– ¡No! -dijo ella rápidamente, sorprendida por la pregunta-. Tal como dije, no estamos seguros de la identidad del forastero y es poco probable que matara a sir Vernon, ya que nuestro invitado estaba custodiado en el momento del ataque.
El padre Daniel estudió su cara con atención.
– Entonces ¿todavía lo defendéis?
– No sabemos lo que le pasó a sir Vernon.
El Padre Daniel sacudió la cabeza como si ella fuera una niña ingenua, y luego él le tocó el hombro otra vez, e incluso a través de la túnica Morwenna sintió la frialdad de los dedos sobre su piel.
– Sabemos que fue asesinado violentamente. Lo único que no sabemos es quién cometió la acción atroz.
Se estremeció un poco, como si la sotana se hubiera movido y las heridas de la espalda le rozaran. El padre Daniel apartó la mano.
– Quienquiera que arrebatara la vida a sir Vernon tendrá que responder ante el Padre.
– Y ante mí.
– Oh, milady, por favor, depositad vuestra confianza en Dios. Tened fe. Sólo Él puede deshacer este agravio. -Las palabras fueron pronunciadas con convicción pero había algo más perturbador en la expresión del sacerdote-. Recordad el pasaje de en las Cartas de san Pablo a los Romanos, Morwenna: «Mía es la venganza, yo daré el pago merecido, dice el Señor».
Morwenna apartó su brazo, pero sostuvo la mirada intensa que le dirigía el sacerdote.
– Pero en esta torre, padre Daniel -apuntó ella mientras la brisa le removía el cabello-, por favor, recordad que la justicia es mía.
Morwenna le dejó de pie allí, cerca de la cabaña del cerero, y ascendió la escalera que conducía al gran salón, donde dos guardias estaban firmes en sus puestos. Geoffrey le abrió la puerta y sintió que el calor de la habitación se le calaba en los huesos.
Había dejado que los acontecimientos de las dos últimas semanas la superaran y comenzaba a creer en las supersticiones absurdas de Isa sobre maldiciones, augurios y mala suerte. Se había sobresaltado bastante ahora que dudaba del sacerdote, un hombre que había dedicado su vida a Dios, y que se azotaba en una especie de penitencia dolorosa, infligida a sí mismo.
¿Qué era lo que desgarraba así el alma del padre Daniel? ¿Qué pecado había cometido para tener la necesidad de flagelarse?
Se quitó los guantes mientras subía la escalera hacia su cámara, y pasó por delante de Fyrnne y Gladdys. Sintió las miradas de las dos mujeres y se dijo si no lo imaginaba. De manera bastante ridícula, estaba comenzando a creer que nadie en esa torre era lo que, a primera vista, aparentaba ser.
– Eres tan mala como Isa -dijo ella, una vez dentro de su habitación.
El fuego ardía intensamente, y una tina y un cubo de agua caliente la aguardaban. Mort estaba acurrucado sobre la cama. Soltó un ladrido cuando Morwenna entró.
– ¿Me has echado de menos? -bromeó ella mientras el perro se meneaba, agitando la cola en el aire desesperadamente.
Ella se arrimó y le rascó las orejas. El animal se dio la vuelta y enseñó la panza para que la acariciara.
– Me lo imaginaba.
Se quitó los zapatos sin dejar de ofrecer mimos al perro y decidió que, al menos durante unos minutos, no le daría vueltas a la cabeza. Había un cubo de agua caliente sobre la leña. Iba a llamar a una criada para que la ayudara con el baño pero luego lo pensó mejor. Quería estar unos minutos a solas.
Se enrolló el pelo sobre la cabeza, se despojó de sus ropas, vertió agua en la tina revestida de toallas y se sumergió hasta el fondo de las aguas cálidas.
– Aaah -susurró.
Se frotó el cuerpo con jabón perfumado de lavanda, se desató el cabello y lo hundió más en el agua cálida. Se restregó el pelo y la piel y sintió cómo se relajaba la tensión acumulada en sus músculos. Estaba en el cielo. Todos sus dolores, sus preocupaciones, todas las advertencias horribles de maldiciones, augurios y muerte de Isa se esfumaron.
