Con James no perdí la cabeza. Perder la cabeza no parece agradable, a nadie le gusta perder nada. Había perdido la cabeza por Michael hasta el punto del abandono. Y había jurado que no volvería a perderla por nadie.
Decidí amar a James.
Mi vida mejoró con ello. Encajábamos como dos pequeñas piezas de un rompecabezas dentro de un cuadro más amplio. Con él podía reír. Podía llorar. Cuando me tomaba de la mano, sentía el apoyo que me proporcionaba, y cuando me abrazaba, sentía que me aceptaba. Me escuchaba cuando le hablaba de mis sueños y de mis objetivos, y él me hablaba de los suyos. Me atraía su confianza en sí mismo, su inquebrantable creencia en que el mundo jamás le jugaría una mala pasada. Quería lo mismo que él y lo quería a él. No perdí la cabeza por él, pero eso no disminuía la fuerza de mis sentimientos por él. Por separado, carecíamos de muchas cosas, pero juntos éramos perfectos.
Jamás imaginé que volvería a perder la cabeza. Jamás imaginé que volvería a sentir ese anhelo. Con James tenía todo lo que una mujer podría desear. Dentro de nuestro matrimonio, de nuestro hogar. En nuestra vida perfecta.
Hasta que llegó Alex, no me había dado cuenta de que me faltaba algo, y tampoco sabía que no era la única que lo echaba en falta.
Capítulo 12
No conté el secreto de Claire y ella guardó el mío. Quería preguntarle qué decisión había tomado, pero como fingía no acordarse de que se había olido que me estaba tirando a Alex, fingí no saber que se había quedado embarazada de un tío casado que la había seducido.
No era tan fácil fingir que no sabíamos que le pasaba algo a Patricia. De las cuatro, ella era la que siempre estaba en contacto. Ahora teníamos que dejarle varios mensajes para conseguir que nos llamara, aunque la fiesta estuviera cada vez más cerca y hubiera que ir cerrando detalles. No era propio de ella ser tan descuidada. Así que hicimos lo que hacen las hermanas. Le pedimos explicaciones las tres en bloque.
Mary llevó pastel de café. Yo me pasé por la cafetería y compré café para llevar, una invención ingeniosa que proporcionaba horas de café caliente dentro de un recipiente del tamaño de una caja de vino. Claire, como era típico de ella, se olvidó de llevar los donuts que dijo que llevaría, pero sí se acordó de llevar la versión en DVD de algunos clásicos infantiles y una bolsa con rotuladores y libros para colorear.
– De vuestra tía favorita -le dijo a Callie cuando abrió la puerta y nos encontró a las tres.
– Qué bonito -resopló Mary.
Callie sonrió de oreja a oreja.
– La tía Claire es nuestra tía favorita porque nos trae películas. Tú eres nuestra tía favorita porque nos llevas al parque, tía Mary.
– Que diplomática -comenté yo, tendiéndole los brazos-. ¿Y yo qué?
– Oh… -dijo Callie, perpleja-. Tú eres nuestra tía favorita para los abrazos.
– Me vale. ¿Dónde está mamá?
– Arriba, trabajando -dijo nuestra sobrina, abriendo la puerta-. Tristan y yo estamos viendo los dibujos.
– Os pondré Totora -dijo Claire, mostrándole el DVD-. Nosotras tenemos que hacer unas cosas con mamá. ¿Vais a estar calladitos mientras? Eso se merece un viaje a McDonald's después.
El chantaje le salió bien. Claire fue a ocuparse de los niños mientras Mary y yo dejábamos la comida y la bebida que habíamos llevado en la cocina. Patricia estaba en su despacho. Tenía esparcidas por toda la mesa las fotos que había reunido en casa de nuestros padres, así como papel, tijeras y bolígrafos de colores. El álbum de recortes aguardaba su toque creativo, pero no estaba escribiendo nada. La encontramos encorvada sobre la mesa con la cara enterrada en las manos. Estaba llorando.
– ¿Pats? -Mary fue la primera en acercarse y tocarle el hombro-. ¿Qué ocurre?
Cuando quieres a alguien, ver cómo sufre puede ser más doloroso que si le doliera a uno mismo. Se me hizo un nudo en la garganta al ver las lágrimas de mi hermana. Todas acudimos a ella, juntas en el pequeño espacio.
