– Sin ánimo de ofender, señor, pero le entiendo bastante bien -dice Ahmad, con cierta altanería-. Pero no es que me entusiasme la imagen de mi madre fornicando con un judío.
Levy ríe, se le escapa una risotada burda.
– Eh, oye, aquí todos somos estadounidenses, ¿no? Ésa es la idea, ¿no te lo enseñaron en el Central High? Los irlandeses, los afroamericanos, los judíos… incluso los árabeamericanos.
– Nómbreme uno.
Levy se queda de piedra.
– Omar Sharif -apunta. Sabe que en una situación más relajada se le ocurrirían otros.
– No es estadounidense. Vuelva a intentarlo.
– Eh… ¿cómo se llamaba ése? Sí, Lew Alcindor.
– Kareem Abdul-Jabbar -lo corrige Ahmad.
– Gracias. No es de tu época, me parece.
– Pero sí un héroe. Venció muchos prejuicios.
– Creía que ése fue Jackie Robinson, pero no importa.
– ¿Estamos cerca del punto más bajo del túnel?
– ¿Cómo voy a saberlo? Al fin y al cabo, estamos cerca de todas partes. Una vez entras en el túnel se hace difícil orientarse. Antes solía haber polis patrullando a pie por dentro, pero no los he vuelto a ver. Era más bien una cuestión disciplinaria, pero supongo que hasta los polis se olvidaron de la disciplina cuando el resto de la gente también empezó a hacerlo.
El avance se ha detenido por unos minutos. Los coches de detrás y de delante empiezan a tocar el claxon; el ruido viaja a lo largo de los azulejos como aire que atravesara un gigantesco instrumento musical. Parece que al estar parados dispongan de interminable tiempo libre, de modo que Ahmad se vuelve y le pregunta a Jack Levy:
– ¿Alguna vez, en sus estudios, ha leído algo acerca del poeta y filósofo político egipcio Sayyid Qutub? Vino a Estados Unidos hace cincuenta años y se quedó sorprendido por la discriminación racial y la inmoralidad manifiesta que reinaba entre los sexos. Llegó a la conclusión de que no hay un pueblo que esté más alejado de Dios y la piedad que el estadounidense. Pero el concepto de jāhiliyya, que se refiere al estado de ignorancia anterior a Mahoma, también se extiende a los musulmanes mundanos y los convierte en objetivos legítimos de asesinato.
– Parece un tipo sensato. Lo incluiré en la lista de lecturas optativas, si es que sigo con vida. Este semestre voy a dar un curso de civismo. Estoy harto de pasarme el día sentado en ese viejo almacén de material intentando convencer a sociópatas malhumorados de que no dejen los estudios. Pues que los abandonen, ésa es mi nueva filosofía.
– Señor, lamento decirle que no vivirá. En unos minutos voy a ver el rostro de Dios. Mi corazón rebosa de anhelo.
Su carril de tráfico da un tirón. Los niños del vehículo de delante se han cansado de intentar llamar la atención de Ahmad. El pequeño, que lleva una gorra roja con la visera en punta y una camiseta de rayas de los Yankees, una de imitación, se ha acurrucado y quedado dormido en el incesante arrancar y parar, sedado por los resuellos y chirridos de los frenos de los camiones de este infierno alicatado en que el petróleo refinado se va convirtiendo en monóxido de carbono. La niña de las coletas tupidas, chupándose el dedo, se apoya contra su hermanito y dirige a Ahmad una mirada fría, ya no intenta lograr que se fije en ella.
– Adelante. Ve a ver a ese cabrón -le dice Jack Levy, quien ya no está hundido en el asiento sino erguido y cuyas mejillas han perdido el aspecto enfermizo a causa de la excitación-. Ve a ver la jodida cara de Dios, a mí ya me da igual. ¿Por qué debería importarme? La mujer por la que estaba loco me ha dejado plantado, mi trabajo es una lata, me despierto cada día a las cuatro de la madrugada y no puedo volver a dormirme. Mi mujer… Dios, es demasiado deprimente. Se da cuenta de lo infeliz que soy y se culpa por haberse vuelto ridículamente obesa, y ahora le ha dado por seguir un régimen criminal que va a terminar matándola. Sufre horrores, con esto de no comer. Yo quiero decirle: «Beth, olvídalo, nada logrará devolvernos a como estábamos cuando éramos jóvenes». Tampoco es que fuera algo extraordinario. Nos echábamos unas risas, solíamos divertirnos el uno al otro y disfrutar de las cosas sencillas, salir a cenar un día por semana, ir al cine si nos veíamos con ganas, ir de picnic de vez en cuando a las mesas que hay cerca de las cascadas. El único hijo que tuvimos, que se llama Mark, vive en Albuquerque y no quiere saber nada de nosotros. ¿Quién lo va a culpar por eso? Nosotros hicimos lo mismo con nuestros padres: huyamos de ellos, no nos entienden, nos avergüenzan. Ese filósofo tuyo, ¿cómo se llama?
