En el Shop-a-Sec, evidentemente, había productos a la venta, pero se reducían a bolsas y cajitas de comida salada, azucarada, poco sana, a matamoscas de plástico y a lápices fabricados en China, con gomas inútiles; pero aquí, en esta inmensa sala de muestras, Ahmad se siente a punto de ser llamado a las filas del ejército del comercio y, pese a la cercana presencia del Dios para quien las cosas materiales no son más que vanas sombras, está exaltado. El mismo Profeta era un mercader. «No se cansa el hombre de pedir cosas buenas», dice la sura cuarenta y uno. Y en las buenas deben de estar incluidas las cosas que en el mundo se fabrican. Ahmad es joven; tiene todavía mucho tiempo, razona, para que le sea perdonado el materialismo, si es que precisa de perdón. Tiene a Dios más cerca que su vena yugular, y Él sabe qué es desear las comodidades, de lo contrario no habría llenado la otra vida con ellas: en el Paraíso hay alfombras y divanes, lo afirma el Corán.
Llevan a Ahmad a ver el camión, su futuro camión. Charlie lo guía por detrás de las mesas y el mostrador, por un corredor que ilumina tenuemente un tragaluz velado por ramitas caídas, hojas y semillas con alas. En el pasillo hay una fuente de agua refrigerada, un calendario cuyas casillas están llenas de garabatos con las fechas de entrega, lo que Ahmad termina por reconocer como un deslustrado reloj de fichar y, al lado, una rejilla para las tarjetas de registro de cada uno de los empleados, repetidamente perforadas.
Charlie abre otra puerta y ahí les espera el camión, que alguien ha aparcado junto a un andén de carga cuyo suelo está hecho de gruesos tablones, bajo un saliente del tejado. El camión, un receptáculo alto de color naranja con todos los cantos reforzados con tiras de metal remachado, sorprende a Ahmad, que se topa con él por vez primera; desde la plataforma, se le aparece como un animal gigante de cabeza achatada que se acerca demasiado, arrimado a la dársena como si quisiera que lo alimentaran. En el lateral naranja, un poco oscurecido por la arenilla de las carreteras, está estampada en cursiva, en color añil y con rebordes dorados, la palabra Excellency, debajo, en mayúsculas, HOME FURNISHINGS, y en letra más pequeña, la dirección y el número de teléfono de la tienda. El camión tiene juegos dobles de ruedas en el eje trasero. Los retrovisores laterales, dos moles cromadas, sobresalen considerablemente. La cabina está enganchada al remolque sin casi espacio en medio. Es imponente pero agradable.
– Es una bestia vieja y fiel -dice Charlie-. Ciento cincuenta mil kilómetros y no ha dado muchas molestias. Baja y familiarízate con él. No saltes, usa los escalones de más allá. Sólo faltaba que te rompieras un tobillo el primer día de trabajo.
A Ahmad esta zona ya le resulta un poco familiar. En el futuro la va a conocer mucho mejor: la plataforma de carga, el aparcamiento con el pavimento de hormigón agrietado cociéndose al reluciente sol de verano, los edificios adyacentes, de ladrillo, bajos, el caos de galerías de las casas adosadas, un contenedor oxidado en una esquina, propiedad de alguna empresa cerrada hace mucho, el lejano ruido oceánico de las oleadas de tráfico, rompiendo por los cuatro carriles del Reagan Boulevard. Este espacio siempre tendrá algo mágico, algo pacífico cuyo origen no es de este mundo, la extraña cualidad de quedar magnificado por una posición ventajosa. Es un lugar que ha recibido el hálito de Dios.
Ahmad desciende el tramo de cuatro peldaños, también de gruesos tablones, y queda al mismo nivel del camión. En el distintivo en la puerta del conductor, lee: Ford Tritón E-350 Super Duty. Charlie abre esa puerta y dice:
– Venga, campeón. Arriba.
En el calor de la cabina flota un hedor a cuerpos masculinos, humo rancio de cigarrillos, cuero, café frío y al fiambre de los bocadillos que en él se han consumido. Ahmad se sorprende, tras las horas dedicadas a los folletos del permiso de conducción comercial, con todo su rollo sobre el doble embrague y la reducción de marcha en las pendientes peligrosas, de que en el suelo no haya una palanca de cambio.
– ¿Cómo se cambia de marcha?
– No se cambia -le explica Charlie, arrugando el ceño pero manteniendo un tono neutro de voz-. Es automático. Como en tu querido coche familiar.
El vergonzoso Subaru de su madre. Su nuevo amigo percibe cierto rubor y añade, tranquilizándolo:
– Cambiar de marcha es sólo una preocupación extra. El antepenúltimo chaval que contratamos se cargó la caja de cambios al meter marcha atrás cuesta abajo.
– Pero en las pendientes inclinadas, ¿no hay que reducir? Para no abusar del freno y gastar las pastillas.
– Sí, puedes reducir con la palanca que hay en el volante. Pero en esta parte de Jersey no hay tantos desniveles. No es que estemos en Virginia Occidental.
Charlie conoce los estados, es un hombre de mundo. Rodea la cabina y con un salto ágil, estirando los brazos como un mono, se sube al asiento del copiloto. Para Ahmad es como si alguien se hubiera metido en la cama con él. Charlie saca una cajetilla de cigarrillos medio roja del bolsillo de la camisa -de un tejido áspero y duro, parecido a la tela vaquera pero de color verde militar en vez de azul- y le da un diestro toquecito para que varios pitillos de filtro marrón asomen un par de centímetros. Le pregunta:
– ¿Para templar los nervios?
– Gracias, señor, pero no. No fumo.
– ¿De verdad? Sabia elección. Vivirás eternamente, campeón. Y déjate de señor, ni me trates de usted. Con «Charlie» basta. Bueno, vamos a ver cómo conduces este trasto.
– ¿Ahora mismo?
Charlie da un bufido, propiciando una detonación de humo en un extremo del ángulo de visión de Ahmad.
– No, la semana que viene. ¿Para qué has venido? No estés tan nervioso. Está chupado. Hay retrasados que lo hacen cada día, créeme. Esto no es ingeniería aeronáutica.
Son las ocho y media de la mañana. Demasiado temprano, siente Ahmad, para iniciarse. Pero si el Profeta confió su cuerpo al temible caballo Buraq, Ahmad puede también ascender al alto asiento negro, rajado, manchado y partido por los ocupantes anteriores, y conducir esta altísima caja naranja sobre ruedas. El motor, cuando la llave lo hace arrancar, ruge en un tono muy bajo, como si el combustible fuera una sustancia más espesa y grumosa que la gasolina.