Выбрать главу

El organista da paso a un ritmo diferente, supuestamente marchoso, tachonado de golpes: se trata de una percusión originada detrás del coro por un instrumento, un conjunto de varas de madera, que Ahmad no puede ver. Los allí reunidos acogen el cambio de tempo con murmullos de aprobación, y el coro empieza a seguir el ritmo con los pies, con las caderas. El órgano emite un sonido líquido, como de zambullida. La canción se va despojando de la vestidura de sus versos, que cada vez son más difíciles de entender: dicen algo de pruebas, tentaciones y problemas en cualquier parte. La mujer flaca y chupada que está junto a Joryleen da un paso al frente y, con una voz casi masculina, de hombre meloso, pregunta a la congregación: «¿Quién es ese amigo fiel con quien podemos compartir las penas?». Detrás de ella el coro entona una única palabra: «Plegaria, plegaria, plegaria». El organista se prodiga arriba y abajo del teclado, aparentemente a su aire pero sin extraviarse. Ahmad no sabía que el órgano tuviera un registro tan amplio, los acordes van ascendiendo sin límite. «Plegaria, plegaria, plegaria», sigue cantando el coro mientras deja al organista desplegar su solo.

Luego llega el turno de Joryleen; da un paso adelante y la reciben algunos aplausos, sus ojos rozan la cara de Ahmad antes de volver el óvalo, todo labios, de su propio rostro hacia el público que queda detrás de él y después hacia más arriba, a la galería. Toma aire; el corazón de Ahmad se detiene, temeroso por la chica. Pero su voz se desovilla en un filamento luminoso: «¿Somos débiles y vivimos llenos de temores y tentaciones?». Es una voz joven, frágil, pura, con cierto temblor hasta que Joryleen consigue dominar los nervios. «A Jesús, tu amigo eterno», canta. Su voz se sosiega, adquiere un tono metálico, con un matiz áspero, y a continuación escala en repentina libertad hasta un chillido que se asemeja al de un niño que suplica que le abran la puerta. Los fieles aprueban en susurros el atrevimiento. Joryleen grita: «¿Te desprecian tus amih-hih-gos?».

«Eh, ¿en serio lo hacen?», apunta la mujer gorda que tiene al lado, inmiscuyéndose, como si el solo de Joryleen fuera un baño templado demasiado apetecible para no aprovecharlo. Pero se ha sumado no para echar a Joryleen sino para unirse a ella; al oír esta otra voz junto a la suya, la chica prueba algunas notas en otro registro, armónicas, de modo que su joven voz se vuelve más audaz, llevada en volandas casi a la inconsciencia. «En sus brazos», canta, «en sus brazos, en sus brazos cariñosos paz tendrá, oh sí, gloria bendita, tu corazón.»

«Sí, paz, sí, paz tendrá», va reverberando la mujer gorda, quien entra en el canto entre un clamor de reconocimiento, de amor, del público, ya que su voz los sumerge y luego los rescata de golpe del fondo de sus vidas, o eso siente Ahmad. Esa voz ha sido sazonada en un sufrimiento con el que Joryleen todavía tiene que enfrentarse, una simple sombra en su vida aún joven. Con esa autoridad, la mujer gruesa, de cara tan amplia como un ídolo de piedra, vuelve con el «Qué amigo». Se le dibujan hoyuelos no sólo por debajo de las mejillas sino también junto al rabillo de los ojos y a los lados de su dilatada y chata nariz, cuyos orificios se ensanchan de par en par. A estas alturas, el himno palpita con tal fuerza por las venas de los allí reunidos que puede ser retomado en cualquier punto. «Nuestra aflicción, eso es, nuestros pecados y aflicción… ¿lo oyes, Señor?» El coro, con Joryleen, espera sin inmutarse mientras esta obesa en éxtasis oscila los brazos adelante y atrás, los balancea durante un rato imitando con gracia el desembarco triunfal y garboso de alguien que ha cruzado el mar embravecido en una balsa, y señala con la mano a la acuciante galería, de punta a punta, gritando:

– ¿Habéis oído bien? ¿Lo habéis oído?

– Lo oímos, hermana -es la voz en respuesta de un hombre.

– ¿Y qué oyes, hermano? -Ella misma se contesta-: Él sintió nuestra aflicción, nuestros pecados. Pensad en esos pecados. Pensad en esa aflicción. Son nuestras criaturas, ¿no? Los pecados y la aflicción son nuestras criaturas, nuestros hijos naturales.

El coro sigue arrastrando las notas de la canción, ahora más rápido. El órgano se encarama entre requiebros, las varas de percusión siguen batiendo ocultas a la vista, la mujer gorda cierra los ojos y suelta como una ráfaga la palabra «Jesús» sobre la ciega y persistente base rítmica, hasta reducirla a un «Jes. Jes. Jes» para desembocar, como si afluyera una nueva canción, en un «Gracias, Jesús. Gracias, Señor. Gracias por el amor, cada día, cada noche». Y mientras el coro canta «Desprovisto de consuelo y protección», ella solloza: «¡Si andamos desprovistos de ellos es porque no se lo hemos dicho todo a Dios en oración! ¡Hagámoslo, lo necesitamos!». Y cuando el coro, aún bajo la batuta del hombrecito de pelo alborotado, llega al último verso, ella se une a los demás: «Todo, sí, todo, hasta lo más ínfimo de cada uno de nosotros, todo se lo decimos en oración. Sííí, oh, sí».

El coro, en el que Joryleen era quien más abría la boca, su jovencísima boca, deja de cantar. A Ahmad le arden los ojos y siente tal agitación en el estómago que teme que va a vomitar allí mismo, entre esos demonios vocingleros. Los falsos santos de las ventanas altas y oscurecidas por el hollín miran abajo. Un rayo de sol pasajero arde en uno de esos rostros, de barba blanca y con el ceño fruncido. La niña se ha acurrucado junto a Ahmad sin que él se haya dado cuenta; el sopor la invadió de repente, bajo el fragor y la percusión machacona de la música. El resto del banco, la familia al completo, les sonríe, a él, a ella.

No sabe si debería esperar a Joryleen fuera de la iglesia, mientras los fieles, con sus trajes de primavera color pastel, salen al aire de abril, que se va volviendo más fresco y desvaído a medida que las nubes se empañan de tonos oscuros. La indecisión de Ahmad dura mientras, medio escondido tras una de las robinias de la acera que sobrevivieron al derribo que dio origen al mar de escombros, se convence de que Tylenol no estaba entre los asistentes. Entonces, en el instante en que decide escabullirse, ahí aparece ella, acercándose, sirviendo todas sus redondeces como fruta en una bandeja. En una aleta de la nariz lleva una cuenta de plata en la que se refleja minúsculamente el cielo. Bajo la túnica azul viste el mismo tipo de ropa que usa para ir al instituto, nada de ropa formal para ir a misa. Recuerda que le dijo que no se tomaba la religión muy en serio.

– Te he visto -le dice en tono burlón-. Estabas sentado con los Johnson, nada más y nada menos.

– ¿Los Johnson?

– La familia de tu banco. Gente muy devota. Son los propietarios de las lavanderías de autoservicio del centro y también de las de Passaic. ¿Has oído hablar de la burguesía negra? Pues son ellos. ¿Qué miras, Ahmad?

– Lo que llevas en la nariz. No me había fijado nunca. Sólo en esos aritos que te pones en el borde de la oreja.