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El domingo, Ahmad teme no poder dormir en la que ha de ser la última noche de su vida. Está en una habitación extraña. Ahí, le ha garantizado el sheij Rachid, que lo ha visitado antes esa misma noche, no lo podrá encontrar nadie.

– ¿Quién iba a buscarme? -preguntó Ahmad.

Su menudo mentor -a Ahmad le resultaba raro, mientras los dos estaban juntos de pie conspirando, ver que se había vuelto mucho más alto que su maestro, quien durante las lecciones coránicas quedaba magnificado por la butaca de respaldo alto con hilos plateados- hizo uno de sus fulminantes encogimientos de hombros, casi una cuchillada. Esta noche el hombre no llevaba su habitual caftán bordado y reluciente sino un traje gris de estilo occidental, como si se hubiera vestido para un viaje de negocios entre los infieles. ¿Cómo, si no, se explicaba que se hubiera afeitado la barba, su barba entrecana cuidadosamente recortada? Tras ella escondía, vio Ahmad, numerosas cicatrices pequeñas, rastros en su blanca y cerosa tez de alguna enfermedad, erradicada en Occidente pero padecida por un niño yemení. Junto con estas asperezas se reveló algo desagradable en sus labios violeta, un mohín viril y malhumorado que había acechado, sin llamar la atención, cuando éstos se movían tan rápidamente, tan seductoramente, en su escondrijo de vello facial. El sheij no llevaba su turbante ni su 'am,ma de puntilla; quedaban al descubierto unas entradas considerables.

Menguado a ojos de Ahmad, preguntó:

– ¿No te va a echar en falta tu madre y alertar a la policía?

– Este fin de semana tiene turno de noche. Le he dejado una nota para cuando vuelva; en ella le digo que voy a pasar la noche a casa de un amigo. Supondrá que es una novia. Siempre da la lata con el tema, insinuando que debería ir con alguna chica.

– Pasarás la noche con un amigo que resultará más verdadero que cualquier repugnante sharmoota. El eterno e inimitable Corán.

En la mesilla de noche de esta habitación estrecha y apenas amueblada, había un ejemplar encuadernado en piel rosa, de tapa blanda, con el texto original y la traducción inglesa en páginas correlativas. Era lo único nuevo y caro del cuarto: un lugar «seguro» bastante cercano al centro de New Prospect, pues desde su única ventana se veía el tejado abuhardillado de la torre del ayuntamiento. El edificio, con sus multicolores escamas de pez, hacía su aparición entre las construcciones menores como un dragón de mar fantástico, congelado en el instante de salir a la superficie. Tras él, el cielo del atardecer estaba rayado de nubes a las que el sol poniente tintaba de rosa. La imagen solar -el reflejo de su fulgor naranja- se plasmaba en las agallas de cristal, victorianas, de la aguja: ventanas de una escalera de caracol cerrada desde hacía décadas a los turistas. Mientras Ahmad se esforzaba por mirar desde la ventana -de vidrios delgados, viejos, ondulados y llenos de pequeñas burbujas debido a su factura antigua-, vio la agonizante luz del sol derritiendo, eso parecía, la esquina más alta de uno de los edificios rectilíneos y revestidos de cristal que, construidos con posterioridad, albergaban también dependencias municipales. En el chapitel del ayuntamiento hay un reloj, y Ahmad temía que al dar las horas lo mantuviera en vela toda la noche, lo cual haría de él un shahid menos eficiente. Pero su música mecánica -un breve fraseo señalando el primer cuarto, cuya última y ascendente nota persistía como una ceja inquisitivamente enarcada; y ejecutando con cada último cuarto el fraseo completo, dando entrada al doliente recuento de la hora- resulta adormecedora, ratificando así, cuando el sheij al fin lo dejó solo, que la habitación era de hecho segura.