Mientras holgazaneaba en la tina, su mente vagó y pensó en Carrick. Se estaba recuperado y, esos días, mientras lo había mirado fijamente, se había convencido de que, en efecto, era él quien estaba tendido más allá del pasillo, quien se había despertado de repente y le había suplicado que lo ayudara, a quien había amado con tanto ímpetu, con tanta locura, tan temerariamente.
Recordaba con demasiada facilidad lo que había sido estar con él. Pasó varios días fantaseando con el peso de su cuerpo, la sensación de la piel contra la suya, el tacto erótico de sus labios sobre los de ella. Cada noche había estado horas y horas imaginando cómo hacían el amor, piel contra piel, con los músculos tensos por el movimiento, el calor, los jadeos, la fiera unión de cuerpos y almas.
Se le contrajo el corazón y sintió el mismo vacío oscuro que la mañana que perdió al bebé, como si una parte de su vida hubiera acabado.
Humedeció un paño en el agua y lo presionó sobre su cara, dejando que las gotas corrieran por las mejillas.
Se preguntó si alguna vez se sentiría como tres años antes o si aquellas emociones se habían perdido para siempre, destruidas por la traición de Carrick. Durante un breve instante pensó en lord Ryden y supo que nunca sentiría que le faltaba el aire, el mareo y esa gloria que le desgarraba el alma como había experimentado con Carrick. Y también supo no sólo que no le amaba sino que no podía casarse con él.
Sería una farsa de matrimonio. Un error desastroso que siempre lamentaría. Era demasiado tarde para escribirle puesto que ya estaba de camino a Calon, así que debería esperar hasta que él llegara y decírselo cara a cara, no importa lo que pensara su hermano. Morwenna sabía que sería capaz de convencer a Kelan para que ese matrimonio no se consumara.
Reclinándose hacia atrás en la tina, miró al techo y a la parte sombría de la pared que surgía por encima de las vigas transversales. ¿Era producto de su imaginación o había visto algo…, un reflejo de luz entre la armagasa entre las piedras? Era imposible.
Y con todo… Se cubrió los pechos con un paño mojado y miró fijamente hacia arriba, pero sea lo que fuera lo que hubiera visto ya no estaba allí. Probablemente era su imaginación de nuevo. No había ningún problema, por el momento.
El mal no estaba dentro de los muros del castillo.
Escuchando el crepitar del fuego y los sonidos sordos de voces que llegaban desde las cámaras inferiores, cerró sus ojos e hizo caso omiso del sentimiento de que unos ojos ocultos observaban todos y cada uno de sus movimientos.
Capítulo 19
Al alguacil no le gustaba el rumbo que tomaban sus pensamientos. Sentado en la silla de madera, observaba con detenimiento el fuego y sintió la misma agitación que tenía cuando estaba cerca de encontrar a un culpable, aunque todavía no era del todo capaz de entender quién era el criminal.
Las botas estaban calentándose al lado de la chimenea y estiró las piernas para que los pies descalzos sintieran el calor de las ascuas encendidas. El olor de la empanada de cordero de Sarah todavía persistía, tenía la panza llena y una copa al lado.
Sarah y él vivían dentro de los muros del castillo en una edificación sólida de piedra de tres habitaciones y una entrada privada, a muy poca distancia del gran salón. Utilizaba la primera habitación para sus asuntos, donde lo encontraban los ciudadanos de la aldea y le presentaban sus demandas. En los últimos tiempos, todo el mundo parecía tener una. Riñas entre vecinos, la insistencia de Tom Farmer en que uno de los hijos del carpintero le había robado una cabra, varios comerciantes y campesinos que se quejaban de una banda de ladrones que actuaba cerca del cruce del Cuervo, una acusación de que el cerdo de un hombre se había vuelto loco, se había abierto paso fuera de la cerca y había desparramado dos sacos de semillas para la siembra de primavera, y etcétera.
Payne tenía un dolor punzante en la cabeza. Por encima de todas las quejas habituales, estaba el asunto de Carrick de Wybren, o quienquiera que fuera aquel hombre, y el asesinato atroz de sir Vernon.