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– Señor, ha dicho usted «supuestamente», pese a que en el primer versículo de la sura se pregunta «¿No has visto?», como si el Profeta y sus oyentes lo hubieran visto.

– Mentalmente -deja ir el profesor en un suspiro-. Mentalmente, el Profeta vio muchas cosas. Y en cuanto a si el ataque de Abraha aconteció de verdad, los eruditos, todos devotos e igualmente convencidos de que el Corán fue inspirado por Dios, discrepan. Léeme las tres últimas aleyas, que son especial y profundamente arrebatadas. Deja fluir la respiración. Usa los conductos nasales. Quiero oír el viento del desierto.

– wa arsala 'alayhim tayran abābīl -salmodia Ahmad, intentando hundir la voz hasta un lugar de gravedad y belleza, muy abajo en la garganta, para sentir la sagrada vibración en los senos del cráneo-, tarmihim b-bijāratin min sijjīl -prosigue, en una envolvente resonancia, al menos en sus propios oídos- faja'alabum ka-'afīn ma'kūl.

– Eso está mejor -concede indolente el sheij Rachid, indicando que ya basta con un ademán de su blanda y blanca mano, cuyos dedos parecen sinuosamente largos a pesar de que su cuerpo, tomado entero, arropado en un caftán bordado con exquisitez, es menudo y de poca estatura. Debajo lleva unos calzones blancos, el llamado sirwāl, y sobre su pulcra cabeza, el blanco gorro sin alas de encaje, el amāma, que lo distingue como imán. Sus zapatos negros, menudos y rígidos como los de un niño, asoman bajo el dobladillo del caftán cuando los levanta y acomoda en el reposapiés acolchado con el mismo tapizado lujoso, en el que destellan miles de hilos plateados, que forra el sillón parecido a un trono desde el que imparte sus enseñanzas-. ¿Y qué nos dicen estos magníficos versículos?

– Nos dicen… -aventura Ahmad, presa del rubor por arriesgarse a mancillar el texto sagrado con una paráfrasis torpe que, además, no depende tanto de improvisar sobre su lectura del árabe antiguo como del cotejo subrepticio con alguna traducción inglesa-… nos dicen que Dios les envió bandadas de aves que los arrojaron contra piedras de arcilla, redujo a los hombres del elefante a un estado similar al de las briznas de hierba que han sido comidas. Devoradas.

– Sí, más o menos -dijo el sheij Rachid-. Las «piedras de arcilla», como tú las has llamado, seguramente formaron un muro que luego cayó, bajo el aluvión de aves, lo cual a nosotros nos parece algo misterioso pero es de suponer que está tan claro como el agua en el prototipo del Corán que permanece esculpido en el Paraíso. Ah, el Paraíso, apenas puede esperar uno.

El sonrojo de Ahmad se desvanece lentamente, dejando en su cara una corteza de inquietud. El sheij ha cerrado de nuevo los ojos, ensimismado. Cuando el silencio se alarga dolorosamente, Ahmad pregunta:

– Señor, ¿está usted sugiriendo que la versión de que disponemos, fijada por los primeros califas a los veinte años de la muerte del Profeta, es en el fondo imperfecta si la comparamos con la versión que es eterna?

El profesor declara:

