– Todo va a salir bien -dije por enésima vez-. El cielo abrirá y saldrá el sol. No lloverá. La gente vendrá, comerá y se marchará, y mañana todo será un agradable recuerdo. Vuelve a la cama y duerme un rato, Patricia. Yo, desde luego, voy a hacerlo.
– ¿Cómo puedes dormir? -protestó-. ¿A qué hora quieres que vaya? ¿Tengo que llevar algo? ¿Qué…?
– Al mediodía, como acordamos. Y no. Adiós -dije, y colgué sin darle tiempo a protestar.
– ¿Patricia? -preguntó James.
– Sí -dije yo, sin retirarme, pero tampoco puede decirse que estuviera acurrucada en sus brazos.
– ¿Está asustada?
– Sí.
Ya no podría volver a dormirme. Más de un centenar de personas llegarían a mi casa en unas cuantas horas y, aunque le había dicho a Patricia que todo iba a salir bien, no estaba yo tan segura.
El barómetro que colgaba de la pared de la cocina no hacía que me sintiera mejor. El agua azulada del tubo había subido hasta lo más alto, indicativo de que se avecinaban tormentas. Miré por la ventana. Que el cielo estuviera azul no tenía por qué significar nada. Se podía preparar una tormenta de un momento a otro.
A pesar de nuestras preocupaciones por el tiempo, la carpa llegó a tiempo y quedó montada sin problemas. La empresa del catering llegó con su horno portátil y el resto de los utensilios. James tenía preparados los altavoces de exterior para que se escuchara de fondo la música de nuestro iPod. La canción Build Me up, Buttercup se filtraba, mezclada con el aire húmedo y caluroso, y el aroma a carne de vaca asada. Faltaban dos horas para la fiesta, y aunque Patricia y Mary habían llegado ya, Claire no aparecía por ninguna parte.
– Dijo que tenía que ir a ver al capullo -me dijo Mary mientras me ayudaba a colocar los platos de papel y los utensilios de plástico en las largas mesas de caballetes que habíamos montado en mi pequeño jardín-. No sé qué de recoger un dinero, o algo así. Y luego iba a ocuparse de traer a papá y a mamá, para que…
– Para que no tuviera que conducir papá. Ya.
La miré. Manoseaba con nerviosismo el taco de platos de papel, levantándolo y dejándolo sobre la mesa, colocando las cucharas para que quedaran perfectamente encajadas unas dentro de las otras en un montoncito.
James apareció en la cubierta de la terraza colocando las sillas. Era un marido estupendo, pensé, haciéndome sombra sobre los ojos para poder ver sus movimientos. Llevaba toda la mañana ayudando sin quejarse. Había tenido incluso que salir un par de veces a recoger varias cosas que se nos habían olvidado. Estaba alegre. Lo amaba profundamente. Pero entonces ¿por qué cada vez que lo miraba sentía que el corazón se me subía a la boca como si estuviera cayendo desde gran altura?
– ¿Estás bien? -preguntó Mary; agitando una mano delante de mis ojos para llamar mi atención-. La Tierra llamando a Anne. ¿Me recibes?
Sacudí la cabeza y sonreí.
– Estoy bien. ¿Y tú?
– Bien.
Las dos nos miramos, conscientes de que mentíamos, pero sólo Mary confesó lo que la reconcomía por dentro.
– He invitado a Betts. Espero que no os importe.
– Por supuesto que no -contesté yo, con la sensación de que debería decir algo más.
– Gracias -dijo ella, entreteniéndose un poco más con los platos y las cucharas. De pronto se cruzó de brazos, apretándose fuertemente el pecho-. Anne…
Yo estaba mirando a James otra vez, la mano levantada devolviéndole el saludo que él me había hecho.
– ¿Eh?
– ¿Cómo supiste que querías pasar el resto de tu vida con James?
– No lo sabía -respondí yo sin dejar de mirarlo.
– ¿Cómo que no lo sabías? Te casaste con él.
Parecía tan sorprendida que me volví y la miré.
– Sabía que lo amaba, Mary, pero no sabía que sería el resto de mi vida. Esperaba que lo fuera, pero no estaba convencida de que durara.
