Nos dejó a todas boquiabiertas el tono envenenado que empleó. No fue porque no tuvieran sentido sus palabras, ni porque hubiera sido una afirmación inesperada, tratándose de Claire, sino por los recuerdos desagradables que nos trajo a la memoria.
– ¿Qué sabes tú de eso? -dijo Patricia con voz estrangulada-. Llevamos diez años casados. Tenemos dos hijos. No es cuestión de hacer las maletas y largarte, Claire. Puede que tú pienses que sí, pero no lo es. Y a menos que estés en una situación parecida, no podrás entenderlo.
– ¿Entender qué? -le espetó Claire-. ¿Que vas a permitirle que siga jodiéndote la vida porque tiene un problema? -dijo esto último con tono de mofa.
– Patricia necesita nuestro apoyo. Si no puedes hacerlo, tal vez sería mejor que te marcharas -dije yo, que podría haberle echado el mismo sermón a Patricia. Yo me sentía igual, pero no era eso lo que Patricia necesitaba oír en ese momento.
– Tú misma lo has dicho, Pats. Nunca quisiste estar con un hombre que no supiera controlarse. No querías que tus hijos tuvieran que vivir algo así. Bien, pues lo estás haciendo -siguió Claire-. Y a menos que quieras terminar como mamá, creo que deberías ponerte firme y buscarte un buen abogado.
Patricia no dijo nada, tan sólo se quedó mirándola fijamente. Mary y yo nos miramos. Yo no podía tomar partido por ninguna porque las entendía a las dos. Y Sean me caía bien, pero que te guste una persona y que te guste su comportamiento son cosas diferentes.
– Dios aborrece el pecado, pero ama al pecador -dijo Mary al cabo de un momento-. Creo que, primero, tendrías que intentar que busque ayuda. Uno no deja de amar a alguien porque le haya jodido una vez.
– Tienes razón, Mary -dijo Claire-. Pero entonces, ¿cuántas veces tiene que joderla para que lo abandone?
Mary vaciló antes de contestar.
– Eso tendrá que decidirlo Patricia, no nosotras -dije yo, apretándole cariñosamente la mano, pero Patricia la apartó.
– Claire tiene razón -dijo Patricia-. Tiene razón. Pero es que no tengo valor para levantarme y abandonarlo. No puedo.
– Lo sé -le dije-. Todas lo sabemos. Claire también.
Tendría que contar con superpoderes para luchar contra la potencia combinada de las miradas fulminantes de tres hermanas. Claire suspiró y bajó la cabeza un momento, pero al final levantó las palmas en señal de rendición.
– Está bien. Pero cuando soy yo la voz de la razón es que el problema es grave. Muy grave.
Patricia suspiró y miró a su alrededor.
– No voy a poder poner mi parte para la fiesta. Sólo el álbum. Todos los materiales están pagados ya.
– No te preocupes por eso ahora -dije yo.
Mary asintió.
– Sí. No pasa nada.
Claire suspiró y colaboró en el intercambio de palabras de ánimo inclinándose sobre el álbum y diciendo:
– Te está quedando genial, Pats. Es muy bonito.
El problema no estaba resuelto, pero Patricia le dedicó una pequeña sonrisa.
– Gracias.
El ruido de voces peleando en el pasillo dispersó la piña que habíamos formado en torno a Patricia. Claire salió a mediar en la disputa sobre a quién le correspondía el rotulador rojo. El teléfono de Mary sonó en ese momento y salió a hablar en privado. Patricia y yo nos miramos.
– Dime que no soy como mamá, Anne.
– No lo eres. No es lo mismo.
Pero las dos sabíamos que en realidad sí lo era.
Otro día más. James no estaba en casa cuando llegué, aunque una suave música y el olor a comida me recibieron cuando abrí la puerta. Salsa para espaguetis cocía a fuego lento sobre los fogones y estuve tentada de pellizcar un piquito de pan de ajo, pese a no tener hambre. Me serví un vaso de té helado y bebí mientras me quitaba los zapatos y sacaba una goma para recogerme el pelo.
– Hola -dijo Alex desde la entrada de la cocina-. Jamie vendrá tarde hoy. Creo que han tenido algún problema con el cemento o algo así.
