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Pero la vida tiene sus cosas, es raro cómo a veces sale al rescate. Carmela, surgida de la nada, llega y salta sobre su regazo. «¿Dónde ha estado mi bebé?», pregunta Beth en voz alta y eufórica. «¡Mami te ha echado de menos!» Al minuto, no obstante, se quita impacientemente de encima a la gata, que tras acomodarse en la vasta superficie de carne caliente había empezado a ronronear, y forcejea para levantarse de nuevo de la butaca La-Z-Boy. De repente hay mucho que hacer.

Dos semanas después del día de graduación en el Central High, Ahmad aprobó el examen de conducción de vehículos comerciales en las instalaciones de tráfico de Wayne. Su madre, que le había permitido educarse a sí mismo en tantos aspectos, lo llevó con su abollada furgoneta, una Subaru granate que usa para ir al hospital y para entregar los cuadros en la tienda de regalos de Ridgewood y en cualquier otro lugar donde se los expongan, incluidas varias muestras de arte amateur en iglesias y salas de actos de escuelas. La sal del invierno ha corroído las partes bajas del chasis, del mismo modo que en los laterales y los guardabarros han hecho mella su manera de conducir despistada y los golpes producidos por las puertas de otros coches, abiertas sin cuidado en aparcamientos y garajes con rampas en espiral. El de la parte delantera a la derecha, víctima de un malentendido en una señal de stop que había en una intersección de cuatro direcciones, lo recompuso con masilla de relleno uno de sus novios, un tipo bastante más joven que ella que dedicaba sus ratos libres a hacer esculturas con desechos y que se mudó a Tubac, Arizona, antes de que el parche pudiera pulirse y pintarse. De modo que ha quedado de un crudo color masilla, y en otros lugares, sobre todo en el capó y el techo, la pintura, que ha pasado mucho tiempo a la intemperie, a merced de los elementos, se ha desteñido hasta quedarse en un tono melocotón. A Ahmad le parece que su madre alardea de pobreza, de su incapacidad cotidiana para entrar en la clase media, como si fuera un rasgo intrínseco de la vida artística y de la libertad personal tan apreciada por los infieles de América. Con su bohemia profusión de brazaletes y ropa rara, como los vaqueros estampados y el chaleco de piel teñida de púrpura que se puso aquel día, logra avergonzarlo allá dondequiera que aparezcan juntos.

Ese día, en Wayne, coqueteó con el viejo, un secuaz miserable del Estado, que controlaba el examen. Dijo: «No sé por qué cree que quiere conducir camiones. Se ve que se le ocurrió a su imán. A su imán, no a su mamá. Mi querido chico dice que es musulmán».

El hombre del mostrador del centro regional de la Comisión de Vehículos a Motor se mostró perplejo ante ese chorro de confianza materna. «Sin duda supondrá unos ingresos fijos», replicó tras pensar unos segundos.

Ahmad notó que al funcionario le costaba hilvanar las palabras, que con ello gastaba unos recursos interiores que intuyó escasos y demasiado valiosos. Su cara, que percibió de escorzo por estar cabizbajo en el mostrador, bajo los parpadeantes tubos fluorescentes, estaba levemente deformada, como si alguna vez se hubiera contraído por una fuerte emoción y se hubiera quedado petrificada. Aquélla era la clase de criatura perdida con que su madre se complacía en flirtear, a costa de la dignidad de su hijo. El tipo estaba tan entumecido en su telaraña de reglamentaciones que fue incapaz de ver cómo Ahmad, pese a tener la edad para poder examinarse del permiso C, no era lo bastante hombre para repudiar a su madre. Consciente de la falta de decoro de la mujer y de la posible burla, le quitó al aspirante el impreso del examen físico debidamente rellenado e hizo que Ahmad metiera la cara en un aparato para leer, cada vez con un ojo distinto, letras de diversos colores, distinguiendo el rojo del verde y a éstos del ámbar. La máquina medía su capacidad para la conducción de otra máquina, y el responsable de la prueba estaba anquilosado por una especie de ira porque el hacer ese trabajo día tras día lo había transformado en otra máquina, un elemento de fácil recambio en los engranajes del Occidente despiadado y materialista. Fue el islam, es algo que le gusta explicar al sheij Rachid, el que conservó la ciencia y los mecanismos simples legados por los griegos cuando toda la Europa cristiana, sumida en la barbarie, los había olvidado. En el mundo actual, los héroes de la resistencia islámica frente al Gran Satán habían sido antes doctores e ingenieros, expertos en el uso de máquinas como ordenadores, aviones y bombas colocadas en los márgenes de las carreteras. El islam, a diferencia del cristianismo, no teme a la verdad científica. Alá había dado forma al mundo físico, y todos sus aparatos eran sagrados si se ponían al servicio de lo sagrado. De esta manera consiguió Ahmad, entre tales reflexiones, su carnet de camionero. Para la categoría C no hacía falta un examen práctico.