– ¿Por qué no?
Entonces fui yo la que se puso a trastear con los platos, aunque estaban perfectamente colocados.
– Porque las cosas buenas no duran para siempre, ¿no dicen eso?
– Dios mío. Espero que te equivoques en eso -dijo con voz queda.
Yo me encogí de hombros.
– ¿Anne?
Levanté la vista.
– Mary, me gustaría decirte que reconocerás el amor cuando lo encuentres, que será genial, y que encontrarás a esa persona que te colmará el corazón de felicidad y que habrá un final feliz. Me gustaría, de verdad. Pero no soy de ese tipo de personas. Lo siento.
Mary parpadeó, atónita, y carraspeó. Parecía algo avergonzada.
– Pensé que James y tú teníais la relación perfecta.
– Sí, bueno, como te he dicho, las cosas no duran. Las cosas buenas no duran.
– Lo siento.
Parecía apesadumbrada, y yo me sentí mal por haber aplastado su entusiasmo.
– No es culpa tuya. Y puede que para ti sea diferente, Mary. De verdad.
– ¿Tenéis problemas? -preguntó, sacudiendo la cabeza a continuación-. Bueno… es obvio que pasa algo, pero… ¿es algo grave? ¿Grave como para divorcio?
Busqué a James por el jardín y vi que se había acercado al borde del lago. Estaba haciendo algo con una sombrilla. Me dieron ganas de gritarle que se olvidara de la dichosa sombrilla, ¿de qué iba a servir entre más de cien personas? Pero él seguía esforzándose por ayudar, e independientemente de lo que hubiera ocurrido entre nosotros, yo no tenía por qué ser desagradable.
– No lo sé. No lo creo. En realidad no hemos hablado de ello.
– Vaya. No tenía ni idea. Lo siento mucho, Anne.
Yo le sonreí.
– Creo que has tenido bastante con lo tuyo, ¿no crees?
Mary soltó una carcajada.
– Sí, creo que sí.
Mary y yo éramos las que más nos parecíamos. Teníamos el mismo pelo rizado de color caoba, aunque ella lo llevaba más largo. Los ojos azul grisáceo de nuestra madre. La misma altura. Nos parecíamos mucho físicamente, pero nunca me pareció que nos pareciéramos en otras cosas.
– Escucha, Mary. No dejes que lo que te he dicho te impida buscar algo que podría hacerte feliz, ¿vale?
– ¿Me vas a echar un sermón en plan «escucha tu propia música»? -dijo ella, sonriéndome de oreja a oreja.
– ¿Que demonios es eso?
– Ya sabes. Canta tu canción especial y bla, bla, bla, busca tu propia estrella, se tú misma. Ya sabes lo que quiero decir. Lo de que me sienta bien en mi propia piel.
Yo resoplé.
– Está bien, paso del sermón.
Deseé tener un consejo mejor que darle. Según Patricia, se suponía que se me daba bien arreglar las cosas. Mary no parecía preocupada cuando rodeó el extremo de la mesa, se acercó a mí y me rodeó los hombros con el brazo.
– Todo saldrá bien -me dijo en secreto-. Lo sé.
– ¿Y cómo puedes saberlo? ¿Tan sabia eres?
Miró hacia el extremo del jardín donde se estaba asando la carne. James estaba charlando con los del catering.
Las lágrimas son de lo más desafortunado. No siempre lo arreglan todo. A veces empeoran las cosas.
No tenía tiempo para ponerme a llorar, ni siquiera con un hombro en el que hacerlo. Había que ocuparse de una fiesta, de unos invitados que estaban a punto de llegar. Tenía que salvar mi matrimonio. No tenía tiempo para la pena. Pero yo necesitaba un poco de tiempo de todos modos.
Mary, aunque no comprendiera todos los motivos por los que lloraba, tuvo la bondad de pasarme una servilleta y no decir nada mientras sollozaba. Estoy segura de que los del catering me miraron mal, pero me tapé la cara para no tener que verlos.
– A lo mejor te vendría bien entrar y echarte un rato -dijo Mary al cabo de unos minutos-. Patricia y yo podemos ocuparnos de todo. A lo mejor te viene bien descansar.