Finalmente empieza el oficio. Reina un silencio expectante y luego retumba un trueno súbito e imponente; Ahmad, que lo ha oído en las funciones del instituto, reconoce el timbre, como de juguete, del órgano eléctrico, el hermano pobre del órgano de tubos que acumula polvo detrás del minbar cristiano. Todos se ponen en pie para cantar. Ahmad se levanta como si estuviera encadenado a los demás. Un grupo con túnicas azules, el coro, inunda el pasillo central y va ocupando sus puestos tras una barandilla baja más allá de la cual, por lo visto, el resto de la congregación no se atreve a pasar. Las letras de los cantos, distorsionadas por el ritmo y el acento lánguido de estos negros, de estos zanj, tratan, por lo que puede colegir, de una colina lejana y una vieja y áspera cruz. Desde su deliberado silencio, Ahmad localiza a Joryleen en el coro, compuesto casi en exclusiva de mujeres, mujeres inmensas entre las que Joryleen parece casi una niña y hasta relativamente delgada. Ella a su vez divisa a Ahmad, en uno de los bancos delanteros. Su sonrisa lo decepciona, es vacilante, apresurada, nerviosa. También ella sabe que él no debería estar ahí.
Arriba, abajo, todos los de su banco excepto él y la niña más pequeña se ponen de rodillas y después se sientan. Siguen rezos colectivos, respuestas que no sabe, pese a que el padre con el diente de oro le indica la página del cantoral. Creemos esto y aquello, damos gracias al Señor por esto y por lo otro. Luego el imán cristiano, un hombre de rostro severo, color café, gafas de montura invisible y destellos en su alta calva, entona una larga oración. Su voz rugosa está amplificada electrónicamente, de modo que retumba tanto desde el fondo como desde la parte delantera de la iglesia; y mientras el sacerdote, con los ojos cerrados tras las gafas, va hollando cada vez más profundo en la oscuridad que mentalmente ve, los allí reunidos manifiestan a gritos su acuerdo: «¡Claro que sí!», «¡Dígalo, reverendo!», «¡Alabado sea el Señor!». Como sudor en la piel, surgen murmullos de asentimiento cuando, tras cantar el segundo salmo, que trata del gozo que supone caminar junto a Jesús, el predicador asciende al alto minbar decorado con tallas de ángeles. En tono cada vez más convulso, acercando y alejando la cabeza del radio de acción del sistema amplificador de sonido para que su voz crezca y decrezca como los gritos de un hombre apostado en el palo mayor de un barco zarandeado por la tempestad, refiere la historia de Moisés, que libró de la esclavitud al pueblo elegido pero a quien le fue negado el acceso a la Tierra Prometida.
– ¿Y por qué? -pregunta-. Moisés había servido al Señor como portavoz, dentro y fuera de Egipto. Portavoz: nuestro presidente, allá en Washington, tiene un portavoz; los presidentes de nuestras compañías, en las alturas de sus despachos en Manhattan y Houston, tienen portavoces, a veces son mujeres, porque el dejar oír su voz es algo innato en ellas, ¿o no, hermanos? -Lo cual propicia carcajadas y risas tontas, invitando a una digresión-: ¿Cómo no va a ser así? Nuestras queridas hermanas sí que saben hablar. Dios no le dio a Eva robustez de brazos y hombros como a nosotros, pero le dio redobladas fuerzas en la lengua. Oigo risas, pero no lo toméis a broma, es la simple evolución, igual que son ellas quienes quieren dar clases a nuestros inocentes hijos en todas las escuelas públicas. Ahora en serio: hoy ya nadie confía en sí mismo ni para hablar en su propio nombre. Es demasiado arriesgado. Hay demasiados abogados observando y anotando lo que dices. Y bien, si yo tuviera portavoz, ahora mismo estaría en casa viendo en la tele el programa de entrevistas del señor William Moyers o el del señor Theodore Koppel y tomándome otra tostada, incluso una tercera, de esas tan deliciosas que algunas mañanas me prepara mi querida Tilly, bien empapadas de sirope, después de haberse comprado algún vestido nuevo, sí, ropa o algún elegante bolso de piel de caimán que la haga sentirse culpable, aunque sea mínimamente.
Por encima de las risas sofocadas que origina esta revelación, el predicador prosigue:
– Si así fuera, estaría reservando mi voz. Si así fuera, no tendría que estar preguntándome en voz alta, delante de todos vosotros, por qué Dios apartó a Moisés de la Tierra Prometida. Si tuviera un portavoz.
Ahmad tiene la impresión de que, de repente, entre la atenta y fascinada multitud de infieles, kuffar de piel oscura, el predicador se ha puesto a meditar, como si hubiera olvidado por qué está allí, por qué están todos allí, mientras en el exterior suenan las radios ridículamente altas de los coches que pasan por la calle. Pero los ojos del hombre se abren de golpe tras sus gafas y con revuelo se abalanza sobre la Biblia grande, de cantos dorados, que hay en el atril del minbar, y dice:
– He aquí el motivo, Dios nos lo da en el Deuteronomio, capítulo treinta y dos, versículo cincuenta y uno: «Por cuanto pecasteis contra mí en medio de los hijos de Israel, junto a las aguas de Meribá, en Cades, en el desierto de Sin; porque no me santificasteis en medio de los hijos de Israel».
El predicador, enfundado en una túnica azul de anchas mangas por cuyo cuello asoman la camisa y una corbata roja, examina a los feligreses con los ojos abiertos como platos. Ahmad siente como si se fijara sobre todo en él, quizá porque no es un rostro habitual.
– ¿Qué significa -pregunta en voz baja- «Pecasteis contra mí»? ¿«No me santificasteis»? ¿Qué hicieron mal esos pobres israelitas, que tanto tiempo habían sufrido, junto a las aguas de Meribá, en Cades, en el desierto de Sin? Que levante la mano aquel de vosotros que lo sepa.
Nadie, los ha pillado por sorpresa. Entonces el predicador se apresura a continuar, vuelve a consultar la Biblia grande, pasa de golpe un buen montón de páginas, las hojas de bordes dorados se abren por un lugar marcado previamente.
– Todo está aquí, amigos míos. Todo lo que necesitáis saber está precisamente aquí. El Buen Libro explica cómo una partida de exploradores se separó de la gente que Moisés guiaba fuera de Egipto y se adentró en el Néguev, subiendo al norte, hacia el Jordán. Y al volver relataron, como se lee en el capítulo trece del Libro de los Números, que en el país que habían recorrido «ciertamente fluye leche y miel», pero que «el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas», y también, «también» es lo que dijeron, vieron allí «a los hijos de Anac», y que eran gigantes junto a los cuales «nosotros éramos, a nuestro parecer, como langostas, y así les parecíamos a ellos». Lo sabían, y lo sabíamos nosotros, hermanos y hermanas, que a su lado éramos únicamente unas langostas pequeñajas, saltamontes que viven sólo unos pocos días en la hierba, en los pastos, antes de la siega, en el exterior del campo de béisbol, adonde ningún bateador lanza la pelota, y después ya desaparecen, y sus exoesqueletos, tan complejos como cualquier otra obra del Señor, crujen fácilmente en el pico de un cuervo o una golondrina, de una gaviota o un boyero.