– Las imperfecciones residen sin duda en nuestro interior, en nuestra ignorancia, y en las anotaciones que los primeros discípulos y escribas hicieron de las palabras del Profeta. El mismo título de esta sura, por ejemplo, podría ser un error en la transcripción del nombre del monarca de Abraha, Alfilas, que una omisión de las últimas letras habría dejado en al-Fīclass="underline" el elefante. Puede conjeturarse que las bandadas de aves son una metáfora de algún tipo de proyectil lanzado por una catapulta, y si no, queda la visión tosca de que se tratara de criaturas aladas, menos impresionantes que el Roc de Las mil y una noches pero presumiblemente más numerosas, clavando sus picos en los ladrillos de arcilla, los bi-hijāratin. Verás que si tomamos esta aleya, la cuarta, hay algunas vocales largas que no están a final de versículo. Pese a que desdeñaba el título de poeta, el Profeta, sobre todo en estos primigenios versos mequíes, logró algunos efectos exquisitos. Pero sí, la versión que nos ha llegado, aunque sería blasfemo tacharla de imperfecta, está necesitada, a causa de nuestra ignorancia de mortales, de interpretación, y las interpretaciones, a lo largo de catorce siglos, han diferido. El significado exacto de la palabra ababil, por ejemplo, sigue siendo tras tanto tiempo una conjetura, pues no aparece en ningún lugar más. Hay una locución griega, querido Ahmad, para designar una palabra tan única y por tanto indeterminable: hapax legomenon. En la misma sura, sijjīl es otra palabra enigma, aunque se repite tres veces a lo largo del Libro Sagrado. El propio Profeta previó las dificultades y, en el séptimo versículo de la tercera sura, «La familia de Imrán», admite que algunas expresiones son unívocas, muhkamat, pero que otras son sólo asequibles a Dios. Quienes siguen estos pasajes poco claros, llamados mutashībihāt, son los enemigos de la fe verdadera, «los de corazón extraviado», en palabras del Profeta, mientras que los sabios y los fieles dicen: «Creemos en ello; todo procede de nuestro Señor». ¿Te estoy aburriendo, querido pupilo?

– Oh, no -contesta Ahmad con sinceridad, pues mientras el profesor prosigue con su murmullo informal, el alumno siente que un abismo se abre en su interior, la sima de lo antiguo, por definición problemático e inaccesible.

El sheij, inclinándose hacia delante en su gran sillón, retoma con enérgica vehemencia su discurso, gesticulando indignado con sus manos de largos dedos.

– Los estudiosos ateos de Occidente alegan, en su ciega vileza, que el Libro Sagrado es una mezcolanza de fragmentos y adulteraciones reunidas aprisa y dispuestas en el orden más infantil posible, a bulto, las suras más largas al principio. Afirman encontrar interminables puntos oscuros y entresijos. Recientemente, por ejemplo, ha habido una controversia bastante curiosa acerca de los dictámenes académicos de un especialista alemán en lenguas del Oriente Medio, un tal Christoph Luxenberg, quien mantiene que muchas de las oscuridades del Corán desaparecen si en lugar de leer las palabras en árabe lo hacemos como si fueran homónimos siríacos. Incluso tiene la osadía de afirmar que, en las magníficas suras «El humo» y «El monte», las palabras que tradicionalmente se han leído como «huríes vírgenes de grandes ojos oscuros» significan en realidad «pasas blancas» de «claridad cristalina». De manera similar, los donceles inmortales que son comparados con perlas desgranadas, citados en la sura llamada «Hombre», deberían interpretarse como «pasas enfriadas», en referencia a una bebida refrescante hecha de pasas que sería servida con extrema cortesía en el Paraíso, mientras que los condenados beben metal fundido en el Infierno. Me temo que esta particular relectura haría del Paraíso un lugar considerablemente menos atractivo para muchos hombres jóvenes. ¿Qué dices tú al respecto, como bello joven que eres? -Con una vivacidad casi cómica, el profesor acentúa su inclinación hacia delante, apoyando los pies en el suelo de modo que sus zapatos negros desaparecen de la vista; queda a la espera, los labios y los párpados abiertos.

– Oh, no. Yo tengo sed de Paraíso -dice, sorprendido, Ahmad, pese a que su abismo interior continúa ensanchándose.

– Y no es atractivo sin más -insiste el sheij Rachid-, un lugar agradable de visitar, como Hawai, sino que es algo que anhelamos, algo por lo que suspiramos ardientemente, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Hasta el punto de ser impacientes con este mundo, sombra remota y tenue del que viene después?

– Sí, exacto.

– E incluso si las huríes de ojos negros son simplemente pasas blancas, ¿te hace eso perder apetito por el Paraíso?

– Oh, no, señor, qué va -responde Ahmad, mientras en su cabeza se arremolinan estas otras imágenes ultramundanas.

Si bien algunos podrían tomar como satíricas estas chanzas provocadoras del sheij Rachid, e incluso como un peligroso flirteo con el fuego eterno, Ahmad siempre las ha entendido en un sentido mayéutico, como el señuelo con que hacer pasar al alumno por algunas oscuridades y complicaciones necesarias para así enriquecer una fe superficial y completamente inocente. Pero hoy los roces de la ironía mayéutica son más lacerantes, irritan el estómago del muchacho, que quiere que la lección termine ya.