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Nos habíamos contado muchas cosas sentadas debajo del árbol de su jardín o en el sótano cuando me quedaba a dormir con ella. A su novio le gustaba que ella se la chupara, pero cuando él le metía los dedos, Lori no disfrutaba, más bien le parecía irritante.

– Besarse es genial -me confesaba-. Pero cuando mete la mano entre mis piernas es como si se hubiera confundido haciendo los deberes y tratara de borrar. ¡Frotar, y otra vez a frotar!

Nosotras nos reíamos, y Lori me escuchaba maravillada cuando yo le describía cómo Michael conseguía que me corriera una y otra vez utilizando la mano. No le dije que yo ya sabía lo que se sentía cuando se alcanzaba el clímax. Ella me había dicho que nunca había tenido uno. No hablábamos de la masturbación.

Así que tuve suerte en cuanto a que conocer el funcionamiento de mi cuerpo me había permitido enseñárselo a otro, pero cuando echo la vista atrás y veo cómo me salieron las cosas entonces, puede que hubiera sido mejor haberme comportado como mi amiga, que consiguió mantener intacta su virginidad hasta la universidad.

Después de Michael estaba segura de que no podría volver a enamorarme. No quería volver a entregarme a alguien de aquella forma. Perdí las ganas de tocarme. No quería tener nada que ver con el sexo, aunque fuera conmigo misma. La idea de besar, acariciar y hacer el amor me revolvía el estómago de tal forma que no podía ni ver una película romántica sin fruncir los labios de asco.

Entonces me fui a la universidad, aliviada de poder escapar de mi casa y de las sonrisas que todas fingíamos para ocultar la verdad. Me esforzaba mucho en clase, y los programas de estudio fueron un gran apoyo. Trabé amistad con mi compañera de habitación, una chica preciosa que tenía a su novio en «casa», pero aun así encontraba tiempo para «andar por ahí» con toda la fraternidad Delta Alfa Delta los fines de semana. Hice más amigos, chicos y chicas. Vivía en una residencia mixta y por primera vez, dado que no tenía hermanos, supe lo que era compartir el espacio con chicos.

No diría tanto como que la universidad era un nido de promiscuidad desenfrenada, pero sí es cierto que allí no costaba tanto admitir que te habías tirado a alguien, porque una no tenía que cargar con el estigma de que te llamaran fulana, como ocurría en el instituto con las chicas que practicaban el sexo. Los rollos eran frecuentes y el consumo de alcohol iniciaba la mayoría de ellos. Emborracharse formaba parte de la vida de la residencia universitaria igual que acompañar todas las comidas con patatas fritas o pedir pizza a las dos de la mañana.

Asistía a las fiestas que se celebraban en los sótanos de las fraternidades, cuyos sucios embarrados me dejaban los bajos de los vaqueros manchados de forma permanente, y la música estaba tan alta que era imposible hablar. No me hacía falta hablar con los chicos que me invitaban a cerveza. No quería. Pero sí podía bailar con absoluto abandono, chapoteando entre charcos de cerveza y barro al ritmo de canciones muy populares años antes pero que seguían sonando en todas las fiestas.

– ¡Eh!

– ¡Eh, que!

– ¡A enrollarse, a follar!

Y todo el mundo se enrollaba, follaba, se hacían pajas y mamadas.

Un día me pasó a mí, después de una fiesta. Me invitó mi compañera de habitación el segundo año de carrera, que salía con un chico que se estaba especializando en Teatro. Habíamos ido a una destartalada mansión victoriana en las afueras del campus. No sabía a ciencia cierta cuánta gente vivía allí, pero por lo menos eran doce personas. El resto de los invitados conocían la casa y a sus inquilinos lo bastante como para comportarse como si fuera su propia casa: se servían comida del frigorífico y bebida del mueble bar sin pedir permiso. En comparación con las alocadas fiestas de fraternidad a las que solía asistir, aquella reunión parecía un cóctel donde la gente se sentaba a hablar, y de fondo sonaban The Cure y Depeche Mode, grupos caracterizados por la abundante parte instrumental y las letras sobre el amor, el deseo y la vida, resistentes al paso del tiempo de sus canciones.

Bebían vino, que yo intentaba evitar sin parecer una tía rara, pero al final terminaba aceptando. Me sentía torpe y avergonzada con la copa de aspecto frágil en la mano, por lo que bebía con frecuencia para compensar. Me rellenaban la copa antes de que me la hubiera bebido. No tardé en sentir los efectos de la embriaguez. Me dio por el silencio en vez de montar escándalo, por lo que mi presencia no resaltaba entre los que discutían con gran seriedad sobre métodos de actuación y dramaturgos.

Yo no sabía nada de teatro, así que cuando el chico alto de largo cabello oscuro me preguntó si iba a hacer las pruebas para Esperando a Godot, pestañeé lentamente antes de contestar.

– No lo sé -respondí. La respuesta sonó más inteligente de lo que debería.

Sonrió. Se llamaba Matt. Estaba en el primer año de la especialidad en Teatro, y tenía intención de dedicarse a los efectos especiales. Se ofreció a enseñarme algunos de los modelos que estaba fabricando para un largometraje independiente que estaba haciendo con unos amigos. Se refería a ellos como sus pequeños monstruos, y hasta que vi las figuritas de arcilla y alambre pensé que se refería a sus amigos.

Hablamos un buen rato, sentados casi a oscuras en su habitación, iluminada tan sólo por una lámpara ultravioleta. Por todas partes se veían láminas de Elvis y unicornios que brillaban con una luminiscencia surrealista en un arco iris de colores. Cuando se inclinó para besarme me sorprendió que quisiera hacerlo. Había dejado de considerarme el tipo de chica que los chicos querían besar, pese a haber tenido que sortear un buen número de manos sobonas e insinuaciones. Yo atribuía su interés a la cerveza y la oscuridad, porque al fin y al cabo, ¿por qué iba a interesarte alguien con quien no habías hablado nunca?

Matt tenía condones en el cajón y yo no lo disuadí de que no los utilizara, pese a que llevaba tomando la píldora desde primero y tenía la firme convicción de que era necesario utilizarlos. Me estrechó y me besó, recorriéndome el cuerpo con las manos. Yo me sentía como si flotara en una nube de vino y música suave, en los sonetos que me murmuraba. Mostraba una confianza en sí mismo que no resultaba arrogante. Cuando deslizó la mano entre mis piernas, mis muslos se separaron como si tuvieran vida propia, como si mi cuerpo llevara mucho tiempo esperando una caricia que mi mente ya no podía seguir rechazando.

Tuvimos sexo y no hubo ninguna mala consecuencia. No volví a quedarme embarazada ni contraje una enfermedad. Matt no me rompió el corazón.

Había vuelto a tener sexo y mi vida no había cambiado.

Fue la última vez que tomé alcohol. No me había ocurrido nada malo, pero no habría ocurrido nada en absoluto de haber estado sobria. No era difícil llegar a esa conclusión.

Dos años y varios amantes más tarde conocí a James. Estaba en mi último año de universidad al tiempo que trabajaba con una beca en una casa de acogida para mujeres. James había ido a pasar el verano con su tío, cuya agencia inmobiliaria estaba contigua a nuestra oficina, para aprender los entresijos del negocio por las mañanas y supervisar el trabajo de su primera cuadrilla el resto del día. A los dos nos mandaban a buscar la comida y los cafés. Nos encontrábamos muchas veces en la puerta del edificio cargados de bolsas de comida para llevar de la cafetería de la esquina.