– No, no. No sería justo para vosotras -dije yo, secándome el rostro. De verdad, estoy bien.
Mary sacudió la cabeza.
– Anne…
– He dicho que estoy bien, Mary -le dije, con un tono que no admitía réplica. Estaba bien. Aguantaría toda la fiesta. Pondría mi mejor sonrisa y fingiría que todo estaba perfecto, porque, maldita sea, eso era lo que siempre hacía. Era una buena hija. No dejaría que mis problemas personales echaran a perder su fiesta. Ya había bastantes posibilidades de que algo saliera mal. No hacía falta añadir una crisis nerviosa.
Un coche se detuvo en el sendero de entrada. Nos dimos la vuelta las dos y el rostro de Mary se iluminó primero para después oscurecerse al comprobar que eran los Kinney. Estoy segura de que el mío no tenía mucho mejor aspecto.
– ¿Por qué tiene tu suegra siempre esa cara de haber pisado una caca de perro?
La carcajada también puede ser algo desafortunado.
– Hola, chicas -dijo Evelyn-. ¿Qué es eso que os hace tanta gracia?
– Voy a ver a Pats por lo de… esa cosa que me dijo…
Mary me dejó sola. Evelyn sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Ella esperó, pero yo no le dije nada. Llegaba pronto, como solía hacer. Frank había desaparecido dentro de la casa. Me preguntaba si Evelyn estaría esperando a que le diera un abrazo. Podía esperar sentada, me dije, sonriendo aún.
– He venido antes por si necesitabais ayuda.
– No -contesté yo. La alegría se había escapado, como una arteria que se desangra-. Ya está todo dispuesto.
Echó un vistazo a su alrededor, examinando la carpa y las mesas.
– Está precioso.
Me pareció que estaba tratando de ser amable. Creo que lo estaba intentando de verdad. O por lo menos quiero creerlo, porque pensar que trataba de hacer que me sintiera como una inepta a propósito habría sido de personas muy rencorosas.
– Gracias. James está dentro de casa.
– Así que tus padres hacen treinta años de casados.
Yo asentí con una sonrisa radiante, tanto que me dolía la cara.
– Sí.
Tal vez estuviera calculando mi edad, veintinueve, con mi cumpleaños en abril, o tal vez no. La verdad es que tenía cara de haber pisado una caca de perro.
– Un logro maravilloso -dijo, como si se merecieran una medalla de oro-. Frank y yo haremos cuarenta y cinco años en diciembre.
Miró a su alrededor y después en dirección a la casa.
– Hacer una fiesta es una forma muy bonita de honrar a tus padres, Anne.
Ni por asomo iba a organizar una fiesta de aniversario para Frank y Evelyn Kinney. Nada de eso. Tenían un hijo y dos hijas, todos perfectamente capaces de ocuparse de ellos si se les ocurría. Algo que probablemente no se les pasaría por la cabeza. Mierda, mierda, mierda.
– James está dentro -repetí sin dejar de sonreír.
Evelyn me miró con extrañeza.
– Sí, ya me lo has dicho.
– ¿No quieres ir a verlo?
Debió de ver cierta acritud en mi mirada, porque frunció un poco el ceño.
– Anne, ¿te encuentras bien?
– Sí, sí, fenomenal. Es que aún me quedan cosas por hacer. ¿Por qué no entras en casa mientras yo comento unos detalles con los del catering? -sugerí, sonriendo con tanta determinación que me estaba empezando a doler la cabeza.
Afortunadamente, Evelyn retrocedió un poco. Tal vez la había asustado. Tal vez fuera ésa mi intención.
Empezaron a llegar los invitados, llenando el camino de entrada de la casa y todo el espacio de aparcamiento de la estrecha calle. Habíamos invitado a los vecinos, a los que nos caían bien y a los que no, así que no habría problema con el exceso de coches. Había salido el sol, cálido, como era de esperar en un día de agosto. Sin embargo, de vez en cuando llegaba la brisa del lago, y tanto la carpa como los descuidados árboles del jardín nos proporcionaban una agradable sombra. Hubo gente que se metió en el lago a chapotear.
