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El hombre del que James siempre había hablado en pasado.

El teléfono de Mary sonó por cuarta vez en media hora, pero esta vez ella se limitó a mirarlo antes de guardarlo en el bolso.

– ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

– No lo sé -tomé un marco de cristal de una estantería llena-. ¿Qué te parece éste?

Mi hermana hizo una mueca.

– No.

Dejé el marco en su sitio y eché un vistazo general a la tienda.

– Todos los que hay en este sitio son del mismo estilo. Aquí no vamos a encontrar nada.

– ¿De quién fue la maravillosa idea de buscar un marco bonito y elegante? Ah, sí, de Patricia -dijo Mary con sarcasmo-. ¿Entonces por qué demonios tenemos que buscarlo nosotras?

– Porque Patricia no puede venir a esta clase de sitios con los niños -eché un vistazo a los marcos, pero todos eran muy parecidos. Excesivamente caros y horrorosos.

– Ya. Y supongo que Sean no puede quedarse con los críos una tarde.

Me encogí de hombros, pero algo en el tono de Mary me hizo levantar la vista.

– No lo sé. ¿Por qué? ¿Te dijo Patricia algo?

Las hermanas también comparten un tipo de comunicación no verbal. La postura y la expresión de Mary lo decían todo, pero mi hermana utilizó el lenguaje verbal por si acaso no me hubiera dado cuenta.

– Es un gilipollas.

– Venga, Mary.

– ¿No te has fijado que Patricia ya no habla de él? Antes siempre estaba con «Sean esto. Sean lo otro. Sean lo de más allá». Dime que no te has dado cuenta de que últimamente no tenemos que aguantar el Evangelio según Sean. Y que está más quisquillosa de lo habitual. Algo ocurre.

– ¿Algo como qué?

Salimos de aquella tienda tan cursi y salimos al brillante sol del mes de junio.

– Yo qué sé -Mary puso los ojos en blanco.

– A lo mejor deberías preguntarle.

Mi hermana me miró.

– Podrías hacerlo tú.

Las dos nos quedamos calladas al ver una conocida mata de pelo negro acompañada de un vestuario poco apropiado.

– Ay, Dios -dijo Mary entre dientes-. Que pintas de gótica.

Me eche a reír.

– ¿Así es como se llama ahora?

– Creo que antes lo llamábamos estilo punk. Joder. Es que no se cansa. Creía que estaba saliendo con ese chico de la tienda de discos -Mary parecía horrorizada-. ¿Pero quién es ese tipo?

Claire sonreía de oreja mientras flirteaba con un joven alto y desgarbado con tanto metal en el rostro que no pasaría los arcos de seguridad de un aeropuerto. Ella llevaba unas medias de rayas blancas y negras, una falda negra con encaje y el dobladillo irregular, y una camiseta con el nombre de un grupo de música punk que se había ido por el desagüe de las sobredosis de drogas mucho antes de que ella naciera.

– Está claro que danza al son de su propio tambor -dije yo.

– Sí, eso y una guitarra eléctrica, dos trompas y un sintetizador.

Claire levantó la vista y nos saludó desde el aparcamiento, se despidió de su nuevo pretendiente y se dirigió hacia nosotras.

– Señoras. Buenos días.

– Serán buenas tardes -señaló Mary.

– Eso depende de la hora a la que te levantes -respondió Claire con una sonrisa desvergonzada-. ¿Qué pasa?

– Anne no se decide por un marco.

– ¡Oye! -protesté yo. Sin Patricia allí para ponerse de mi lado y equilibrar la cosa, mis dos hermanas pequeñas me arrasarían en breve-. No depende de mí. Deberíamos ponernos de acuerdo las cuatro.

Claire sacudió la mano cubierta con unos guantes sin dedos.

– Da lo mismo. Elige el que quieras. No creo que les importe demasiado.

– Oye, Madonna ha llamado. Quiere que le devuelvas su armario -contesté yo, enfadada.

