– A los chirris -dice Charlie exasperado, conteniendo la respiración cuando el camión naranja pasa rozando un viejo autobús escolar repleto de caritas mirando-. Que si ves muchos coños -aclara. Al ver que Ahmad, ruborizado, no responde, Charlie declara resolutivo, en voz baja-: Te vamos a llevar a echar un polvo.
Las ciudades del norte de New Jersey se parecen lo bastante entre sí -escaparates, aceras, parquímetros, luces de neón y fugaces zonas ajardinadas- como para crear, en un vehículo en movimiento, la sensación de estar parado. Los territorios por los que él y Charlie conducen, con sus olores estivales de alquitrán ablandado y de aceite de motor derramado, de cebolla y queso salidos de las casas de comidas que dan a la calle, son casi iguales hasta que llegan al sur de South Amboy o a la salida de Sayreville, en la autopista de peaje de New Jersey. Pero mientras cada pequeña ciudad va dando paso a la siguiente, Ahmad cae en la cuenta de que no hay dos iguales, y de que en cada una se da su propia diversidad social. En algunas zonas hay grandes casas que se extienden a la sombra, apartadas de la carretera, sobre lozanos tapices de césped poblados de setos chaparros como guardias de seguridad. El Excellency hace pocas entregas en este tipo de casas, pero pasa por delante de camino hacia las viviendas adosadas de los barrios céntricos pobres, donde los escalones de la entrada nacen en la acera, sin el mínimo asomo de un patio delantero. Es ahí donde suelen vivir quienes esperan los muebles: familias de piel oscura de cuyas habitaciones interiores, que no están a la vista, surgen voces y los ruidos del televisor, como si desde el recibidor se desplegaran telescópicamente cuartos y más cuartos de varios miembros de la misma familia. A veces hay signos de observancia musulmana: alfombras de rezo, mujeres con hiyab e imágenes enmarcadas de los doce imanes, incluido el imán oculto, que aparece sin rasgos faciales, los cuales identifican al hogar como chií. Estos domicilios intranquilizan a Ahmad, al igual que los barrios donde los rótulos de las tiendas están en inglés y árabe y se han creado mezquitas sustituyendo la cruz por una medialuna en iglesias protestantes desacralizadas. No le gusta quedarse a charlar un rato, a diferencia de Charlie, quien se defiende en cualquier dialecto árabe, con risas y gestos para superar los vacíos de comprensión. Ahmad siente que el aislamiento altivo y la identidad que se ha forjado se ven amenazados por esas masas de hombres ordinarios y agobiados, de mujeres prácticas que se enrolan en el islam por simple pereza, por cuestiones étnicas. Pese a que no era el único creyente musulmán en el Central High, tampoco es que hubiera otros como éclass="underline" origen interracial y aun así de firmes creencias, una fe escogida y no simplemente heredada de un padre presente que quisiera apuntalar su lealtad. Ahmad nació en este país, y en sus viajes por New Jersey se interesa menos por las diluidas bolsas de población de Oriente Medio que por la realidad estadounidense que lo rodea, un fermento de crecimiento rápido por el que siente la atenuada compasión que le inspiran los experimentos fallidos.
Esta nación frágil y bastarda tenía una historia apenas plasmada en el grandioso ayuntamiento de New Prospect y en el mar de escombros de los promotores inmobiliarios, en cuya orilla contraria se erguían, con sus ventanas enrejadas, el instituto y la tiznada iglesia de los negros. Cada ciudad conserva en su centro reliquias del siglo XIX, edificios municipales de granulosa piedra marrón o de blando ladrillo rojo, con cornisas salientes y pórticos de arco de medio punto, edificios orgullosamente ornados que han sobrevivido a las construcciones del siglo XX, más endebles. Estos bastiones antiguos y rojizos certifican una prosperidad industrial pretérita, una riqueza en que las manufacturas, las maquinarias y las vías férreas iban enjaezadas a las vidas de una nación trabajadora, una era de consolidación interna y de acogida a los inmigrantes del mundo. Luego está el siglo previo, subyacente, que hizo posibles los que le siguieron, más prósperos. El camión naranja pasa con estruendo al lado de pequeñas señales de hierro y monumentos en los que no se suele reparar, conmemoraciones de una insurgencia que se volvió revolución; sus batallas se libraron desde Fort Lee hasta Red Bank, dejando a miles de muchachos en reposo eterno bajo la hierba.
Charlie Chehab, un hombre compuesto de piezas dispares, conoce una sorprendente cantidad de datos acerca de ese viejo conflicto.