A pesar de la preocupación de Patricia, había comida de sobra. Cascadas de carne de vaca cubiertas de salsa de rábanos picantes y barbacoa. Montañas de panecillos crujientes. Cubos de ensalada de patata, macarrones y col. Docenas de postres. La gente comió y charló y bebió.
Mi padre presidía sobre los invitados en el césped, sentado en una silla de jardín a modo de trono con una botella de cerveza como cetro. Mi madre iba de un lado a otro desviviéndose por él, llevándole platos de comida y latas de coca-cola que no se tomaba. Empezó con cerveza, pero al poco rato pasó a lo que más le gustaba: té helado en vaso alto que cada vez contenía menos té y más whisky.
Mary pasó la mayor parte del tiempo con Betts, con discreción. Patricia pululaba entre la casa y la carpa del catering, supervisando la comida. Los niños jugaban bajo la atenta mirada de Claire. Había resultado ser una niñera inesperada, pero los niños la adoraban porque jugaba con ellos a juegos como Simon dice o al Escondite inglés. Se había puesto una falda suelta y una camiseta decente pero que aun así dejaba a la vista la leve protuberancia de su vientre, lo que no dejaba dudas acerca de su embarazo.
La fiesta fue todo un éxito. Amigos y familiares se reunieron para celebrar lo que habría sido una feliz ocasión para cualquier pareja. Para mis padres resultó tan sorprendente como feliz. Me relacioné con gente a la que no veía desde hacía años. Los amigos de la familia me felicitaron por mi casa y por la fiesta. La mayoría comentó cuánto había crecido, que me recordaban cuando sólo era «una niña muy callada con un libro en las manos».
– Siempre tenías un libro. ¿Qué leías? -dijo Bud Nelson.
Yo lo recordaba a él como un hombre corpulento de rostro enrojecido, que armaba mucho escándalo cuando se reía y siempre tenía una moneda para una chica que fuera a por otra «botella fría» para él. Había adelgazado mucho, tenía aspecto enfermizo y mostraba unas piernas escuchimizadas por debajo de sus bermudas demasiado grandes. Se le caía el pelo y tenía los ojos y los dientes amarillos.
– Nancy Drew, probablemente -contesté yo con una sonrisa. Siempre sonriendo.
– La chica detective -se burló Bud-. Esa Nancy siempre estaba metida en algún lío, ¿no? Su padre terminaba siempre sacándola del apuro.
Yo no recordaba que las historias fueran así, pero no iba a ponerme a discutir.
– Sólo eran novelas.
Bud soltó una carcajada y se metió la mano en el bolsillo.
– Oye, Annie. Te doy una moneda si me traes…
– ¿Otra botella fría? -dije yo sin dejarle terminar la frase.
Él asintió y se reclinó en la silla como si el mero hecho de meter la mano en el bolsillo para sacar el dinero le hubiera resultado un tremendo esfuerzo. La moneda resplandecía en su palma. Yo le cerré los dedos sobre ella.
– No hace falta que me des dinero, Bud.
– Eres una buena chica, Annie. Siempre lo fuiste.
– Eso me dicen.
Estaba siendo amable, pero no era el único. Oí lo mismo centenares de veces a lo largo del día. «Annie, siempre fuiste una niña muy buena. Una niña callada». «Annie, tráeme otra botella fría». Annie. Annie. Annie.
Nadie me llamaba «Annie» excepto mi padre desde hacía años, y, de pronto, volvía a ser aquella niña. La que les llevaba botellas frías. Sonriente. Ahora me lo agradecían con unas palmaditas en la cabeza en un sentido figurado en vez de literal, pero para mí la sensación era idéntica.
La fiesta alcanzó todo su apogeo cuando la gente empezó a bailar en la cubierta de madera y el césped. Habían arrasado con la comida, como si nos hubiera visitado una plaga de langostas. Terminó haciendo un día sofocante, en el que la humedad incrementaba la sensación de calor. Empezaron a llegar nubes del lago. De momento eran blancas, pero bien podían oscurecerse en cualquier momento.
Entré en la casa con la intención de buscar un vaso de agua fría y estar un momento a solas. Patricia, que se había pasado las últimas semanas al borde de un ataque de nervios por culpa de la fiesta, se había pasado el día sonriendo de oreja a oreja y riendo a carcajadas. Mientras que yo cada vez estaba más hecha polvo.