Mary se burló. Claire puso una mueca. Disfruté de mi breve e inútil momento de triunfo.

– Me muero de hambre -declaró Claire-. ¿No podemos ir a comer algo?

– No todas tenemos hambre a todas horas -señaló Mary.

– No todas tenemos que vigilar nuestro peso -respondió Claire con dulzura.

– Chicas, chicas -interrumpí-. Se acabaron las peleas de colegialas. ¿Os importa comportaros como adultas?

Claire le pasó un brazo por los hombros a Mary y me miró con un gesto lleno de inocencia.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan tensa, hermanita?

Las quería, a todas, y no podría imaginar mi vida sin ellas. Mary sonrió de oreja a oreja y se quitó el brazo de Claire. Esta se encogió de hombros y me miró con desdén.

– Vamos, princesa -canturreó-. Invita a tu hermana pequeña a una hamburguesa con patatas.

– ¿Vendrás a limpiarme la casa? -pregunté yo-. Eso vale por una comida, ¿no?

– De acuerdo, antes de que llegue el amigo de James. Casi se me olvidaba -respondió ella sacándome la lengua-. No querrás que se encuentre todos vuestros juguetitos sexuales tirados por ahí.

– No nos has dicho cuándo viene -comentó Mary.

Las tres echamos a andar hacia la cafetería que había al otro lado del aparcamiento. La comida era decente y no solía atraer a los turistas que abarrotaban Sandusky en su visita a Cedar Point. Y lo mejor, estaba cerca y las tripas me sonaban ya.

– No sé cuándo viene.

– ¿Cómo se llamaba? ¿Alex? -dijo Claire, sosteniendo la puerta para que entráramos Mary y yo.

– Sí -la camarera nos acompañó a una cómoda mesa con bancos situada al fondo del local y nos dejó la carta, aunque ninguna de las tres la necesitaba. Llevábamos siglos yendo a aquel sitio-. Alex Kennedy.

– ¿Y no fue a vuestra boda? -preguntó Mary mientras echaba azúcar en su té helado y espachurraba la rodaja de limón. Me pasó unos cuantos sobrecitos sin que tuviera que pedírselos.

– No, estaba fuera. Pero una compañía grande ha comprado su empresa y por eso regresa a Estados Unidos. No se mucho más.

– ¿Que vas a hacer con el mientras James trabaja?

Sorprendentemente, fue Claire quien me hizo una pregunta tan pragmática mientras bebía agua de su vaso a través de una pajita.

– Es una persona adulta, Claire. Ya encontrará algo que hacer.

Mary resopló burlonamente.

– Sí, pero es un tío.

– En eso tiene razón Mary -dijo Claire-. Será mejor que hagas provisión de nachos y de calcetines.

Respondí poniendo los ojos en blanco.

– Es amigo de James, no mío. No pienso hacerle la colada.

Claire hizo un ruido burlón.

– Ya lo veremos.

– Escucha lo que dices -dijo Mary-. ¿Cuándo fue la última vez que le hiciste la colada a alguien, incluida la tuya propia?

– Estás loca -respondió Claire con indiferencia-. Pues claro que me hago la colada en la universidad.

Mary frunció el ceño.

– También deberías hacerlo en casa.

– ¿Por qué? A mamá le encanta hacerlo -contestó Claire, y estaba casi segura de que lo decía totalmente en serio.

– No me preocupa la colada -les dije-. Ni tener que entretenerlo mientras esté aquí. Estoy segura de que sabrá hacerlo él sólito.

– ¡Ja! Vivía en Hong Kong, ¿no? -Claire juntó las manos y estampó una sonrisa de oreja a oreja-. Esperará encontrar una geisha, ya lo verás.

– Las geishas son japonesas, idiota -Mary sacudió la cabeza.

– Lo que sea -dijo Claire, apartándose el flequillo con un resoplido.

Escuchar a mis hermanas proclamar el desastre que iba a ser tener a Alex en casa me hizo sentir mucho mejor respecto a su visita.