El sheij Rachid está satisfecho. Le dice a Ahmad:

– Las apariencias engañan. Aunque sé que nuestra mezquita parece, a los ojos de un joven, descuidada y frágil en su ornamentación, está tejida con firmes mimbres y construida sobre verdades que han anclado en el corazón de los hombres. La mezquita tiene amigos, amigos tan poderosos como piadosos. El cabeza de la familia Chehab me contó el otro día que su próspero negocio precisa de un joven conductor de camiones, alguien de costumbres puras y fe firme.

– Yo sólo tengo el permiso C -contesta Ahmad, dando un paso atrás ante lo que le parece una entrada demasiado fácil y rápida al mundo de los adultos-. No puedo llevar ningún vehículo fuera del estado ni transportar materiales peligrosos.

Las semanas transcurridas desde la graduación ha vivido con su madre, en plena ociosidad, pasando horas desganadas en el pobremente iluminado Shop-a-Sec, cumpliendo fielmente con el rezo de sus oraciones, el salat diario, saliendo a ver una o dos películas y asombrándose con el derroche de munición hollywoodiense y la belleza de las explosiones, y también corriendo por las calles con sus viejos pantalones cortos; a veces se ha aventurado hasta la zona de casas adosadas por donde paseó aquel mediodía de domingo con Joryleen. No la ha encontrado, sólo ha visto a chicas de color similar contoneándose de la misma forma que ella, conscientes de que las observaban. Mientras pasa volando por las manzanas en decadencia, recuerda la vaga charla con el señor Levy y su vago pero ambicioso tema central, «ciencia, arte, historia». De hecho, el responsable de tutorías ha pasado por su apartamento una o dos veces, y aunque se mostraba bastante amable con Ahmad tenía luego prisa por irse, como si hubiera olvidado para qué había acudido. Sin prestar mucha atención a las respuestas, le preguntaba cómo iban sus planes y si tenía intención de quedarse por la ciudad o salir a ver mundo, como debería un hombre joven. Sonaba ridículo viniendo del señor Levy, quien ha vivido en New Prospect toda su vida, salvo cuando fue a la universidad y durante la breve temporada en el ejército que todos los varones estadounidenses solían estar obligados a pasar. Pese a que la funesta guerra contra la autodeterminación vietnamita estaba en marcha en aquella época, el señor Levy nunca recibió la orden de abandonar el país, y se quedó desempeñando trabajos de despacho, algo por lo que se siente culpable, pues si bien la guerra era una equivocación, le habría brindado la posibilidad de demostrar su valor y su amor por la patria. Ahmad lo sabe porque su madre siempre tiene en la boca al señor Levy: que si parece un hombre muy simpático pero no muy feliz, que si está infravalorado por los responsables de Educación o que si su esposa y su hijo no le prestan mucha atención. Últimamente, su madre está habladora, cosa rara, e inquisitiva; se interesa más por Ahmad de lo que él hubiera esperado, le pregunta cuándo va a salir, cuándo volverá, y a veces se molesta si responde «Pues más tarde».