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Levantó la vista y nos miró.

– ¿Qué vamos a hacer si perdemos la casa?

Eso era lo peor para ella. El efecto que aquello tendría en sus hijos. Le tomé la mano y le di un fuerte apretón.

– Nos tienes a nosotras -dije sin dudarlo-. Sabes que puedes contar con nosotras, Pats.

Creo que todas nos pusimos a llorar, cuatro mujeres hechas y derechas sollozando como crías. Pero el ambiente se aclaró un poco, porque lloramos y nos reímos de nosotras mismas por llorar y nos pasamos la caja de pañuelos de papel para limpiarnos los ojos y sonarnos la nariz. Patricia señaló el álbum de recortes abierto encima de la mesa.

– Podría vender cosas de éstas -dijo-. Pagan dinero por ellas. O podría buscarme un trabajo de asesora si es necesario.

– ¿Vender mierdas de éstas? -dijo Claire, levantando un paquete de papelitos con forma de globos. Miró la etiqueta del precio-. Joder, Pats. ¿La gente paga esto por estas cosas?

Patricia le quitó el paquete.

– Sí. Y las asesoras pueden ganar bastante dinero. Lo malo es el tiempo que tendría que pasar preparando fiestas. Alguien tendría que cuidar de los niños. Y aun en el caso de que consiguiera que me encargaran dos o tres fiestas a la semana, no basta para cubrir la deuda.

Dejó escapar un gemido de desconsuelo, pero no se puso a llorar de nuevo.

– Veinte mil dólares. Dios mío. Es más de lo que nos costó nuestro primer coche. ¿Cómo pudo perder veinte mil dólares sin que me diera cuenta? ¡Qué estúpida soy!

– No tienes por qué sentirte estúpida. No eres tú la que está perdiendo dinero en apuestas. Échale la culpa a quien verdaderamente la tiene -dijo Mary con firmeza-. Y si quieres divorciarte, puedes hacerlo.

– Ya habló doña Facultad de Derecho -bromeó Claire moviendo arriba y abajo las cejas.

Patricia sonrió, una sonrisa pequeña, pero una sonrisa al fin y al cabo.

– Gracias, chicas.

– Deberías habérnoslo contado, Pats. Habríamos intentado ayudarte.

Me miró con un gesto más típico de Patricia en el rostro.

– ¿Que podríais haber hecho? Cuando me enteré, el daño ya estaba hecho. Pensé que Sean podría solucionarlo. Quería creerlo. Que le tocaría la lotería o apostaría por el caballo ganador, como decía. Quería imaginar un final feliz en el que terminábamos siendo millonarios o algo así. No era capaz de enfrentarme a la verdad, que estábamos arruinados. Peor que arruinados. Debemos un montón de dinero…

– Déjalo ya -dijo Mary-. Te ayudaremos a salir de ésta. Lo primero que deberías hacer es acudir al banco y a un consejero matrimonial. Anne, seguro que tú conoces alguno.

– Tengo amigos especializados en adicciones -dije-. Les preguntaré a ver qué me aconsejan, ¿te parece bien?

Patricia gimió otra vez y se cubrió el rostro.

– La gente se va a enterar. Dios mío, los vecinos se van a enterar. ¡Se va a enterar todo el mundo!

Aquello no era tan malo como lo que iban a sufrir los niños, pero se acercaba. Peor que el juego en sí, peor que la deuda y las mentiras. Peor que el problema en sí era que la gente se enterara.

Le apreté suavemente la mano.

– Nadie tiene por que saberlo. Además, quien sabe, quizá alguno también está endeudado hasta las cejas.

No era un gran consuelo, pero tenía que intentarlo. Patricia me apretó los dedos y asintió con la cabeza.

– Tienes razón. Pero no es lo mismo.

Sabía que no era lo mismo. Todas lo sabíamos. Era la diferencia entre las cervezas que podían beberse los padres de nuestros amigos mientras hacían los filetes en la barbacoa del jardín un domingo y la forma de beber de nuestro padre. Puede que fuera lo mismo en la superficie, pero lo que contaba era el fondo.

– Juguetes sexuales -dijo Claire, y todas nos quedamos mirándola-. Deberías vender juguetes sexuales y lencería. Eso sí que da dinero.