Sonreí.
– Me conozco esa historia. ¿Has vuelto a preparar la cena?
Alex sonrió de oreja a oreja.
– Tengo que asegurarme de que no os importa tenerme en vuestra casa.
Lo observé detenidamente desde el borde del vaso.
– Ya, ya.
Alex se acercó.
– ¿No funciona?
Fingí pensar en ello.
– ¿Y si limpias los cuartos de baño?
Se acercó un poco más y con ello estalló una placentera tensión, aunque no se movió para besarme.
– Dame un tanga y haré lo que pueda.
Me venía bien reír después de la tarde que había pasado con mis hermanas. La situación de Patricia me había entristecido tremendamente, había sacado a relucir una suciedad que normalmente manteníamos enterrada. Lo miré a los ojos grises.
Alex me ofreció una forma de escapar si me apetecía olvidarme de todo durante un rato. Sin embargo, nos quedamos allí, como con timidez, como si no hubiéramos catado los fluidos orgásmicos del otro. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los fogones.
– Está casi lista la cena si tienes hambre.
Minutos antes lo último que me apetecía era comer, pero en ese momento me rugían las tripas.
– Sí. Hay ensalada en el frigorífico. Voy a sacarla.
– La pasta tardará unos minutos en cocerse. ¿Por qué no te das una ducha?
Mis labios se curvaron hacia arriba.
– ¿Tan mal huelo?
– No -contestó él, enrollándose en el dedo un rizo de mi pelo. Rebotó como un muelle cuando lo soltó-. Pero por tu aspecto yo diría que te sentaría bien estar un rato a solas.
Me quedé mirándolo boquiabierta. Al momento estaba en sus brazos, el rostro apretado contra su camiseta, llorando. Me di cuenta de que era una camiseta de James, aunque olía a Alex. Me acarició el pelo y apoyó la barbilla en lo alto de mi cabeza. No dijo nada, no preguntó nada, no trató de arrancarme qué era lo que me ocurría. Simplemente estaba allí de una manera que James, que sí habría tratado de sonsacarme lo que me ocurría, no habría estado.
No lloré mucho rato. La emoción era demasiado intensa para mantenerla mucho tiempo y pronto fue reemplazada por una sensación bien distinta y mucho más egoísta que me da vergüenza admitir. Levanté el rostro, que a buen seguro estaría rojo e hinchado, y lo miré.
– Lo lamento.
– No tienes por qué -respondió él, apartándome el pelo de la frente con un dedo.
– ¿No quieres saber qué me pasa?
Alex se echó hacia atrás, puso las manos en la parte superior de mis brazos y me miró a la cara.
– No.
Hice una pausa antes de continuar.
– ¿No?
– Si quieres contármelo, ya lo harás -respondió encogiéndose de hombros. Entonces sonrió-. Si no quieres hablar, también me parece bien.
Era una respuesta sencilla. No sabía si quería hablar o no, qué quería decir, hasta dónde estaba dispuesta a compartir con él. Entregarle mi cuerpo era una cosa. Entregarle mi persona era totalmente distinto.
– Se trata de mi hermana -dije, y la historia brotó de mis labios de forma intermitente. No le conté todos y cada uno de los detalles, sobre todo las partes en las que su historia corría paralela a la de nuestra madre. Andaba de un lado a otro mientras se lo contaba, y él escuchaba apoyado en la encimera con los brazos cruzados sobre el pecho.
– Me preocupa lo que le pueda suceder -dije al final-. Quiero ayudarla, pero no sé qué puedo hacer yo.
– A mí me parece que ya estás haciendo todo lo que puedes por ella, que es estar ahí.
– No me parece suficiente.
– Anne, no puedes solucionarlo todo -dijo Alex al cabo de un momento.
Llevaba un rato mirando cómo mis dedos seguían el trazado irregular de pequeñas motas que componían la encimera.
– Lo sé.
Alex tenía una provisión de diferentes tipos de sonrisas. La de ese momento consistía en una leve elevación del labio y una ceja. Algo parecido a un gesto de satisfacción y engreimiento.