– En New Jersey es donde la Revolución dio el vuelco. Long Island había sido un desastre; la ciudad de Nueva York, más o menos lo mismo. Retirada tras retirada. Enfermedades y deserciones. Justo antes del invierno del setenta y seis al setenta y siete, los británicos avanzaron desde Fort Lee hasta Newark, y después hasta Brunswick, Princeton y Trenton, con la misma facilidad con que se corta la mantequilla. Washington quedó rezagado, a la otra orilla del río Delaware, con un ejército harapiento. Muchos de sus hombres, lo creas o no, iban descalzos. Descalzos, y el invierno acechando. Estábamos en las últimas. En Filadelfia, todo el mundo intentaba huir excepto los Tories, leales a la metrópoli, que sólo hacían que esperar a que sus colegas, los casacas rojas, entraran. Arriba, en Nueva Inglaterra, una flota británica tomó Newport y Rhode Island sin disparar un solo tiro. Todo había terminado.
– ¿Y cómo es que no fue así? -pregunta Ahmad, que no acierta a entender por qué Charlie le está contando este cuento patriótico con tanto entusiasmo.
– Bueno -dice-, por varios factores. Algunas cosas buenas estaban ocurriendo. El Congreso Continental despertó y ya no intentó seguir dirigiendo la guerra; dijeron «Vale, que se ocupe George».
– ¿De ahí viene esa expresión?
– Buena pregunta; no lo creo. El otro general al mando, un imbécil llamado Charles Lee… el pueblo de Fort Lee se llama así en su honor, gracias, hombre. Bueno, a ése lo capturaron en una taberna en Basking Ridge, de modo que Washington quedó al cargo de todo. Llegado a este punto, Washington aún podía estar agradecido de contar con un ejército. Después de Long Island, mira por dónde, los británicos habían bajado el ritmo. Dejaron que el Ejército Continental se retirase y cruzara el Delaware. Más tarde se vio que fue un error, ya que, como te habrán dicho en clase… ¿qué coño os enseñan en la escuela, campeón?… Washington y una panda de valerosos y andrajosos guerrilleros atravesaron el Delaware el día de Navidad, aplastaron a las guarniciones de mercenarios alemanes que había en Trenton e hicieron un montón de prisioneros. Además, cuando Cornwallis sacó a una parte considerable de sus tropas de Nueva York porque creía que tenía a los rebeldes atrapados al sur de Trenton, Washington penetró por el bosque, alrededor de los Barrens y el Pantano del Gran Oso, y ¡marchó al norte hacia Princeton! ¡Y todo con unos soldados vestidos con harapos que llevaban días sin dormir! Antes la gente era más dura. No les daba miedo morir. Cuando se topó con tropas británicas al sur de Princeton, uno de los generales de Washington que se llamaba Mercer fue capturado, y lo acusaron de ser un maldito rebelde y le dijeron que suplicara clemencia, pero él replicó que no era ningún rebelde y se negó a implorar, así que lo mataron a bayonetazos. Esos británicos no eran tan majos como los pintan en los episodios de Masterpiece Theatre. Cuando en Princeton la cosa empezaba a pintar negro, Washington, montado en un caballo blanco… es la pura verdad, iba en un caballo blanco… condujo a sus hombres hasta el centro del fuego británico, y se volvieron las tornas. Después persiguió a los casacas rojas en retirada gritando: «¡Buena caza del zorro, chicos!».
– Qué cruel -intervino Ahmad.
Charlie hizo ese sonido de negación tan estadounidense con la nariz, «humpf», en señal de rechazo, y dijo:
– No creas. La guerra es cruel, pero no necesariamente los hombres que la llevan a cabo. Washington era un caballero. Cuando la batalla de Princeton terminó, se detuvo ante un soldado británico herido y lo felicitó por la noble batalla que habían presentado. En Filadelfia, salvó a los mercenarios alemanes, de Hesse, de las multitudes cabreadas, que los habrían matado. Mira, a esos alemanes, como a muchos de los soldados a sueldo de Europa, los habían entrenado para conceder clemencia sólo en ciertas situaciones, de lo contrario no se quedaban a ningún prisionero; eso es lo que nos hicieron en Long Island, nos masacraron, y quedaron tan sorprendidos con el trato humano que les dispensó Washington que una cuarta parte permaneció aquí una vez terminada la guerra. Se casaron con las alemanas de Pennsylvania, que descendían de colonos alemanes y suizos. Se convirtieron en estadounidenses.