Los anteriores inquilinos de esta pequeña cámara han dejado pocas huellas de su paso. Algunas rozaduras en los rodapiés, dos o tres quemaduras de cigarrillo en el alféizar y en la superficie de la cómoda, el brillo producido por un uso repetido en el pomo de la puerta y en la cerradura, cierta esencia animal en la áspera manta azul. La habitación está religiosamente limpia, mucho más que su dormitorio del apartamento de su madre, en el que aún se atesoran posesiones impías: juguetes electrónicos con las pilas gastadas, revistas de deportes y automóviles antiguos, ropas supuestamente reveladoras, por el corte austero y ceñido, de su vanidad adolescente. Sus dieciocho años han acumulado testimonios históricos que atraerán, imagina, el interés de los medios informativos: fotos enmarcadas en cartulina con niños entornando los ojos por el sol de mayo en los escalones rojizos de la escuela de primaria Thomas Alva Edison, la mirada oscura de Ahmad y su boca seria perdida entre filas de otras caras, la mayoría negras y algunas blancas, todas empeñadas en el esfuerzo infantil de convertirse en estadounidenses leales y alfabetizados; fotos del equipo de atletismo, con un Ahmad mayor y algo más sonriente; bandas de certámenes atléticos, con su tinte barato rápidamente descolorido; un banderín de fieltro de los Mets, de una excursión en autobús a un partido en el Shea Stadium, durante el primer curso de instituto; una lista bellamente caligrafiada de los nombres de sus compañeros de lecciones coránicas antes de que quedaran reducidas a único alumno, él; su permiso de conducción C; una fotografía de su padre, esgrimiendo la sonrisa del extranjero que desea caer bien, con un fino bigote que debía de resultar pintoresco incluso en 1986, y con el cabello lustroso y peinado con raya en el medio, servilmente alisado, mientras que Ahmad lucía un pelo de textura y grosor idénticos pero cepillado orgullosamente hacia arriba, con una pizca de gomina. El rostro de su padre, se verá por la tele, era, según las convenciones, más apuesto que el del hijo, aunque un tono más oscuro. A su madre, como ocurre con las víctimas televisadas de inundaciones y tornados, la van a querer entrevistar mucho, primero hablará de forma incoherente, llorando y en estado de shock, pero después ya más calmada, volviendo la vista atrás afligida. Su imagen aparecerá en la prensa; será fugazmente famosa. Quizá repunten las ventas de sus cuadros.

Se alegra de que la habitación franca esté limpia de toda pista sobre su persona. Este cuarto es, a su entender, la cámara de descompresión previa al violento ascenso que le espera, en una explosión tan ágil y poderosa como el vigoroso caballo blanco Buraq.

El sheij Rachid parecía reacio a irse. También el sheij, afeitado y con un traje occidental, estaba a punto de partir. No paraba de moverse por la minúscula estancia, abriendo los remisos cajones de la cómoda y cerciorándose de que en el baño hubiera paños y toallas para las abluciones rituales de Ahmad. Se ocupó, puntilloso, de poner la esterilla de los rezos en el suelo, con su mihrab entretejido señalando al este, en dirección a La Meca, y no se olvidó de subrayarle que en la diminuta nevera le dejaba una naranja, un yogur y pan para el desayuno: un pan muy especial, khibz el-'Abbās, el pan de Abbas, amasado por los chiíes del Líbano con motivo de la celebración religiosa de la Ashura.

– Está hecho con miel -le explicó-, semillas de sésamo y anís. Es importante que mañana por la mañana estés fuerte.

– Quizá no tenga hambre.

– Oblígate a comer. ¿Tu fe sigue siendo fuerte?

– Así lo creo, maestro.

– Con este acto glorioso, te convertirás en mi superior. Pasarás muy por delante de mí en las listas doradas que se guardan en el Paraíso. -Sus ojos grises, de largas pestañas, parecían a punto de llorar y flaquear cuando bajó la mirada-. ¿Tienes un reloj?

– Sí. -Un Timex que se compró con el primer sueldo, uno macizo como el de su madre. Tiene los números grandes y manillas fosforescentes visibles por la noche, cuando se hace difícil ver en el interior de la cabina del camión pero en cambio el exterior se ve claramente.