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Ahmad considera a su madre como una mujer mayor que, de corazón, sigue siendo una chiquilla que juega con el arte y el amor; últimamente ha detectado que le preocupa que su hijo intuya que hay un nuevo amante, pese a que éste, a diferencia de la larga lista anterior, no aparece por el apartamento ni se disputa con Ahmad el dominio del territorio. «Puede que sea tu madre pero yo me la tiro», decían sus conductas, y esto también era muy estadounidense, el valorar las relaciones sexuales por encima de cualquier lazo familiar. La costumbre americana es odiar a tu familia y huir de ella. Incluso los padres conspiran para que ocurra, saludando con agrado los signos de independencia del hijo y riéndose de la desobediencia. No hay en ello nada del amor afín que el Profeta declaró por su hija Fátima: «Fátima es parte de mí; quien la agravie me agraviará a mí, y quien me ofende, ofende a Dios». Ahmad no odia a su madre, es demasiado dispersa para odiarla, está demasiado distraída con su búsqueda de la felicidad. A pesar de que siguen viviendo juntos en ese apartamento perfumado con los olores dulzones y acres de los óleos, ella tiene tan poco que ver con el yo que él despliega al mundo diurno como el pijama, grasiento de sudor, con el que Ahmad duerme por la noche y del que se libra antes de la ducha, su primer y apresurado paso hacia la pureza matutina del día laborable, y del buen trecho a pie que tiene hasta el trabajo. Durante algunos años, el que sus cuerpos compartieran el limitado espacio de la vivienda ha sido violento. La noción de actitud sana que tiene su madre incluye presentarse ante su hijo en ropa interior o con un camisón que trasluce las sombras de sus partes pudendas. En verano, lleva camisetas sin mangas, minifaldas, blusas desabrochadas y escotadas y vaqueros de cintura baja, apretados allá donde más rellena está. Cuando él manifiesta rechazo por sus atuendos, indecorosos y provocativos, ella se burla y le toma el pelo comportándose como si hubiera sido objeto de una galantería. Es únicamente en el hospital, con su uniforme verde claro, debidamente holgado sobre su indiscreta ropa de calle, donde cumple las prescripciones del Profeta hacia las mujeres, en la sura veinticuatro; ahí detalla que deben cubrirse el escote con el velo y no exhibir sus gracias más que a sus esposos, padres, hijos, hermanos, esclavos, eunucos y, recalca el Libro, a las «criaturas que desconocen las vergüenzas de las mujeres». De niño, con diez años o menos, en más de una ocasión esperaba a su madre, a falta de canguro, en el Saint Francis y se alegraba de verla atareada y sofocada bajo sus amplios ropajes sanitarios y con sus deportivas de suela gruesa, sin brazaletes que rompieran el silencio. Con quince años la situación se volvió más tensa, cuando él rebasó la altura de su madre y le apareció una pelusilla sobre el labio superior: ella aún no había cumplido los cuarenta, e ingenuamente deseaba todavía cazar a un hombre, arrancar a un doctor rico de su harén de lindas y jóvenes ayudantes, pero su hijo adolescente la delataba como una mujer de mediana edad.

Desde la perspectiva de Ahmad, ella se daba un aspecto juvenil y como tal se comportaba, al contrario de lo que debería hacer una madre. En los países del Mediterráneo y Oriente Medio, las mujeres se cubrían de arrugas y perdían la silueta con orgullo; la confusión indecente entre madre y hembra no era posible. Gracias a Alá, Ahmad nunca soñó con dormir con su madre, nunca la desnudó en esas zonas del cerebro propensas al exceso de imaginación o de ensoñaciones y en las que Satán introduce la vileza. En realidad, hasta el límite en que el chico se permite relacionar semejantes pensamientos con la imagen de su madre, ella no es su tipo. Sus carnes, manchadas de rosa y moteadas de pecas, tienen una apariencia antinaturalmente pálida, como de leprosa; su gusto, desarrollado en los cursos que ha pasado en el Central High, prefiere las pieles más oscuras, color cacao, caramelo y chocolate, y el seductor misterio que se esconde tras los ojos cuya negrura, opaca a primera vista, se intensifica hasta llegar al morado de las ciruelas o al marrón con destellos de sirope; lo que el Corán describe como «huríes de oscuros ojos rasgados, enclaustradas en pabellones». El Libro vaticina: «Y para ellos habrá huríes de grandes ojos, semejantes a perlas ocultas, como retribución a sus obras». Ahmad piensa que su madre es un error que su padre cometió, pero en el cual él nunca caería.

Charlie está casado con una libanesa que Ahmad apenas ve, sólo cuando se presenta en la tienda hacia la hora de cierre, al final de su propia jornada laboral, que desarrolla en una gestoría donde cumplimentan los impresos legales de la gente que no lo sabe hacer y donde se tramita el papeleo con gobiernos locales, estatales y nacionales que reclaman sus impuestos a los ciudadanos. Hay algo varonil en sus vestidos occidentales y trajes pantalón, y sólo su piel olivácea y sus pobladas cejas sin depilar la distinguen de una kafir. Lleva el pelo cardado, pero en la fotografía que Charlie tiene en su escritorio va tocada con un pañuelo amplio que esconde sus cabellos al completo y posa sonriente por encima de las caras de dos niños pequeños. Charlie nunca cuenta nada sobre ella, pese a que a menudo habla de mujeres, sobre todo de las que aparecen en los anuncios de televisión.

– ¿Has visto la que sale en el anuncio de Levitra, para tíos a los que no se les levanta?

– No veo mucho la televisión -contesta Ahmad-. Ahora que he dejado de ser un niño, ya no me interesa.

– Pues debería. ¿Cómo vas a enterarte, si no, de qué nos hacen las empresas que gobiernan este país? La del anuncio de Levitra es mi ideal de tía buenorra, hablando en susurros de su «chico» y de cómo le gusta tener erecciones de «calidad», no dice «erecciones» pero eso es de lo que va el anuncio, de pollas empalmando, la disfunción eréctil es el mayor acierto de las farmacéuticas desde el Valium; y la manera que tiene de mirar a media distancia y cómo se le ponen un poco húmedos los ojos, casi puedes ver, en los ojos de esa mujer, el pollón tieso del tío, duro como una piedra, y entonces ella, que tiene una boca estupenda, hace algo curioso, como si se estremeciera, mueve los diminutos músculos de los labios, para que sepas lo que está imaginando, que está pensando en hacerle una mamada, con esa boca perfecta para chupar pollas. Y luego, aún con ese aspecto voluptuoso y altivo y de satisfacción sexual, se vuelve hacia el tipo, que debe de ser algún modelo, seguramente gay en la vida real, y casi sin que te des cuenta dice «¡Caray!», y le toca en la mejilla, donde el tío, que estaba escuchando embobado cómo ella decía lo genial que es, tiene un hoyuelo. Te hace preguntarte cómo demonios se les ocurrió, cuántas tomas de vídeo hicieron antes de caer en esta idea, o si el guionista lo había pensado y lo escribió desde un principio. Pero es muy espontáneo, casi que no cuadra con que la tía sea tan sensual. Realmente tiene esa pinta de las mujeres bien folladas, ¿no? Y no es sólo que la imagen esté un poco desenfocada.