La luz incide cegadora en el polvoriento parabrisas, y a Ahmad le asalta una especie de terror ante la rémora de tener por delante una vida que vivir. Pese a todo, esos animales condenados, a los que el olfato -apareamiento y gamberradas- ha atraído hasta ahí, tienen el consuelo de su naturaleza gregaria, y cada uno de ellos alberga alguna esperanza o plan para el futuro, un empleo, un destino, una aspiración, como mínimo escalar posiciones haciendo de camellos o de chulos. Y frente a ello, Ahmad, que tiene capacidades de sobra, según el señor Levy, no tiene proyectos: el Dios que se le ha vinculado como un gemelo invisible, su otro yo, no es un Dios de la iniciativa sino de la sumisión. Pese a que procura rezar cinco veces al día, aunque sea en la cueva rectangular del remolque, con sus mantas apiladas y sus almohadillas de embalaje, o en un pequeño espacio en la grava, detrás de un merendero de carretera donde pueda extender la esterilla durante cinco purificadores minutos, el Clemente y Misericordioso no le ha iluminado camino recto alguno hacia una vocación. Es como si en el delicioso sueño de su devoción por Alá su futuro hubiera sido amputado. Cuando, en las largas pausas que realizan durante sus atracones de kilómetros, le confiesa esta inquietud a Charlie, éste, que suele hablar por los codos y dar mil informaciones, se muestra evasivo y desconcertado.
– Bueno, en menos de tres años tendrás el permiso de conducción comercial A, y podrás llevar cualquier tipo de carga, materiales peligrosos, remolques articulados… fuera del estado. Vas a ganar un montón de dinero.
– ¿Con qué fin? ¿Para, como dices, consumir como un consumista? ¿Para alimentar y vestir a mi cuerpo, al que finalmente espera la decrepitud y que no valdrá nada?
– Es una manera de verlo. «La vida apesta, y luego te mueres.» Pero ¿acaso no hay otras muchas opciones?
– ¿Qué? ¿«Mujer e hijos», como dice la gente?
– Bueno, con esposa e hijos a bordo, es cierto, muchas de esas grandes preguntas trascendentales quedan en un segundo plano.
– Tú estás casado y tienes niños, y ni aun así me hablas de ellos muy a menudo.
– ¿Qué te voy a contar? Los quiero. ¿Y qué me dices del amor, campeón? ¿No lo sientes por nadie? Como te he dicho, tenemos que hacer que eches un polvo.
– Es amable por tu parte que desees eso para mí, pero sin matrimonio iría contra mis creencias.
– Venga ya. Ni siquiera el mismísimo Profeta era un monje. Dijo que un hombre podía tener cuatro esposas. La chica que te conseguiríamos no sería una buena musulmana; sería una puta. A ella no le importaría y a ti tampoco debería. Seguiría siendo una asquerosa infiel con o sin tu intervención.
– No deseo la impureza.
– Y bien, ¿qué es entonces lo que deseas, Ahmad? Olvídate de la jodienda, siento haber sacado el tema. ¿Qué tal simplemente vivir? ¿Respirar el aire, mirar las nubes? ¿No es, de largo, mejor que estar muerto?
Una repentina lluvia de verano -las nubes son indistinguibles del cielo, está de un gris peltre uniforme por el que se ciernen sofocados rayos de sol- salpica el parabrisas; con un toque, Ahmad activa el aparatoso aleteo de los limpiaparabrisas. El del lado del conductor deja un arco iris de humedad sin barrer, hay una muesca en el filo de goma: toma nota mental de que debe cambiar la escobilla defectuosa.
– Depende -le dice a Charlie-. Sólo los no creyentes le temen totalmente a la muerte.
– ¿Y qué me dices de los placeres cotidianos? Tú amas la vida, campeón, no lo niegues. Se ve en cómo vienes a trabajar cada mañana, impaciente por descubrir qué tocará hacer. Hemos tenido a otros chavales conduciendo que no se fijaban en nada, a los que nada les importaba un carajo, que tenían la cabeza hueca. Lo único que les preocupaba era parar en las franquicias de comida basura para llenar el buche y echar una meada y, cuando terminaban la jornada, salir y colocarse con sus colegas. Pero tú… tú tienes potencial.
– Ya me lo han dicho antes. Pero si amo la vida, como dices, es porque es un don de Dios que Él ha elegido concederme, y también puede elegir quitarme.
– De acuerdo. Que Dios disponga. Mientras tanto, disfruta del viaje.
– Lo hago.
– Buen chico.