– ¿De cuánto dinero hablas exactamente? -preguntó Mary con ironía.

Patricia suspiró.

– No creo que llegue a veinte mil dólares.

– No, pero algo es algo. Yo podría ser la que hiciera las demostraciones -contestó Claire, agitando arriba y abajo las cejas nuevamente-. «Y ahora, señoras, vamos con otra maravillosa preciosidad. Funciona con la batería del coche o se puede enchufar a la red, lo que asegura vibraciones de placer todo el día».

La primera risilla brotó de los labios de Patricia. Parecía una adolescente que llegaba a casa pasada su hora. La segunda no tardó en llegar. Mary también se rió, seguida por Claire, y, al poco, todas estábamos riendo a carcajadas.

– Todo saldrá bien, Pats -dije, deseando que mi hermana lo creyera de verdad.

– Sea como sea… -dijo ella, asintiendo con la cabeza-. Lo sé. Es que no puedo creerme que haya hecho algo así. No puedo… no puedo creer que me haya casado con un hombre que no sabe controlarse.

Se hizo el silencio tras aquello. No fue un silencio incómodo exactamente. Era más bien como si todas estuviéramos esperando al otro lado de la puerta tratando de oír algo mientras iban a abrimos.

Patricia miró a su alrededor, a cada una de nosotras.

– Me juré que no me casaría con un hombre que no supiera controlarse. No comprendía cómo una mujer podía estar con un hombre que no sabía cuándo parar, cómo una madre podía dejar que alguien les hiciera algo así a sus hijos. Pero aquí estoy. Y una parte de mí sólo deseaba plantarle delante los papeles de divorcio y salir para siempre de su vida. Pero entonces lo veía con los niños. Es un buen padre. Un padre estupendo. Está siempre disponible para ellos. Los escucha, los quiere. No los presiona. Pero a partir de ahora estaré nerviosa esperando a que empiece a hacerlo. A que se le olvide un cumpleaños porque tiene que ir a las carreras, que se le olvide de llevar a Tristan a los boy scouts.

– ¿Ha hecho alguna de esas cosas? -pregunté.

– Todavía no, pero estoy esperando que lo haga. Estoy esperando que nos decepcione.

Sabía lo que quería decir, igual que mis hermanas. Todas sabíamos lo que era que le decepcionaran, una y otra vez, hasta que se convertía en la expectación en vez de la excepción.

– Divórciate de ese capullo.

Patricia negó con la cabeza al oír las sensatas palabras de Claire.

Mary puso mala cara a Claire y se volvió hacia Patricia:

– Claire, Patricia lo quiere.

– No sé. Creo que un hombre que adquiere una deuda de veinte mil dólares y me miente sobre ello conseguiría que dejara de quererlo muy deprisa.

El tono sarcástico de Claire no era inusual, pero me resultó muy irritante.

– Y todas sabemos la experiencia que tienes en el amor. Ay, perdona. Quería decir tu gran experiencia en el tema del sexo, más que ninguna de nosotras. Hay una gran diferencia, Claire.

Mi intención había sido picarla un poco, por solidaridad hacia Patricia, a quien no le hacía ninguna falta la franca valoración que Claire acababa de hacer de su matrimonio. Claire no se inmutó. Tan sólo se volvió y me miró con gesto burlón.

– No, hermana mayor, yo diría que me has ganado en ese terreno.

– Estamos hablando de Patricia. Córtate un poco, Claire, por lo que más quieras. Están casados, Patricia lo quiere, divorciarse no es tan fácil como cerrar una cuenta bancaria.

– No se que decirte. A mí me jodieron bastante cuando fui a cerrar mi cuenta bancaria.

– Mary tiene razón -dije-. Pats, te ayudaré a encontrar un buen consejero si es lo que quieres.

Claire se bajó de un salto de la mesa y se puso las manos en las caderas.

– Claro, para que puedan resolver juntos sus problemas, que, en realidad, son los problemas de él. Para que él pueda llorar y suplicarle que lo perdone y que le dé otra oportunidad, hasta la próxima vez que se deje atraer por las carreras y se pula otro montón de dinero. ¿Cuántas veces tendrá que agacharse y dejar que le dé por culo con esto para que sea aceptable que corte todo vínculo y se libre de él?