Выбрать главу

– Bien -pronuncia el profesor cerrando sus labios en un terso brote de carne-. Siempre he sido del parecer que las huríes son metáforas de una dicha más allá de la imaginación, una dicha casta e interminable, y no se refieren a la copulación literal con mujeres físicas, con mujeres cálidas, rellenas, serviles. Sin duda, la copulación común es la misma esencia de lo terrenal pasajero, del goce vano.

– Pero… -balbucea Ahmad, sonrojándose de nuevo.

– ¿Pero?

– Pero el Paraíso tiene que existir, ser un lugar de verdad. -Por supuesto, estimado muchacho. ¿Qué otra cosa iba a ser?

Con todo, para avanzar un poco en este asunto de la perfección textual, incluso en las declaraciones más dóciles que se encuentran en las suras atribuidas al gobierno de Medina por parte del Profeta, los estudiosos infieles dicen haber encontrado desaciertos. ¿Podrías leerme…? Lo sé, las sombras se alargan, el día de primavera está muriendo tristemente al otro lado de la ventana. Lee, por favor, la aleya catorce de la sura sesenta y cuatro, «El engaño mutuo».

Ahmad hojea su manoseado ejemplar del Corán hasta encontrar la página y despacha en voz alta:

– yā āyyuhd 'lladhina āmānū inna min azwājikum wa awlādi-kum 'aduw-wan lakum fa 'hdharūhum, wa in ta'fū wa tasfahū wa taghfirū fa-inna 'llāha ghafūrun rahim.

– Bien. Bastante bien, quiero decir. Tenemos que trabajar más, por supuesto, en tu acento. ¿Podrías decirme, Ahmad, en dos palabras, cuál es su significado?

– Pues… dice que en vuestras esposas e hijos tenéis un enemigo. Cuidado con ellos. Pero si, esto…, sabéis disculpar y ser tolerantes y perdonar, Dios será indulgente y misericordioso.

– ¡Esposas e hijos! ¿Qué hay de enemigo en ellos? ¿Qué causaría su necesidad de perdón?

– Bueno, quizás es porque te pueden distraer de yihad, de la lucha consagrada a acercarse a Dios.

– ¡Perfecto! ¡Eres un bellísimo pupilo, Ahmad! Yo no lo podría haber dicho mejor, «ta'fū wa tasfahū wa taghfirū»: 'afā y safaba, ¡absteneos y apartaos! ¡Alejaos de estas mujeres de carnes no celestiales, de este equipaje terrenal, de estas impuras prisioneras de la fortuna! ¡Viajad ligeros, directos al Paraíso! Dime, querido Ahmad, ¿te da miedo entrar en el Paraíso?

– Oh, no, señor. ¿Por qué iba a darme miedo? Lo deseo, como todos los buenos musulmanes.

– Sí, está claro que lo desean. Lo deseamos. Me llenas de alegría. Para la siguiente sesión, ten la bondad de preparar «El compasivo» y «El acontecimiento». En números, son las suras cincuenta y cinco y cincuenta y seis. Convenientemente correlativas. Ah, y Ahmad…

– ¿Sí?

El día de primavera, más allá de las ventanas orientadas hacia arriba, ha dado paso a la noche; en el cielo añil, demasiado cargado por las luces de vapor de mercurio del centro de New Prospect, apenas se ve un puñado de estrellas. Ahmad intenta recordar si su madre, tras la jornada en el hospital, estará ya en casa. De lo contrario, quizás haya un yogur en la nevera; y si no, tendrá que arriesgarse a la dudosa pureza de los snacks del Shop-a-Sec.

– Confío en que no vuelvas a la iglesia de los kafir del centro. -El sheij titubea, y después habla como si citara un texto sagrado-: Los impuros pueden adoptar una apariencia brillante, y los demonios saben imitar bien a los ángeles. Mantente en el Recto Camino: ihdin, 's-sirāta 'l-mustaqim. Guárdate de cualquiera, por muy agradable que sea, que te distraiga de la pureza de ser de Alá.

– Pero si el mundo entero -confiesa Ahmad- es una distracción.

– No tiene por qué serlo. El mismo Profeta era un hombre de mundo: mercader, esposo, padre de hijas. Y aun así se convirtió, cumplidos los cuarenta, en el vehículo escogido por Dios para comunicar Su palabra última y culminante.

