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– Estoy… bien.

James retrocedió un paso con las palmas levantadas y una enorme sonrisa. Sujeté el auricular entre la oreja y el hombro, y me volví hacia el fregadero para aclarar los platos, pero James me relevó apartándome suavemente y haciéndome un gesto con la mano.

– Me alegro. ¿Cómo está ese cabrón de marido tuyo?

– Él también está bien.

Me fui al salón. No soy de esas personas que se enrollan interminablemente en el teléfono. Siempre estoy haciendo alguna otra cosa mientras hablo, pero en ese momento no tenía ropa que doblar, ni suelos que fregar. O platos. A falta de otra tarea, me puse a recorrer la sala de un lado a otro.

– No te estará dando problemas ¿verdad?

No sabía cómo contestar, de modo que opté por suponer que Alex estaba de broma.

– Nada que no se solucione con unos latigazos y unas cadenas.

Su suave risa me acarició los oídos.

– Eso está bien. Haces bien al mantenerlo en cintura.

– Me ha dicho que vas a venir a vernos.

Al oír las interferencias de la línea pensé que se había cortado la conexión, pero entonces Alex contestó.

– Sí, ése es el plan, a menos que tengas alguna objeción.

– Por supuesto que no. Estamos deseando que vengas.

Era una mentirijilla de nada. Estaba segura de que James estaba deseando ver a su amigo. Por mi parte, no sabía muy bien qué pensar de su visita puesto que no lo conocía. Se trataba de una proposición bastante íntima y no se me daba bien moverme en la intimidad con tan poca antelación.

– Mentirosa.

– ¿Cómo dices?

Alex soltó una carcajada.

– Eres una mentirosa, Anne.

Al principio no supe qué decir.

– Yo…

Alex se rió otra vez.

– Yo también lo sería. ¿Un canalla que llama de repente pidiendo que lo aguanten a uno durante unas semanas? A mí me preocuparía un poco. Sobre todo si es cierto la mitad de lo que Jamie te ha contado sobre mí. Porque te habrá contado algo, ¿no?

– Algo.

– ¿Y aun así vas a dejarme entrar en tu casa? Eres una mujer muy valiente.

Había oído cosas sobre Alex Kennedy, pero había dado por hecho que eran exageraciones en su mayor parte. La mitología de la amistad entre chicos, el pasado visto a través del filtro del tiempo y esas cosas.

– Entonces, si sólo la mitad de lo que me ha contado sobre ti es cierto, ¿qué hay de lo demás?

– Puede que haya algo de cierto en esa parte también -contestó Alex-. Dime una cosa, Anne. ¿De verdad quieres que me hospede en tu casa?

– ¿Eres un canalla de verdad?

– Un canalla harapiento que no deja de dar vueltas y más vueltas alrededor de la escarpada roca del poema.

Su respuesta me pilló por sorpresa y lancé una carcajada. Era perfectamente consciente del trasfondo de sensualidad, de su sutil forma de flirtear y de mi respuesta a ella. Miré hacia la cocina donde James terminaba de fregar los cacharros. Ni siquiera nos estaba prestando atención, era como si no le importara lo que pudiera estar hablando con su amigo. Yo habría estado escuchando a escondidas.

– Los amigos de James… -dije yo.

– ¿Conque es eso? Pero estoy seguro de que Jamie no tiene más amigos como yo.

– ¿Canallas, quieres decir? No. Probablemente no. Algún sinvergüenza y uno o dos idiotas. Pero ningún otro canalla.

Me gustaba cómo se reía. Su risa era cálida, viscosa y nada pretenciosa. Más interferencias. Se oía una suave música y un murmullo de conversación, pero no podría decir con seguridad si se trataba de ruido de fondo o sonidos que se filtraban en la línea.

– ¿Dónde estás, Alex?

– En Alemania. He venido a visitar a unos amigos uno o dos días. De ahí viajare a Amsterdam y después a Londres, y de allí a Estados Unidos.

– Qué cosmopolita -comenté, con cierta envidia. Yo no había salido de Norteamérica.

La carcajada de Alex era rasposa.

– Vivo sin deshacer el equipaje y no sé ni dónde estoy, a causa del jet-lag. Mataría por un sándwich de mortadela, lechuga y mayonesa con pan blanco.

– ¿Intentas darme lástima?

– De una manera vergonzosa, sí.

