– Parece que estás prendado de George Washington.
– ¿Y por qué no? -dice pensativo Charlie, como si Ahmad le hubiera tendido una trampa-. Tienes que estarlo, si te importa New Jersey. Aquí es donde mostró su valía. Lo grande de él es que aprendía rápido. Aprendió, que no es poco, a llevarse bien con los habitantes de Nueva Inglaterra. Desde el punto de vista de un hacendado de Virginia, los de Nueva Inglaterra eran un hatajo de anarquistas desaliñados; entre sus filas tenían a negros y a pieles rojas como si esa gente fueran blancos, y también los empleaban en los barcos balleneros. La verdad es que, de hecho, el propio Washington tenía a un negraco siempre a su lado, también se llamaba Lee; no, no tenía parentesco alguno con el Robert E. Lee de la guerra de Secesión. Cuando terminó la guerra, Washington le otorgó la libertad por los servicios prestados a la Revolución. Había aprendido a considerar la esclavitud como algo malo. Acabó siendo un fiel partidario del alistamiento de los negros, después de haberse resistido en un principio. ¿Conoces la palabra «pragmático»?
– Por supuesto.
– Pues Georgie lo era. Sabía sacarle provecho a cualquier circunstancia. Aprendió a luchar como las guerrillas: atacar y esconderse, atacar y esconderse. Se replegaba pero nunca se rendía. Era el Ho Chi Minh de su época. Éramos como Hamás. Éramos Al-Qaeda. El asunto es que los británicos querían que New Jersey -se apresura a añadir Charlie, cuando Ahmad toma aire como para interrumpirle- fuera un modelo de pacificación; querían ganarse los corazones y las conciencias, habrás oído hablar de eso. Vieron que lo que habían hecho en Long Island había sido contraproducente, habían provocado más resistencia, y aquí intentaban hacerse los amables, cortejar a los colonos para que se reconciliaran con la madre patria. En Trenton, lo que Washington dijo a los británicos fue: «Aquí tratamos con la realidad, es algo que va más allá de la amabilidad».
– Más allá de la amabilidad -repite Ahmad-. Podría ser el título de una serie televisiva, la podrías dirigir.
Charlie no contesta a la broma. Le está vendiendo algo. Y sigue:
– Le mostró al mundo cómo vencer las circunstancias adversas, qué hacer contra las superpotencias. Demostró, y aquí es donde entran Vietnam e Irak, que en una guerra entre un ocupante imperialista y el pueblo que realmente vive ahí, el pueblo será quien finalmente gane. Conocen el terreno. Se juegan mucho más. No tienen ningún otro lugar adonde ir. No fue sólo el Ejército Continental en New Jersey, sino también las milicias locales, las escurridizas bandas de vecinos que actuaban por su cuenta en todo New Jersey, cargándose a los soldados británicos uno a uno y después desapareciendo, de vuelta al campo… en otras palabras, sin jugar limpio, sin ceñirse a las reglas del enemigo. El ataque contra los mercenarios de Hesse también fue furtivo: en mitad de una tormenta, con ventisca, y durante una fiesta, cuando se suponía que ni siquiera los soldados debían trabajar. El mensaje de Washington era: «Eh, ésta es nuestra guerra». Mira, la batalla de Valley Forge se llevó toda la atención, pero los inviernos posteriores se los pasó al raso en New Jersey: en Middlebrook, en las montañas de Watchung, y luego en Morristown. El primer invierno en Morristown fue el más frío de los últimos cien años. Talaron doscientas cuarenta hectáreas de robles y castaños para construir cabañas y tener leña. Había tanta nieve que las provisiones no llegaron y casi mueren de hambre.
– Pues tal y como está el mundo ahora -opina Ahmad, que quiere ponerse a la altura de Charlie- habría sido mejor que murieran. Estados Unidos se habría convertido en una especie de Canadá, un país pacífico y prudente, aunque infiel.
La risotada sorprendida de Charlie termina con un resoplido por la nariz.