– Sayyid Qutub. Para ser precisos, Qutb. Era uno de los autores preferidos de mi antiguo profesor, el sheij Rachid.
– Parece interesante lo que dice de Estados Unidos. La raza, el sexo: nos asedian. En cuanto te quedas sin fuerzas, Estados Unidos ya no tiene nada que ofrecer. Ni siquiera te deja morir, ya ves, los hospitales se llevan todo el dinero de Sanidad. La industria farmacéutica ha convertido a los médicos en unos granujas. ¿Para qué ir soportando los achaques de la vejez? ¿Para que alguna enfermedad me convierta en un cliente muy rentable para una panda de ladrones? Mejor que Beth disfrute de lo poco que le puedo dejar; así lo veo yo. Me he convertido en un estorbo para el mundo, le robo espacio. Adelante, aprieta el puto botón. Como le dijo a alguien por el móvil el tío aquel que iba en uno de los aviones del 11-S: será rápido.
Jack alarga la mano hacia el detonador y Ahmad, por segunda vez, se la agarra.
– Por favor, señor Levy -pide-. Me corresponde a mí. Si lo hiciera usted, el significado cambiaría, de una victoria pasaría a ser una derrota.
– Dios mío, tendrías que ser abogado. Vale, deja de estrujarme la mano. Era broma.
La niña de la furgoneta de delante ha visto el breve forcejeo, y a causa de su renovado interés ha despertado a su hermano. Los observan con sus cuatro ojos negros y brillantes. Con el rabillo del ojo, Ahmad ve cómo el señor Levy se frota el puño con la otra mano. Le dice a Ahmad, quizá para ablandarlo con un halago:
– Este verano te has puesto fuerte. Después de la primera entrevista me diste la mano tan floja que fue casi un insulto.
– Sí, ya no le temo a Tylenol.
– ¿Tylenol?
– Otro alumno del Central High. Un matón con pocas luces que se ha quedado con una chica que me gustaba. Y yo le gustaba a ella, aunque me tuviera por un bicho raro. De modo que no es usted el único que tiene dificultades con el amor. Uno de los graves errores del Occidente pagano, según dicen los teóricos del islam, es idolatrar una función animal.
– Háblame de las vírgenes. De las setenta y dos vírgenes que satisfarán tus necesidades en el otro barrio.
– El Sagrado Corán no especifica cuántas hūrīyyāt hay. Únicamente dice que son numerosas, de ojos negros y mirada recatada, y que no han sido tocadas por hombre alguno, ni por ningún yinn.
– ¡Yinn! ¡Aún estamos con ésas!
– Usted se mofa sin saber de qué habla. -Ahmad siente cómo el rubor del odio le recubre la cara, y le espeta al burlón-: El sheij Rachid me explicó que los yinn y las huríes son símbolos del amor de Dios hacia nosotros, que se encuentra en todas partes y se renueva eternamente, y que los mortales ordinarios no pueden comprender sin mediación.
– Vale, ya me está bien si tú lo ves así. No vamos a discutir. No se puede discutir con una explosión.
– Lo que usted llama explosión es para mí un pinchazo, una pequeña rasgadura que dejará entrar el poder de Dios en el mundo.
Pese a que parecía que nunca llegaría el momento, con una circulación tan parsimoniosa, el firme se nivela sutilmente y luego una leve inclinación hacia arriba le indica a Ahmad que ya han alcanzado el punto más bajo del túnel, y la curva descrita en las paredes que los preceden, visible a intervalos por entre la alta caravana de camiones, señala el punto débil donde deberá detonar los barriles de plástico, fanáticamente limpios y bien ceñidos, dispuestos en formación cuadrangular Su mano derecha se aparta del volante y se cierne sobre la caja metálica de color gris militar, con la pequeña depresión en la que encajará su pulgar. Cuando lo apriete, se reunirá con Dios. Dios estará menos terriblemente solo. «Te recibirá como a un hijo suyo.»