¿Era eso posible? La idea le pareció atroz, sin embargo… La carne se le puso de gallina al imaginarse a alguien al acecho escondido en las palabras, vigilando, entrando y saliendo a su antojo.
¿Carrick? ¿Así había escapado? ¿Conocía los secretos de Calon? Abandonó la habitación y mató tanto a Vernon como a Isa?
Se le retorció el estómago, pero no aceptaba esa posibilidad. ¡No, no, no! Había alguien más. Tenía que haber alguien más.
– Venid conmigo -le dijo al viejo monje.
– No, debo permanecer aquí.
– No, esta noche no, hermano Thomas.
– Tengo un deber con Dios. Una promesa que cumplir.
Morwenna puso los brazos en jarras.
– Y no la quebrantaréis, pero hoy, hermano Thomas, vendréis conmigo y encontraremos los túneles secretos y las habitaciones, o lo que sea. Tengo la impresión de que es la voluntad de Dios.
Los ojos del monje se abrieron como platos al escuchar la blasfemia, pero Morwenna lo ignoró. Estaba resuelta a seguir un estricto código de conducta… De todas formas nunca se había adecuado a las normas. Ella siempre transgredía las reglas.
Tiró del brazo del anciano y le ayudó a bajar la escalera, mientras con el otro balanceaba el farol.
– Paganos y herejes -susurró entre dientes.
– ¿Qué decís?
– Nada, hermano Thomas. Apresuraos.
– Milady, os lo aseguro, no sé por dónde empezar a buscar.
Las palabras del monje no la disuadieron.
– Yo sí -le respondió, pensando en la cámara donde la pasada noche se había entregado a Carrick de Wybren con tanta impaciencia.
– Yo no los maté -dijo mientras permanecía de pie en el pasillo junto a los aposentos del lord. Lanzó una mirada de odio a su primo y al puñado de hombres que le seguían, enormes guardaespaldas provistos de espadas que destellaban maldad a la luz tenue de las velas amontonadas sobre los muros-. Yo no los maté -repitió retrocediendo un paso-, pero tú sí lo hiciste.
– ¿Yo? -Graydynn, con el arma desenvainada sacudió la cabeza y rió-. ¡Ah, no, Carrick, no me carguéis vuestros crímenes sobre mí!
– ¿Quién ha sacado más provecho de todas esas muertes? -inquirió-. Desde luego yo no -dijo acercándose, sin mostrar miedo al acero de Graydynn.
Los ojos de Graydynn se encontraron con los suyos, y una mirada perpleja le recorrió las facciones mientras le examinaba el rostro.
– Ni yo ni ningún otro provocó el incendio, sino vos. Ahora sois lord de Wybren, Graydynn. ¿Qué erais antes?
– ¡Eso es una locura! -pero se escapaba cierta turbación en su alegato.
– Creo que no.
Clavó su mirada en la del barón. ¿Pudo apreciar algo en el parpadeo de los ojos de Graydynn, un atisbo de culpa? ¿Era sólo una salpicadura de saliva lo que tenía en la comisura de la boca? ¿Se contrajo ligeramente uno de sus párpados?
– No me volváis las tornas. Carrick, no utilicéis uno de vuestros trucos -Graydynn tropezó con el nombre, y sus ojos se entornaron un instante mientras estudiaba a su primo-. No funcionarán aquí. De hecho, sólo sois un intruso, sino también un asesino y un traidor. -Las palabras que pronunciaba parecían infundirle seguridad, le restauraban el propio sentido del poder-. ¿Creíais que no os estaba esperando? Si no era una noche, sería la siguiente. Mis espías me informaron del ataque que os tendieron, de que la imbécil lady de Calon os dio refugio y os ayudó a curaros. Pero sabía que cuando de nuevo os sintierais fuerte volverías aquí. -Una débil sonrisa se le dibujó en los labios, encerrados entre la espesa barba-. ¿Por qué pensáis que os permitieron entrada con tanta facilidad? -le preguntó-. ¿Eh? ¿Por qué os escoltó un único guardia simplón hasta el gran salón? ¿Realmente pensabais que me quedaría sentado esperando a que irrumpierais aquí, espada en ristre, profiriendo las barbaridades que esperaba que diríais? ¿Acaso no imaginabais que supondría que seríais más astuto que ese centinela? ¿Dónde está? ¿En la cabaña del alfarero? -Chasqueó los dedos e inclinó la cabeza en una dirección-. No, sospecho que lo encontraré en el molino.