De repente suena como una súplica gorjeante, semimusical, el teléfono móvil que habita en las profundidades de los ropajes superpuestos del sheij, y Ahmad aprovecha el momento para escapar a la noche, salir al mundo con sus ráfagas de faros de camino a casa, con sus aceras que emanan fragancias de frituras y de ramas pálidas con flores y amentos cargados en lo alto.

Con lo sensibleras que son, y aunque ha participado en ellas multitud de veces, las ceremonias de graduación en el Central High siguen poniendo a Jack Levy al borde del llanto. Todas empiezan con Pompa y circunstancia, y la majestuosa procesión de los estudiantes de último curso, con sus ondulantes togas negras y los birretes cuadrados peligrosamente posados en sus cabezas, y terminan con el desfile ya más brioso, repleto de sonrisas, con saludos a los padres y entrechocar de palmas, por el mismo pasillo que habían recorrido antes, ahora al son de Colonel Bogey's March y When the Saints Go Marcbin'In. Hasta el alumno más rebelde y recalcitrante, incluso los que han adherido a sus birretes una cinta con las palabras al fin libre o han prendido del cordón de su borla un atrevido ramillete de flores de papel, se amansa por la naturaleza terminal de la ceremonia y las afectaciones gastadas de los discursos. Servid a Estados Unidos, les dicen. Ocupad vuestros lugares en los ejércitos pacíficos de la empresa democrática. Incluso cuando os esforcéis por triunfar, debéis ser amables con vuestros compañeros. Pensad, a pesar de todos los escándalos de prevaricación corporativista, pese a la corrupción política con que los medios nos desalientan y ponen enfermos a diario, en el bien común. Ahora empieza la vida real, los informan; el Edén de la educación pública ya ha cerrado sus verjas de hierro. Un jardín, reflexiona Levy, en el que, por mucho empeño que ponga uno en repetirlo todo una y otra vez, a la enseñanza se le hacen oídos sordos, en el que los más agresivos e ignorantes dominan a los tímidos y obedientes, pero un jardín al fin y al cabo, una herbosa parcela de esperanzas, el semillero tosco y mal cuidado de lo que esta nación pretende ser. Haced caso omiso de los guardias armados apostados aquí y allá en el fondo del auditorio, de los detectores de metal en cada una de las entradas que no está cerrada y con la cadena echada. En lugar de eso mirad a los estudiantes de último año que se gradúan, a la sonriente gravedad con que ejecutan, bajo los leales aplausos que a nadie se niegan, ni siquiera a los más tontos ni a los más delincuentes, su paseo momentáneo a través del estrado, bajo el recargado proscenio de estilo similar al de las añejas salas de cine, por entre hileras de flores y palmas metidas en macetas, para recibir sus diplomas de manos del hábil Nat Jefferson, concejal de Educación de New Prospect, mientras la menuda Irene Tsoutsouras, directora interina del instituto, va consignando sus nombres en el micrófono. La diversidad de estos es respondida por el eco de los calzados que asoman bajo el vaivén de los bordes de sus togas: trancos dados por Nikes destrozadas, contoneos sobre tacones de aguja o pasos arrastrados de sandalias sueltas.

Jack Levy empieza a emocionarse. La docilidad de los seres humanos, su buena disposición para agradar. Los judíos de Europa poniéndose sus mejores galas para desfilar hacia la muerte de los campos de exterminio. Los alumnos y las alumnas, de repente hombres y mujeres, estrechando la mano experta de Nat Jefferson, algo que nunca han hecho ni jamás volverán a hacer. El político, un tipo negro de espaldas anchas, un surfista que sobresale en el arte de sortear las olas políticas municipales desde que la fuerza de los votos pasó de los blancos a los negros, y ahora a los hispanos, renueva su sonrisa ante cada una de las caras de los graduados, mostrando una gentileza especial, a ojos de Jack Levy, con los estudiantes blancos, que son aquí clara minoría. «Gracias por estar con nosotros», dicen sus apretones de manos calurosamente prolongados. «Vamos a hacer que Estados Unidos / New Prospect / el Central High funcione.» En mitad de la aparentemente interminable lista, Irene proclama: «Ahmad Ashmawy Mulloy». El muchacho se mueve de manera elegante, alto pero no desgarbado, interpreta su papel pero no sobreactúa, demasiado solemne para hacer concesiones, no como otros, a sus partidarios entre el público con saludos y risitas. Él tiene pocos adeptos, la irrupción de aplausos es dispersa. Levy, que está en primera fila entre otros dos profesores, ataja con un nudillo furtivo las lágrimas incipientes que le cosquillean a ambos lados de la nariz.