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– Tiene un nombre interesante -le dice Levy al joven. Hay algo en el chico que le gusta: gravedad imperturbable, recelo cortés en el mohín de sus labios suaves y más bien carnosos, y el cuidadoso corte de pelo, peinado en una tupida onda que parece coronar su frente-. ¿Quién es Ashmawy?

– ¿Quiere que se lo explique, señor?

– Por favor.

El chico habla con una majestuosidad afligida, a Levy le parece que está imitando a algún adulto que conoce, a un orador pulcro y formal.

– Soy fruto de una madre estadounidense blanca y un estudiante de intercambio egipcio. Se conocieron mientras estudiaban en el campus de New Prospect de la State University of New Jersey. Por aquel entonces, mi madre, que se formó y trabaja como auxiliar de enfermería, cursaba créditos para licenciarse en arte. En su tiempo libre pinta y diseña joyas, con cierto éxito, aunque no el suficiente para mantenernos. Él… -el chico titubea, como si se hubiera topado con un obstáculo en la garganta.

– Su padre -lo interpela Levy.

– Eso es. Él había esperado, así me lo ha explicado mi madre, empaparse de conocimientos sobre la empresa norteamericana y técnicas de márketing. No resultó tan fácil como le habían dicho. Se llamaba… se llama, creo firmemente que sigue vivo, Omar Ashmawy. Y mi madre, Teresa Mulloy. Es de origen irlandés. Se casaron mucho antes de que yo naciera. Soy un hijo legítimo.

– Claro. No lo dudaba. Y tampoco es que importe. No es el hijo el que deja de ser legítimo, no sé si me sigue.

– Sí, señor, gracias. Mi padre sabía muy bien que casándose con una ciudadana americana, por muy dejada e inmoral que fuese, lograría la nacionalidad estadounidense, y así fue, pero lo que no logró fueron ni los conocimientos prácticos ni la red de conocidos que le conducen a uno a la prosperidad en este país. Cuando perdió toda esperanza de conseguir un trabajo que no fuera de baja categoría, yo tenía entonces tres años, batió tiendas. ¿Se dice así? Encontré la expresión en las memorias del gran escritor estadounidense Henry Miller, que la señorita Mackenzie nos hizo leer en clase de inglés avanzado.

– ¿Ese libro? Dios mío, Ahmad, cómo cambian los tiempos. Antes sólo se podía comprar bajo mano. ¿Conoce la expresión «bajo mano»?

– Por supuesto. No soy extranjero. Nunca he salido del país.

– Antes me ha preguntado por «batir tiendas». Es un giro anticuado, pero la mayoría de estadounidenses saben qué significa. Originariamente se refería a desmontar las tiendas de un campamento militar.

– El señor Miller la usó, creo, para referirse a una mujer que le dejó.

– Sí. No es de extrañar. Que batiera tiendas, quiero decir. Miller no debía de ser un marido fácil. -Aquellos tríos lubricados con la esposa en Sexus. ¿Era Sexus lectura obligatoria en inglés? ¿Es que ya no se reserva nada para la edad adulta?

El joven se sale inesperadamente por la tangente tras los torpes comentarios de su tutor:

– Mi madre dice que no puedo acordarme de mi padre -comenta-, pero no es así.

– Bueno, usted tenía tres años. En términos de desarrollo, sería posible que guardara algún recuerdo. -La entrevista no va en la dirección pretendida por Jack Levy.

– Una sombra cálida, oscura -dice Ahmad inclinándose hacia delante de golpe, subrayando su seriedad-. Una buena dentadura, muy blanca. Bigote pequeño, cuidado. Mi pulcritud personal proviene de él, estoy seguro. Entre mis recuerdos hay un olor dulzón, quizá loción para después del afeitado, aunque también con un rastro de especias, a lo mejor un plato de Oriente Medio que acabara de comer. Era de tez oscura, más que la mía, pero de rasgos finos y elegantes. Se peinaba con raya casi en el medio.

Esta digresión intencionada incomoda a Levy. El chico la utiliza para ocultar algo. ¿Qué? Jack apunta, intentando que su interlocutor se desinfle:

– Quizá confunda una fotografía con un recuerdo.