– Me aseguraré de llenar la despensa de mortadela y pan blanco -contesté, sintiendo de pronto que la perspectiva de tener a Alex en casa ya no me molestaba como antes.

– Anne -dijo Alex tras una pausa-, eres una diosa entre todas las mujeres.

– Eso me dicen.

– En serio. Dime qué quieres que te lleve de Europa.

El cambio en el tono de la conversación me pilló por sorpresa.

– No quiero nada.

– ¿Chocolate? ¿Salchichas? ¿Melaza? ¿Qué? Te aviso de que pasar heroína, marihuana o prostitutas en Amsterdam tal vez me dé algún que otro problema. Será mejor que me pidas algo legal.

– De verdad, Alex, no hace falta que me traigas nada.

– Claro que voy a llevarte algo. Si no me das ninguna pista de lo que puede ser, se lo preguntaré a Jamie.

– Yo diría que melaza -le dije-. Aunque no sé muy bien qué es… ¿lo sacan de un pozo?

Alex se rió.

– No. Se vende en tarros como los de la mermelada.

– Tráeme uno de ésos.

– Ya veo. Eres una mujer a la que le gusta vivir peligrosamente. No me extraña que Jamie se casara contigo.

– Creo que tuvo más de una razón.

Me di cuenta de que no me estaba moviendo, que llevaba unos minutos charlando tranquilamente. Estaba tan absorta en las palabras de Alex que no me había hecho falta enfrascarme en otra tarea a la vez. Eché otro vistazo a la cocina, pero James había desaparecido. Oí el murmullo de la televisión en el cuarto de estar.

– Sentí mucho no poder asistir a vuestra boda. Me dijeron que la celebración fue todo un éxito.

– ¿Quién te lo dijo? ¿James?

Una pregunta estúpida. ¿Quién si no? El problema era que James no me había comentado que estuvieran en contacto. Me había hablado con frecuencia del que fuera su mejor amigo en el instituto; no se había extendido tanto con el asunto por el que se habían separado. Tenía otros amigos… pero íbamos a casarnos, y tengo la costumbre de intentar arreglar las cosas. Fui yo la que puso el nombre de Alex en la lista, sin saber siquiera si la dirección que había encontrado en la antigua libreta de direcciones de James era la correcta. Pensé que lo que hubiera ocurrido entre ellos podría arreglarse con un poco de ayuda. No me sorprendió que Alex se excusara por no poder asistir, pero, al menos, yo lo había intentado. Parecía que mis intentos habían tenido un resultado más positivo del que imaginaba.

– Sí.

– Fue una boda muy bonita -dije-. Una pena que no pudieras venir, pero ahora podremos disfrutar de una larga visita.

– James me mandó algunas fotos. Se os veía muy felices.

– ¿Te envió fotos? ¿De nuestra boda? -miré hacia la repisa de la chimenea, a la foto enmarcada de nuestra boda seis años atrás. Siempre he tenido la duda de cuánto tiempo es aceptable mostrar fotos de boda. Supongo que hasta que empiecen a llegar las fotos de los niños.

– Sí.

Eso también me sorprendió. Yo había enviado fotos a algunos de mis amigos que no habían podido asistir, pero… bueno, eran mujeres. Las chicas hacían esas cosas, se reían con las fotos y enviaban largos e-mails.

– Bueno… -me detuve en un silencio incómodo-. ¿Cuándo llegas entonces?

– Me falta cerrar algunas cosas con la compañía aérea. Ya se lo diré a Jamie.

– Claro. ¿Quieres hablar con él?

– Le enviaré un e-mail.

– Como quieras. Se lo diré.

– Bueno, Anne, son más de las dos de la mañana aquí. Me voy a la cama. Hablaremos pronto.

– Adiós, Alex… -y colgó sin dejarme terminar, mirando sorprendida el auricular.

Que estuviera en contacto con James no tenía nada de raro. La amistad entre los hombres no era como la de las mujeres. Mi marido no me había dicho que hubiera hablado con Alex, pero eso no significaba que quisiera guardarlo en secreto. Significaba, sencillamente, que no le había parecido lo suficientemente importante como para compartirlo conmigo. De hecho, debería alegrarme que hubieran resuelto sus diferencias. Sería divertido conocer al amigo de James, Alex, el canalla harapiento que no dejaba de dar vueltas y más vueltas alrededor de la escarpada roca del poema. El que me había prometido dulces del País de las Maravillas. El que llamaba Jamie a mi marido en vez de James.