Se trataba de un ardid. ¡Graydynn le había tendido una trampa! Apretó la mandíbula y se preparó para la pelea que estaba a punto de comenzar. Buscó la oportunidad, el momento de vacilación, para derrotar a Graydynn.
Como si pudiera leer los pensamientos de su enemigo, Graydynn sonrió abiertamente y un destello de falsedad le brotó de los ojos.
– Y no esperéis que nadie aquí crea que vos y yo estábamos… ¿qué? ¿Confabulados? Veo la mentira fraguándose en vuestros ojos, Carrick. Agitó una mano cerca de su cabeza como si se le acabara de ocurrir a idea, pero había algo más en sus palabras, una advertencia subyacente: Graydynn estaba preocupado. Continuó pero parecía que lo hiciera en provecho de los guardias, como si Graydynn jugara aparte.
– Supongo que pensabais decir que fui yo quien tramó el complot contra vuestra familia y que vos sólo erais un cómplice, dispuesto a hacer lo que se os ordenara.
Eso atrajo su atención.
– ¿Qué es lo que decís? -le exigió.
– ¡Nadie os creerá jamás aquí, Carrick!
Pero había algo en las palabras de Graydynn que no había tenido en cuenta.
– Afirmáis que vos y yo tramamos el incendio juntos.
– ¡Dije que la estratagema no resultaría! -declaró Graydynn en voz alta. Hizo una señal con el brazo que tenía libre hacia los guardias, que estaban preparados detrás de él-. Todos conocemos vuestras patrañas.
Se había equivocado en algo, algo se le había escapado. Algo muy importante.
– Culpáis a Carrick de vuestros propios actos -dijo despacio.
Un sonido de gritos y pasos irrumpió desde abajo.
– Lord Graydynn -gritó una voz grave desde la escalera-. ¡Lord Graydynn! ¡Le hemos cogido! ¡Hemos apresado al espía!
– Y ahora ¿qué? -preguntó Graydynn con el ceño fruncido, señalando a su primo con dedo amenazador-. ¡Agarradlo y llevadlo arriba!
¡Ahora era su oportunidad! Tan rápido como le cruzó la idea por la cabeza, se dio la vuelta y echó a correr, balanceando la espada y formando un amplio arco delante de él. Los guardias esquivaron el acero y luego gritaron detrás de él.
– ¡Alto! -ordenó un guardia.
– ¡Vete al maldito infierno!
Le abordaron desde atrás, un cuerpo se abalanzó contra él antes de que llegara a la salida. Su atacante y él cayeron juntos. La espada voló de su mano. Intentó darle una estocada pero el guardia que tenía encima le puso una rodilla sobre la espalda y la columna vertebral le crujió. Luchando con todo el derroche de sus fuerzas, estuvo a punto de zafarse, pero otro más dejó caer todo su peso sobre los dos hombres en combate.
¡Zas!
Su cara se estrelló contra el suelo.
Probó el sabor de la sangre.
En unos segundos, le ataron las manos con cuerdas gruesas de cuero y le inmovilizaron los brazos contra el cuerpo. Le introdujeron una mordaza en la boca y la taparon con violencia. Le propinaron un codazo en la parte delantera mientras se lo llevaban a rastras de los pies a la escalera serpenteada y tortuosa que conducía al gran salón.
Cuando intentó mirar la habitación que tenía enfrente, la sangre le corría por el ojo a causa de una incisión que tenía en la cabeza. Un fuego crepitaba en la chimenea y brillaba la luz de las antorchas, reflejándose en los hilos de oro de los tapices que adornaban las paredes enjalbegadas. Del techo colgaban enormes ruedas sujetas por cadenas y sobre ruedas, entrelazadas con cornamenta de animales, ardían cientos de velas que proporcionaban una luz tenue y brillante.
Como anteriormente, el corazón le dio un vuelco, esta vez al mirar la tarima elevada. Él se había sentado allí. Con su madre, su padre y sus hermanos.
Su corazón latía con fuerza, su mente se abrió al fin del todo. El techo cayó de repente. Su vida apareció nítidamente en el recuerdo. Se vio en la gran mesa, su hermana a un lado, su mujer al otro. Respiraba a través de la mordaza mientras cada fragmento de vida se colocaba en el lugar preciso.