella primera vez totalmente involuntaria. De modo que me acerqué la alcachofa y la mantuve un rato allí. A los pocos minutos fue como si estallaran fuegos artificiales en mi interior. Tuve que sentarme en el suelo de la ducha de lo que me temblaban las piernas.
Después de aquello aprendí rápidamente cómo funcionaba mi cuerpo. Por las noches, bajo las sábanas y dentro de la ducha, exploraba las líneas y las curvas de mi cuerpo, descubriendo los puntos que me proporcionaban placer al acariciarlos. Aprendí a prolongarlo hasta que ya no podía más, y sólo con apretar los muslos era capaz de aguantar al borde del orgasmo durante una hora o más, y cómo cuando me dejaba ir por fin la sensación me hacía volar para caer después casi al mismo tiempo, dejándome saciada y con la respiración agitada.
Michael no fue el primero que me besó, pero si fue el primero que lo hizo después de descubrir lo que significaba el placer sexual. No me resultó difícil sumar dos y dos, pensé en el poder de mis manos para hacer que me retorciera y temblara de placer, y di por sentado que las suyas podrían hacer lo mismo. En ese sentido fui afortunada y desafortunada. Mi mejor amiga, Lori Kay, también había empezado a salir con un chico en serio que quería convencerla para acostarse. Ella no quería, no porque pensara que tuviera que esperar a estar casada ni por miedo a quedarse embarazada, puesto que llevaba tomando la píldora desde octavo curso para regular la regla. No, Lori no quería follar con su novio porque no tenía motivos para pensar que fuera a gustarle.