– Sigue soñando, campeón. Aquí hay demasiada energía como para ir con paz y prudencia. Energías en conflicto: eso es lo que observa la Constitución. -Se remueve en su asiento y saca un Marlboro. El humo envuelve su cara mientras mira de reojo por el parabrisas y parece meditar sobre lo que le ha dicho a su joven conductor-. La próxima vez que vengamos hacia el sur por la Ruta 10 deberíamos salir en Monmouth Battlefield. Los estadounidenses tuvieron que replegarse, pero hicieron frente a los británicos con suficiente entereza como para demostrar a los franceses que valía la pena apoyarlos. Y a los españoles y a los holandeses. Toda Europa estaba dispuesta a bajarle los humos a Inglaterra. Como ahora a Estados Unidos. Qué irónico: Luis XVI gastó tanto en ayudarnos que a causa de las subidas de impuestos los franceses se sublevaron y lo decapitaron. Una revolución llevó a otra. Son cosas que pasan. -Charlie espira pesadamente y, con voz más grave y subrepticia, como si no estuviera seguro de que Ahmad tenga que oír estas palabras, declara-: La Historia no es algo que esté cerrado y terminado, ya sabes. También es el ahora. La Revolución no se detiene nunca. Le cortas una cabeza y le crecen dos.
– La Hidra -dice Ahmad para señalar que no es un completo ignorante. La imagen es recurrente en los sermones del sheij Rachid, para ilustrar la futilidad de la cruzada estadounidense contra el islam, y Ahmad la vio por primera vez, de niño, en los dibujos animados de los sábados por la mañana, cuando su madre dormía hasta tarde. En la sala de estar, sólo él y el televisor: una caja electrónica frenética y presuntuosa con los hipos, golpes, estallidos y voces chillonas de sus aventuras animadas, y el público, el pequeño espectador, extremadamente callado y quieto, con el volumen bajo para dejar que su madre descansara de la cita de la noche anterior. La Hidra era una criatura cómica, con todas esas cabezas, sobre ondulantes cuellos, hablando entre sí.
– Las viejas revoluciones -continúa Charlie en tono de confidencia- tienen mucho que enseñar a nuestra yihad. -A falta de réplica por parte de Ahmad, se ve obligado a preguntar con voz decidida, como si lo sondease-: ¿Estás con la yihad?
– ¿Cómo no iba a estarlo? El Profeta lo ordena en el Libro. -Y cita-: «Mahoma es el Enviado de Dios. Quienes están con él son severos con los infieles y compasivos entre sí».
Con todo, la yihad parece muy lejana. Entregando muebles modernos y recogiendo muebles que lo habían sido para sus difuntos propietarios, él y Charlie conducen el Excellency por una abrasadora ciénaga de pizzerías y salones de manicura, tiendas de segunda mano y gasolineras, hamburgueserías White Castle y cadenas Blimpy, Krispy Kreme y Lovely Laundry, Midas y 877-TEETH-14, Moteles Starlite y Oficinas de Lujo, de sucursales del Bank of America y negocios donde trituran documentos, de delegaciones de los Testigos de Jehová y del Nuevo Tabernáculo Cristiano: los letreros vocean, en vertiginosa multitud, sus mejoras potenciales para todas esas vidas que se apretujan donde antaño hubo pastos y factorías hidráulicas. Los edificios de uso municipal, de paredes gruesas, concebidos para la eternidad, siguen en pie conservados como museos o apartamentos o dependencias para asociaciones vecinales. Las banderas estadounidenses ondean por doquier, algunas tan descoloridas o hechas jirones que obviamente han sido olvidadas en sus astas. Las esperanzas del mundo se centraron aquí algún día, pero ese día ha pasado. Ahmad ve a través del amplio parabrisas del Excellency a coágulos de varones y hembras de su misma edad reunidos en cacareante ociosidad, una ociosidad que raya en la amenaza: las pieles morenas de las hembras quedan al descubierto gracias a sucintos pantalones y a tops elásticos y apretados, y los machos se lucen en camisetas de tirantes y pantalones cortos grotescamente holgados, pendientes y gorros de lana, riéndose de sus propias payasadas.