– ¡No me habíais dicho que ibais a venir!
– ¿Qué te pasa? -preguntó Claire, apoyándose en la mesa. Directa al grano la primera, como siempre. Tal vez fuera la única capaz de hacerlo-. ¿Qué te ha hecho?
Patricia miró hacia la puerta abierta y la cerré. Mary le frotaba el hombro con cariño. Claire se cruzó de brazos con expresión severa.
Por un momento pareció como si Patricia fuera a hacerse la valiente y a tratar de despistarnos de nuestro objetivo mostrándose enfadada. Aguantó un momento, al cabo del cual su rostro se contrajo aún más y se lo cubrió con las manos.
– Ha perdido todos nuestros ahorros -dijo, avergonzada-. Lo ha perdido todo. Dice que puede recuperarlo todo si le doy tiempo. Dice que le han dado un soplo sobre un caballo y que sólo necesita unos cuantos miles para apostar, pero lo recuperará todo.
Levantó la vista con expresión desolada.
– Pero no tenemos unos cuantos miles. No tenemos nada. ¡Va a perder la casa y no sé qué hacer! Ha faltado tanto al trabajo que su jefe lo va a despedir, lo sé, ¿y qué pasará entonces? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a ponerme a trabajar de nuevo? ¿Quién se va a ocupar de los niños?
Ahogó los sollozos tras las manos, como si el hecho de llorar fuera más vergonzoso que lo que lo había provocado las lágrimas. Sabía cómo se sentía. Ceder ante las lágrimas significaba admitir que algo iba mal, que no todo era perfecto.
Mary le entregó una caja de pañuelos de papel y Patricia los aceptó. Claire estaba furiosa. Nadie dijo nada durante unos minutos. Claire y Mary me miraban, expectantes.
Yo no sabía qué decir. Quería criticar a Sean y llamarlo de todo, pero Claire podría hacer eso mucho mejor que yo. Quería ofrecerle mi hombro para llorar, pero Mary era mucho más hábil para eso. De mí se esperaba que pudiera mejorar la situación, resolver el problema y ofrecer algún curso de acción, pero desgraciadamente no sabía qué consejo dar
– ¿A cuánto asciende la deuda? -pregunté por fin, aunque hablar de dinero me parecía algo tan personal e invasivo como preguntarle con cuánta frecuencia practicaban el sexo.
Patricia se limpió las lágrimas y suspiró. Si mi pregunta le había ofendido, no dio muestras de ello.
– Entre los ahorros y los bonos… veinte mil dólares.
– Me cago en todo -dijo Claire con la boca abierta. Mary hizo un ruidito de conmiseración. El estómago me dio un vuelco.
– Eso es mucho dinero.
Patricia se apretó los ojos con la base de las manos.
– Ya lo sé.
– ¿Cómo ha ocurrido? Quiero decir… ¿cuánto tiempo lleva…? -Mary dejó la frase en suspenso.
– Me enteré hace un par de meses. El banco empezó a devolverme cheques y no entendía por qué. Comprobé el estado de la cuenta on line. Había sacado dinero varias veces, grandes cantidades. Le pregunté por el asunto y me dijo que estaba haciendo unas inversiones.
Se rió con tanta amargura que se podía saborear.
– Inversiones. Pensé que era para la educación de los niños. Para la jubilación. Algo. No sabía que iba a las carreras cuando me decía que tenía que quedarse a trabajar hasta tarde.
Soltó otra carcajada que se convirtió en sollozo.
– Creía que tenía una amante. Me daba malas excusas y llegaba tarde a casa, oliendo a tabaco y a cerveza cuando me había dicho que tenía reuniones con el equipo de ventas. Le encontraba tickets en los bolsillos. Empezó a hacerme regalos, flores y joyas casi siempre. Pensé que trataba de evitar que sospechara, y así era, pero no era a otra mujer a quien se estaba cepillando, sino nuestra cuenta bancaria.
Claire frunció el ceño.
– Joder. Menudo capullo.
Por una vez en la vida, Patricia no lo defendió.
– ¿Qué puedo hacer? El divorcio cuesta dinero, dinero que se ha fundido. Los niños necesitan ropa y quieren ir al parque de atracciones, y he tenido que decirles que este año no hemos podido conseguir abonos de temporada. ¿Qué voy a hacer con mis hijos?