– Sólo tengo una o dos fotos. Puede que mi madre guarde algunas y me las haya escondido. Cuando era pequeño e inocente, se negaba a contestar a muchas de mis preguntas sobre mi padre. Creo que el abandono la enfureció. Algún día me gustaría encontrarle. No es que quiera exigirle nada ni culparle, simplemente quiero hablar con él, como harían dos musulmanes cualesquiera.

– Esto, señor… ¿Cómo quiere que le llame? ¿Mulloy o… -vuelve a mirar en la tapa de la carpeta- Ashmawy?

– Mi madre me impuso su apellido en los documentos de la seguridad social y en el carnet de conducir, y mi dirección de contacto es la de su piso. Pero cuando termine el instituto y sea independiente me llamaré Ahmad Ashmawy.

Levy mantiene la vista en la carpeta.

– ¿Y cómo tiene pensado independizarse? Sacaba buenas notas, señor Mulloy, en química, inglés y demás, pero veo que el año pasado se cambió a los módulos de formación profesional. ¿Quién le aconsejó?

El joven baja la vista, dos ojos que parecen solemnes lámparas negras, de pestañas largas, y se rasca la oreja como si tuviera un mosquito.

– Mi profesor -contesta.

– ¿Qué profesor? Debería haber consultado conmigo un cambio de orientación así. Podríamos haber hablado, usted y yo, aunque no seamos los dos musulmanes.

– Mi maestro no es del instituto. Está en la mezquita. El sheij Rachid, el imán. Estudiamos juntos el sagrado Corán.

Levy intenta disimular su aversión diciendo:

– Ya. ¿En la mezquita de…? No, supongo que no sé dónde está, sólo conozco la grande, la de Tilden Avenue, que los musulmanes negros levantaron entre las ruinas tras los disturbios de los sesenta. ¿Es a ésa a la que acude? -Se le escapa un tono resentido, y no es lo que quiere. No ha sido este chico quien lo ha despertado a las cuatro, ni quien lo ha agobiado con pensamientos lúgubres, ni el que ha vuelto a Beth agobiantemente gorda.

– West Main Street, señor, unas seis manzanas al sur de Linden Boulevard.

– Reagan Boulevard. El año pasado cambiaron el nombre -dice Levy torciendo el gesto en desaprobación.

El chico no lo capta. Para estos adolescentes la política es una de las secciones oscuras del paraíso de los famosos. Las encuestas dicen que para ellos Kennedy fue el mejor presidente después de Lincoln sólo porque tenía aspecto de ser una celebridad, y desde luego desconocen a los demás, incluso a Ford o a Carter, con la excepción de Clinton y los Bush, si es que saben distinguir al padre del hijo. El joven Mulloy -Levy sufría un bloqueo mental con el otro apellido- dice:

– Está en una calle con tiendas, en el piso de encima de un salón de belleza y de un local donde prestan dinero en efectivo. La primera vez cuesta encontrarla.

– Y el imán de este lugar difícil de encontrar le aconsejó que se pasara a formación profesional.

El chico titubea de nuevo, encubriendo lo que quiera que sea que esconde; después, mirando con atrevimiento desde sus grandes ojos negros en que los iris apenas se distinguen de las pupilas, declara:

– Me dijo que el itinerario preuniversitario me expondría a influencias corruptoras: mala filosofía y mala literatura. La cultura occidental es impía.

Jack Levy se reclina en su anticuada silla giratoria de madera, que cruje, y suspira.

– ¡Ojalá! -Pero temeroso de los problemas en que podría meterse con la dirección del instituto y los periódicos si llegaran a saber que le ha dicho algo así a un estudiante, da marcha atrás-: Se me ha escapado. Es que algunos de esos cristianos evangélicos me tienen harto con tanto culpar a Darwin por el trabajo chapucero que hizo Dios al crear el universo.

Pero el joven no escucha, sigue argumentando su afirmación anterior.

– Y como la cultura no tiene Dios, se obsesiona con el sexo y los bienes de lujo. Sólo hay que ver la televisión, señor Levy, para darse cuenta de cómo siempre echa mano del sexo para vender lo que uno no necesita. Fíjese en la historia que se enseña aquí, puro colonialismo. Fíjese en cómo la cristiandad cometió un genocidio contra los nativos americanos y explotó también Asia y África, y ahora va a por el islam, con Washington controlado por los judíos para mantenerse en Palestina.