Un día de julio, de vuelta a la tienda, Charlie le pide que tome la salida de Jersey City, por un polígono industrial donde abundan las vallas de tela metálica, los ensortijados alambres de espino y los ramales abandonados para vagones de mercancías. Pasan por delante de edificios de apartamentos nuevos y altos, revestidos de cristal, construidos en solares donde antes había viejos almacenes, y aparcan en un lugar desde donde es visible la Estatua de la Libertad y el sur de Manhattan. Los dos hombres -Ahmad con vaqueros negros, Charlie con un holgado mono color oliva y botas de trabajo amarillas- atraen las miradas suspicaces de los turistas mayores, cristianos, que están con ellos en el mirador de hormigón. Por la zona corretean niños que acaban de salir del Liberty Science Center, subiéndose una y otra vez a la baja barandilla de hierro que bordea el río. Sopla una brisa, centellean enjambres de chispas, como mosquitos brillantes, provenientes de la Upper Bay, la bahía exterior de Nueva York. La estatua mundialmente famosa, de verde cobrizo, presenta en medio del agua un tamaño algo menguado desde este punto, pero la parte sur de Manhattan se abre paso como un hocico de bigotes tupidos.
– Es bonito -comenta Charlie- sin las torres. -Ahmad está demasiado ocupado empapándose del panorama para responder; Charlie aclara-: Eran feas, extremadamente desproporcionadas. No quedaban bien.
– Se podían ver incluso desde New Prospect -señala Ahmad-, desde la colina que hay sobre la cascada.
– Medio New Jersey podía ver aquellas malditas cosas. Mucha de la gente que murió vivía en New Jersey.
– Me dieron lástima. Sobre todo los que saltaron. Qué horrible, estar tan atrapado en un calor asfixiante que arrojarse a una muerte segura parezca mejor. Piensa en qué vértigo, mirar abajo antes de tirarse.
De manera apresurada, como si recitara, Charlie dice:
– Esa gente trabajaba en finanzas, expandía los intereses del imperio americano, el imperio que mantiene a Israel y causa muertes cada día entre los palestinos y los chechenos, los afganos y los iraquíes. En la guerra, la lástima debe dejarse a un lado.
– Muchos eran simples guardias o camareras.
– Que a su modo servían al imperio.
– Algunos eran musulmanes.
– Ahmad, debes pensarlo en términos bélicos. La guerra no es limpia. Hay daños colaterales. Esos mercenarios de Hesse a los que George Washington despertó en mitad de la noche y mató a tiros sin duda eran buenos mozos alemanes que enviaban su paga a mamá. Un imperio chupa la sangre de sus súbditos con tanta habilidad que éstos no saben por qué mueren, por qué les fallan las fuerzas. Los enemigos que nos rodean, los niños y los obesos en pantalón corto que nos miran mal… ¿te has dado cuenta?… no se ven como opresores o asesinos. Se tienen por gente inocente, centrada en sus vidas privadas. Todo el mundo es inocente: la gente que saltaba de las torres era inocente, George W. Bush es inocente, un borracho rehabilitado y simple de Texas que ama a su adorable esposa y a sus disolutas hijas. Aun así, el mal se las arregla para surgir de toda esta inocencia. Las potencias occidentales nos roban el petróleo, ocupan nuestras tierras…
– Nos quitan a nuestro Dios -dice Ahmad con seriedad, interrumpiendo a su mentor.
La mirada de Charlie se pierde por unos segundos, luego manifiesta lentamente su acuerdo, como si no se le hubiera ocurrido antes:
– Sí, supongo que sí. A los musulmanes les quitan las tradiciones, un cierto sentimiento de identidad, el orgullo de sí mismos a que todos los hombres tienen derecho.
No es exactamente lo que Ahmad ha dicho, y suena un poco falso, un poco forzado y alejado del Dios concreto que está vivo en Ahmad y lo acompaña, que lo toca como el sol que calienta la piel de su cuello. Tiene a Charlie enfrente, de pie, enarcando sus espesas cejas y en la boca un rictus como de terquedad herida; ha adoptado la rigidez de un soldado, que anula la cordialidad del compañero de viaje que habitualmente se sienta a un lado del campo de visión de Ahmad. Visto de frente, Charlie, que esta mañana no se ha afeitado y cuyo ceño queda unido en las arrugas del caballete de la nariz, no armoniza con la belleza expansiva del día: un cielo despejado salvo por una lejana nube suelta sobre Long Island; el ozono en su cénit, tan intenso que parece una cuba de paredes lisas, un foso infernal de fuego azul; los altos edificios del sur de Manhattan unificados en el fulgor de una sola mole; las motoras ronroneando y los veleros meciéndose en la bahía; los gritos y las conversaciones de la masa de turistas emitiendo una simple mota de ruido inofensivo en los alrededores. «Esta belleza», piensa Amad, «debe de tener un significado», una señal de Alá, un presagio del Paraíso.